En el contexto de una crisis económica y social en el país, a la que se le suma una inesperada crisis sanitaria por la pandemia, el viejo tema de las promesas incumplidas de la democracia es recuperado en el texto que presentamos aquí por medio de una interrogación sobre el problema de la lenguaje político. El autor analiza diversas escenas de la escena pública en las que el debate que define a la democracia aparece ausente debido a la sustracción de la palabra política.

 

«En la medida en que los seres hablantes pueden desplazarse e intercambiar libremente y se los deja habitar en plenitud sus lugares, ocupar con toda soberanía el sitio que eligen para sí en la lengua, el ideal de bien común se convierte en realidad. La exigencia puede parecer mínima, pero no por ello deja de configurar el espacio mismo de lo político, que es aquel donde la discusión no puede ocasionar la muerte.» (Patrick Boucheron, Conjurar el miedo. Ensayo sobre la fuerza política de las imágenes)

 

Desde hace un tiempo, suenan las alarmas sobre una crisis o un malestar de la democracia. Podemos reconocerla en las reiteradas frustraciones, en deudas pendientes con el peso de problemas estructurales y en amenazas de derivas autoritarias de distinto tipo. ¿Cómo pensar este problema y, en particular, cómo pensarlo en lo que tiene de experiencia compartida para nosotros, argentinos? En un texto que ya es un clásico, “La cuestión de la democracia”, Claude Lefort describe la democracia como el régimen en el que hay un debate permanente sobre la Verdad, el Derecho y el Poder porque se han sustraído los fundamentos últimos, no-humanos, de cada una de esas esferas. De este modo, la democracia es el régimen que acoge la incertidumbre sobre lo que sabemos, sobre lo justo y lo injusto, sobre el bien de la comunidad, y que se da, para tramitar colectivamente esas indeterminaciones, un orden simbólico, con un lenguaje propio y común, el de la política.

Así entendida, la democracia, como contracara, corre el riesgo de su propia ruina. Puede apreciarse esto –nos dice Lefort– en las grandes crisis, cuando el conflicto se exaspera y “el poder parece decaer en el plano de lo real” porque no se percibe allí otra cosa que intereses y ambiciones: es entonces que todo “se muestra en la sociedad”, una sociedad despedazada, y que la dimensión simbólica de la política –con sus mediaciones institucionales, su lenguaje y sus prácticas– es desplazada por la búsqueda de una identidad substancial, del “pueblo-uno” sin divisiones, de un poder encarnado que sabe, que solo él todo lo puede y que enuncia el derecho.

No pretendo aquí evocar el fantasma de la unidad sin resto del Pueblo guiado por su Líder. Me interesa en cambio el momento aparentemente previo, aquel en el que la política cae en el plano de lo real, en el más craso realismo, y es reducida a intereses y ambiciones, a factores de poder y relaciones de fuerza, a condicionamientos y segundas intenciones. Esto es, cuando la realidad política pierde su dimensión simbólica, su capacidad de mediación, y es reducida a todo lo que está en la sociedad. Es entonces cuando la democracia no tiene quien la escriba, o quien la hable.

Y quiero detenerme allí, insisto, no porque considere que estemos, en Argentina, ante una posible deriva hacia la amenaza del pueblo-uno sino porque tal vez no sea esa la única deriva posible o porque, de serlo, el momento “previo” de la caída definitiva de la política puede amenazar con perpetuarse y producir graves consecuencias en términos de desigualdad, injusticia, violencia y pérdida de derechos.

Querría traer al debate tres escenas en las que esta caída de la democracia se deja ver hoy en día en Argentina, escenas que remiten al problema de los derechos, y dos de ellas al menos, a los derechos humanos. Una, se refiere a una breve respuesta del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación a una convocatoria de la Corte Suprema de Justicia; la segunda tuvo como protagonista al embajador argentino ante la OEA cuando expuso la posición del país respecto de las graves violaciones a los derechos humanos que tienen lugar en Venezuela; la tercera, surge de las dificultades para entablar un debate público acerca de la educación de millones de menores en el contexto de la pandemia.

 

El oportunismo como argumento de estado. El 7 de octubre de 2020, la Ministra de Justicia y Derechos Humanos de la Nación, Marcela Losardo, y el Secretario de Derechos humanos, Horacio Pietragalla Corti, firmaron un comunicado en el que declinaban la invitación realizada por la Corte Suprema de Justicia de la Nación para reanudar el trabajo de la Comisión para la Coordinación y Agilización de las Causas por Delitos de Lesa Humanidad (“Comisión Interpoderes”). Si dejamos de lado el análisis del efectivo funcionamiento de un instancia que, creada en 2008 para la agilización de las causas por delitos de lesa humanidad, se reunió por primera vez –como informa el documento que examinamos– dos años más tarde y mantuvo cierta frecuencia durante los tres años siguientes (hasta 2013), si dejamos de lado, digo, esos y otros aspectos que hacen a la naturaleza, la relevancia y la eficacia de esa comisión interpoderes, interesa relevar del comunicado oficial apenas dos aspectos: por un lado, una referencia a las “condiciones” necesarias para que algo –en este caso una reunión de agencias de los tres poderes- pueda tener lugar; por otro, el señalamiento de una motivación oportunista de parte de la Corte, o de su presidente.

Respecto del primer punto, la nota indica, como única razón para declinar la invitación, que “no están dadas las condiciones” para que ese espacio “pueda funcionar de modo adecuado”. ¿Cuáles son las condiciones necesarias para el funcionamiento adecuado? ¿Existe otra condición que la convocatoria y su aceptación de parte de los convidados? Nada se dice al respecto, de allí que, en adelante, resultará imposible constatar cuándo, a ojos del ejecutivo, sería posible realizar la reunión. Por cierto, el comunicado señala problemas, básicamente el “notorio estancamiento” (el objetivo central de la comisión inter-poderes, recordemos, es la agilización, esto es, combatir la lentitud y, en el extremo, el estancamiento); también menciona un pedido de reactivación de la Comisión por parte de los organismos de derechos humanos (hasta donde hemos podido comprobar, eso sucedió en el mes de mayo). ¿No son tampoco estas razones suficientes (¿las condiciones?) para que el órgano tripartito creado para agilizar y coordinar las causas por crímenes de lesa humanidad se reúna, para que una invitación con ese fin sea bienvenida y para que cientos de víctimas y deudos que esperan que se haga justicia encuentren una respuesta de parte del estado? ¿No había allí una oportunidad para todos los actores interesados en que se haga justicia? A ojos del Poder Ejecutivo, ni la situación en que se encuentran los juicios era razón suficiente para aceptar el convite (pero, insisto, ignoramos por qué, dado el vacío de contenido a la evocación de “las condiciones”) ni la invitación ofrecía una oportunidad sino que era, en cambio, una manifestación de oportunismo.

El segundo aspecto entonces del comunicado es el señalamiento según el cual, para el poder ejecutivo, haber respondido, o haber respondido tarde, a un pedido de los organismos “no deja de resultar oportunista”. Me interesa aquí poner de relieve la deriva de la palabra pública. Que un poder público le diga a otro, en un documento oficial, «lo suyo es oportunista», como si se estuviera ante la invitación de un partido político a otro, constituye un signo de la baja consideración en la que ha caído, para nuestra dirigencia, la valoración de lo común, de la estatalidad, de la palabra pública. Y nada menos que en un tema de derechos humanos. No se trata –entiéndase bien– de desmentir el aserto, que puede ser tomado por verdadero del mismo modo que puede presumirse oportunismo y auto-interés en gran parte de las iniciativas y las declaraciones de las dirigencias políticas y los funcionarios de todos los poderes. Pero esa crítica puntual, que no falta en las evaluaciones de coyuntura de los políticos, los funcionarios y los analistas, que aparece diariamente en la prensa y que cualquier ciudadano podría adivinar, esa crítica puntual de oportunismo, digo, no puede formar parte del lenguaje de los poderes públicos, y no solamente porque, convertida en argumento válido, sería oponible a casi cualquier iniciativa de esos poderes, sino, especialmente, porque el estado, en particular el estado democrático, es la forma que se da –la posibilidad que se da– una comunidad política para hablar otra lengua que no sea simplemente la de la división, los intereses particulares y el statu quo.

En el doble movimiento que produce ese breve comunicado y que va, de un lado, de la consideración de un mensaje de otro poder a las condiciones previas para su aceptación y, de otro lado, de la oportunidad como momento político al oportunismo como motivación subjetiva, en ese doble movimiento que va de lo visible y aparente a lo invisible y oculto, se ha renunciado a la política en lo que ella tiene de esfera pública (y estatal) para resolver los problemas comunes. Porque, en efecto, la lengua que ofrece la democracia para tratar los problemas comunes es una lengua compartida que genera un espacio simbólico en el que lo importante, lo que debe ser resguardado, es lo público, lo aparente y lo visible. En la senda abierta por El Príncipe de Maquiavelo, y en contraste con el repetido adagio de El Principito de Saint-Exupéry, puede decirse que, en política (democrática), lo esencial es visible a los ojos.

El embajador Carlos Raimundi ante la OEA: las condiciones, las relaciones de fuerza y los derechos humanos. Entre las muchas críticas que pueden hacerse de esa alocución que fue noticia a fines de septiembre, y más allá de que el gobierno nacional tomara luego una posición diferente ante la ONU, me interesa detenerme en un solo aspecto, a saber, aquel en el que el embajador plantea el problema de los derechos –de los derechos humanos– en términos de un realismo político centrado en el contexto y en las condiciones en las que las violaciones a los derechos humanos tienen lugar. Dejemos hablar al embajador:

“primero se crean condiciones para que exista una situación de emergencia; después se acusa únicamente al gobierno, como si fuera el único responsable de esa situación de emergencia, y acto seguido le pide que respete estándares en todos los niveles como si esa situación de emergencia lo exigiera.”

Con ese párrafo, Carlos Raimundi, aboga por un cambio en las condiciones que hacen al contexto y a la situación de emergencia (NB: el gobierno venezolano lleva años prorrogando por decreto el estado de emergencia) para poder luego reclamar el respeto de “estándares en todos los niveles”. La combinación de la elipsis y los eufemismos apenas disimulan que se afirma lo siguiente: que parte de la responsabilidad de la situación de Venezuela se debe a los Estados Unidos y sus aliados, que son los mismos que exigen el respeto de unos “estándares” que no son otra cosa que el elemental respeto de los derechos humanos. En cuatro líneas, en apenas unos segundos, el embajador argentino ante la OEA, se deshace de un problema mayor y urgente en materia de derechos humanos como si la denuncia de su violación debiera pasar antes por el tamiz del análisis geopolítico y sus relaciones de fuerza y las “condiciones” que estas imponen siempre a la mayoría de los países.

 

Las condiciones, las intenciones y los intereses frente al derecho a la educación. La tercera escena corresponde al incipiente debate en torno a la política educativa frente a la pandemia. Nuevamente, no es mi intención aquí ingresar en el debate en sí mismo –un debate necesario, pero que requeriría un texto aparte. En cambio, en línea con los comentarios anteriores, querría detenerme en una similar sustracción de lo público, de la política, aunque en esta ocasión las voces no provengan exclusivamente de los funcionarios públicos.

En declaraciones de políticos y actores involucrados, también en intercambios con amigos y colegas, encontré una y otra vez la crítica de posiciones y argumentos en términos de segundas intenciones, intereses espurios y relaciones de fuerza: proponen tal cosa por “marketing”, con el fin de “hacer política” o “para la foto”, cedieron a la “presión”, pierden la “pulseada”, son algunas de las expresiones.  También, aunque en un sentido diferente al de las evocaciones ya comentadas, aparece la idea de ciertas “condiciones” que deberían darse de antemano aunque, en este caso, con una calificación relevante, la de “condiciones epidemiológicas”, sobre las que de todas formas las precisiones faltaban cada vez (al menos hasta los últimos días, en los que se habrían elaborado definiciones).

Es cierto, hasta donde he podido comprobar, que los funcionarios de las distintas carteras del área educativa no abandonaron, por lo general, el lenguaje de la política. La parcial excepción de un discurso del Ministro de Educación Nicolás Trotta que circuló en la prensa pero no fue ni oficial ni público (se trataba de una reunión con una multisectorial gremial oficialista) sirve para confirmar la regla y nos permitirá dar un paso más en nuestra argumentación. “Ellos [se refiere al gobierno de la ciudad de Buenos Aires] van a querer discutir con la política”, dice el ministro Trotta, “y tenemos que hacer que discutan con las mamás, con los papás, con las cooperadoras, con los maestros, porque es ahí donde ellos van a pagar un costo social.” La frase no podría ser más elocuente y casi no hace falta el comentario. Pero en la zona ambigua en la que tuvo lugar este discurso –una reunión partidista pero accesible al gran público por transmisión digital– queda también en la ambigüedad la pregunta sobre si el desliz fue la mirada que trabaja la reducción de la política a la fragmentación de lo social o, en cambio, fue lo que siguió: la denuncia de un “discurso falaz” en los oponentes, el pedido de ayuda para “fortalecer la agenda educativa”, el señalamiento de la necesidad de “recuperar la educación pública, el rol del Estado”, entre otras expresiones por el estilo.

En la crisis de ese espacio simbólico que provee la democracia más allá de sus partes y sus divisiones, no resulta evidente que el reverso del lenguaje de los intereses y las segundas intenciones sea el lenguaje de la política. Es indudable que el “discurso político” se encuentra desgastado y ha perdido credibilidad. Desde esta óptica, la acusación de discurso vacío o charlatanería aparece como la contracara de (y no lo que pueda revertir) la plenitud de sentido que ofrece la identificación de cualquier palabra política o reclamo de derechos con algún interés o ambición de un sector particular de la sociedad. Y es también el modo de circunscribir a la dirigencia política, a los políticos de profesión, a una parte de lo social, y atribuirle un lenguaje interesado y parcial. Sin embargo, aún en su decaimiento, el “discurso político” sigue siendo el lenguaje que nos damos como comunidad para resolver nuestros problemas comunes.

Lo anterior permite entender que, aun cuando las opiniones fueran unánimes en cuanto a que la “continuidad pedagógica” virtual es insuficiente, y cuando numerosas voces de especialistas y operadores de la educación hubieren señalado que, en el contexto de la pandemia, se profundizan las desigualdades en el aprendizaje de niños y jóvenes, la apertura de un debate público fuera una tarea ardua, se demorara durante meses, careciera de la iniciativa de los gobiernos y solo pudiera darse gracias a la demanda persistente de una parte de la sociedad civil.

Quien quisiera impulsar el debate, además de los argumentos mencionados, debía sortear también otros de menor catadura (prolíficos en las redes sociales pero que no faltaron en el más amplio espacio público, y entre los que no faltó la acusación de “negacionismo” de la pandemia). Con todo, el debate, que no termina de despuntar, empieza a ser clausurado con nuevas decisiones en política educativa que carecen de explicación y argumentación pública, como si efectivamente las medidas respondieran a la fuerza o a presiones, a intereses y segundas intenciones.

A diferencia de las dos escenas anteriores, aquí la sustracción al debate público sobre el interés común en el derecho a la educación provino –salvo honrosas excepciones– de los más diversos actores. Como ya he dicho, que existan intereses, presiones e intenciones ocultas forma parte de la más rudimentaria experiencia de cualquier ciudadano. De hecho, probablemente cualquier argentino medianamente informado habría podido anticipar las tomas de posición antes de que ellas se hubieren manifestado.

Todos los intereses hallaron la forma de expresarse, de presionar, de denunciarse, tuvieron un lenguaje y sus voceros, todos menos el interés común de la educación, que apenas ahora, tras siete meses de pandemia, busca su lugar en el espacio público. Aquellos intereses parecen haber “torcido” la política educativa promovida por el Ministerio de la nación. Los menores, por su parte y según se ha dicho reiteradamente, carecen de voz propia y de representación; en su gran mayoría, no votan. Y es justamente la palabra política la que puede incorporarlos, la que posibilita incluir la preocupación por su educación, sus intereses y su futuro, porque inaugura cada vez un lenguaje común que no puede ser apropiado por nadie en particular, esto es, no representa ni designa las partes ya establecidas, con voz y voto. Por las mismas razones, un debate público habría podido resultar en un acuerdo mayor sobre la continuidad de la política seguida hasta el momento.

 

No resulta una novedad, ni en el lenguaje ni en la experiencia política, la evocación de intereses, poderes fácticos o factores de poder, grupos de presión, intenciones ocultas (o hipocresía), círculos rojos, etc., etc. Es un léxico que ha arraigado fuertemente en la clase dirigente, la militancia y la sociedad en los últimos lustros. Un léxico, si se quiere, necesario para comprender los problemas políticos a la luz de las divisiones que hay en la sociedad. Un léxico sin embargo insuficiente. Décadas atrás, el politólogo Guillermo O’Donnell acuñó una imagen elocuente para describir una parte del problema, la de un Estado que baila al ritmo que le marca la sociedad civil (básicamente, las corporaciones). Asimismo, en el comienzo de la democracia, hubo una “primavera” del lenguaje político y un intento por restituir, desde la enunciación pública de los derechos humanos y la valorización de las instituciones de la democracia, esa dimensión que en la esfera del estado la dictadura había dejado en ruinas. Ese impulso, sostenido especialmente por la clase política y con altibajos, perdió fuerza frente a la sucesión de frustraciones y desiluciones que encontraban, poco a poco, la verdad de su devenir en ese otro lenguaje que permite denunciar lo espurio aunque, sin el acompañamiento de la palabra política, conduce al callejón sin salida del statu quo.

La renuncia a la palabra política, al reconocimiento y el resguardo de una esfera común y un lenguaje de lo público para tratar los problemas comunes no ha tenido, entre nosotros, el estatuto de un problema que debe ser abordado. Decir esto supone añadir una dificultad más al conjunto de problemas que configura la crisis del momento. Pero se trata de algo cuya resolución es requerida a la par que se aborden los otros problemas. Al menos, si la reflexión de estas páginas nos dicen algo sobre nuestro presente político.