“La idea de que tú puedes imponer el bien o lo que crees que es el bien es esencialmente totalitaria”, advierte el director del Museo Vicuña Mackenna y ex director del Museo de la Memoria de Santiago de Chile, al tiempo que cuestiona ideas «estrambóticas» como la de «reeducar» a convencionales que sean sancionados. En este entrevista, concedida en momentos en que la sociedad chilena asistente a un momento histórico para su sistema democrático como es la instalación de la Asamblea Constituyente, Ricardo Brodsky se interroga, entre otros temas, sobre el uso y abuso de algunos conceptos como los de negacionismo y derechos humanos.

Entrevista de Alvaro Valenzuela M. para emol. Nacional

No le gusta a Ricardo Brodsky el modo en que hasta ahora han salido los temas de derechos humanos en los debates de la Convención Constitucional, con polémicas como la del negacionismo o el intento por censurar a convencionales. «Si hay una introducción a la nueva Constitución —dice el director del Museo Benjamín Vicuña Mackenna y exdirector del Museo de la Memoria—, los derechos humanos tienen que estar al centro». Pero «tienen que estar positivamente. No como prohibiciones o censuras».

Miembro de la generación de los 80, los jóvenes que se enfrentaron al régimen militar, que luego se «ordenaron» en la transición y que fueron promesa de un recambio político que nunca llegó, Brodsky ha realizado una intensa reflexión sobre los temas de memoria y DD.HH. El título del libro que publicó en 2018, «Las trampas de la memoria», da cuenta de su enfoque, lejano a ortodoxias y a los dictados de la «corrección política».

Con esa mirada aborda las discusiones que se han venido dando en la Convención, partiendo precisamente por la controversia en torno al concepto de negacionismo.

«Yo entiendo que hay un conflicto entre la libertad de expresión y lo que debe ser el cuidado moral de las víctimas. No creo que aquí haya una posición correcta y la otra no», señala, haciendo notar el distinto modo en que han enfrentado el tema países como Francia, que ha optado por sancionar penalmente esta figura, mientras otros, como Estados Unidos, han privilegiado fortalecer la libertad de expresión.

Personalmente, «me inclino por la libertad de expresión. Hay al respecto un caso bien interesante: cuando Cristián Labbé, siendo alcalde de Providencia, convocó a un acto de homenaje a Miguel Krassnoff, eso fue negacionismo, pero la consecuencia que pagó fue perder la municipalidad de Providencia en la elección y entrar en una especie de ostracismo político. Entonces, creo que la libertad de expresión es un valor fundamental, no porque uno esté de acuerdo con las cosas que se dicen, sino porque permite que, a partir de ello, los ciudadanos evalúen a las personas».

—¿La libertad de expresión puede ser mejor guardián de los derechos humanos que crear figuras penales?

—Sin duda. Ahora, el negacionismo en Europa no está referido a cualquier cosa, sino al Holocausto, un crimen mayor en la historia de la humanidad. En cambio, en el debate de estos días hay una mirada muy amplia, que no tiene límites. Porque el negacionismo, de acuerdo con la comisión de Ética de la Convención, iría desde la llegada de los españoles a América hasta el 18 de octubre de 2019.

—¿Cuál es el problema con eso?

—Se asimilan abusivamente hechos y momentos históricos que no tienen nada que ver. Las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura de Pinochet fueron negadas durante todo ese período; solo cuando se hizo el Informe Rettig y después el Informe Valech, y además las resoluciones de los tribunales, se han reconocido. Las violaciones a los derechos humanos durante el estallido social están siendo procesadas por el sistema, investigadas por el Ministerio Público, vistas en los tribunales; nadie las niega, no hay negacionismo respecto de ellas. Y en el caso de la conquista europea del territorio americano, asimilarla con la dictadura o el 18 de octubre ya es un despropósito absoluto. De hecho, desde el punto de vista de los derechos políticos de los mapuche, estaban mucho más reconocidos durante la Colonia que hoy día.

—¿Qué hay detrás de esta asimilación de situaciones disímiles? ¿Por qué se instala?

—Hay un afán de imponer un lenguaje políticamente correcto, donde todos tenemos que hablar de la misma manera. Por ejemplo, la misma comisión de Ética propone que también se sancione el negacionismo por omisión. Eso ya es lo más insólito que puede haber: como que te obliguen a que cada vez que mencionas a la dictadura de Pinochet, vas a tener que decir también “donde se violaron sistemáticamente los derechos humanos”. Si no lo dices, estás omitiendo y entonces vas a ser sancionado. Es un afán de imponer un lenguaje que reduce el pensamiento, el debate, la libertad de expresión. Espero que cuando eso pase al pleno, se corrija, y tengo fe en que lo van a hacer. De hecho, en la comisión de DD.HH., cuando se intentó establecer una censura a uno de sus miembros y no recibir a ciertas organizaciones, eso se revirtió. Y se revirtió porque hubo un debate público y los propios convencionales se dieron cuenta de que estaban cometiendo un error.

—Cuando se usan los temas de derechos humanos como una razón para establecer nuevas exclusiones, ¿estamos cayendo en lo que llama trampas de la memoria?

—Claro, porque detrás de eso hay la pretensión de imponer una verdad única sobre la historia, específicamente sobre un momento traumático; por ejemplo, la dictadura. Y tratar de imponer una sola visión de lo que pasó en Chile es una trampa, porque tiene que ver con la idea de que hay una supremacía moral del mundo de las víctimas o de quienes son solidarios con las víctimas. Entonces, esa supremacía moral te autoriza, entre comillas, a imponer tu lectura de lo que ha pasado.

—A propósito de la ampliación de conceptos a que usted aludía, en los discursos de la Convención, cuando se habla de violaciones a los derechos humanos, se incluyen los hechos del régimen militar, pero también cuestiones como la dominación patriarcal o los problemas del medio ambiente. ¿Es razonable extender así los términos?

—Los derechos humanos tienen varias generaciones. Una primera generación son los derechos civiles y políticos, expresados en la Declaración Universal. Una segunda generación tiene que ver con los derechos económicos, culturales y sociales, y que ya no tiene tanto que ver con el origen de los derechos humanos, que es la defensa de las personas frente al Estado. Y podríamos hablar de que hay unos derechos humanos de tercera generación, los más actuales, al medio ambiente, los derechos digitales. En fin, los derechos humanos van evolucionando. Ahora, claro, todo el mundo trata de meter su propia agenda como una agenda de derechos humanos.

—¿No se corre así un riesgo de banalizar aquellos derechos humanos más básicos?

—Se corre el riesgo, claro: si todos son derechos humanos, nada es derechos humanos. Yo creo que los derechos humanos deben ser tomados como una especie de horizonte. Y dentro de ellos está la dignidad del ser humano, la democracia como sistema político, los derechos y deberes sociales. Está también algo a lo que algunos se van a resistir, el carácter universal de los derechos humanos. Y están los derechos de los pueblos originarios. En este último tema, junto con reconocer la cultura, las costumbres, estos derechos de los pueblos originarios tienen un límite, que son los derechos humanos de primera generación.

—Tal como pasa con los derechos humanos, que si todo se considera como tal, al final nada lo es, ¿no ocurre lo mismo con la violencia? Se lo pregunto de nuevo a propósito de la comisión de Ética, que define incluso como violencia aquello que verbalmente provoque un malestar emocional.

—Creo que hay un ánimo inquisidor en la comisión de Ética, que supongo es algo que se va a corregir, pero hay como una especie de decálogo de lo correcto, que es un límite absoluto a la libertad de las personas, de los propios miembros de la Convención. Hay incluso una sanción de impedir que hablen por quince días. Y hay otra, que me parece la más estrambótica de todas, que es mandarlos a una especie de reeducación, que es lo que hacen los chinos con los musulmanes… O sea, ¿qué es eso? ¿De dónde salen esas ideas? Me llama mucho la atención que en una instancia democrática se permitan ese tipo de licencias.

—Pero siempre se hacen en nombre de buenos valores: para que nadie le cause daño al otro, para que se respete la diversidad…

—Claro. Es lo que Todorov llama «la tentación del bien»: esa tentación en que, por hacer el bien, terminas haciendo el mal, limitando las libertades, imponiendo tus propios criterios. En definitiva, imponiendo una dictadura: la dictadura del bien. Un demócrata sabe que la democracia no es para uniformar a las personas. Tampoco para redimirlas. Para eso son las religiones. O las ideologías totalitarias. Lo que hace la democracia es posibilitar convivir entre todos, respetándonos nuestras libertades. Esta idea de que tú puedes imponer el bien, o lo que crees que es el bien, es esencialmente totalitaria, ni siquiera autoritaria.

—Usted ha hablado de la elevación política de la víctima, donde ser víctima entrega una suerte de superioridad moral. ¿Cuál sería una forma sana de enfrentar el tema, asumiendo que hay víctimas, pero sin dar pie a abusar en nombre de ellas?

—Estamos en una era que algunos autores llaman la era de la víctima. Ante un evento histórico, antiguamente, se centraba la mirada en los triunfadores: el ejército que ganó, el líder que ganó. Hoy día no; es la víctima la que importa, el que fue derrotado. Entonces, estamos en un momento cultural en que la víctima se para al centro del debate y tiene como quien dice «privilegios», entre comillas, porque no es ningún privilegio ser una víctima, pero tiene privilegios en el debate público, porque tiene una autoridad moral. Yo pienso que la víctima tiene también una responsabilidad quizá mayor, pues vivió en carne propia lo que significó perder la democracia.

—¿Qué alcance puede tener todo eso? En principio parece sano asumir que hay víctimas que han sufrido.

—Es sano que tengan esa voz. Lo que pasa es que los actores políticos y los actores académicos no pueden seguir irreflexivamente el discurso de la víctima, porque se impide una reflexión crítica sobre lo que pasó y a veces incluso se adoptan verdades falsas. Por otro lado, la víctima se posiciona de alguna manera como un personaje virtuoso, en circunstancias que habitualmente es una persona normal. Hay una idealización cultural.

—¿Cuál es su expectativa respecto de la forma en que finalmente la nueva Constitución trate los derechos humanos?

—Los derechos humanos no son el listado de la Declaración Universal. Son una realidad mucho más evolutiva. La Constitución podría declarar que el horizonte es el pleno respeto a los derechos humanos y para eso construye una cierta institucionalidad y propone unos ciertos principios de convivencia. La democracia no está para redimir a la gente, está para que convivamos, para que podamos equilibrar las aspiraciones de libertad con las aspiraciones de igualdad, para equilibrar el poder de quien gobierna con el de quien hace las leyes, que podamos garantizar que la justicia va a ser independiente. La democracia son equilibrios. Cuando se rompen esos equilibrios tenemos ya sea las dictaduras o caemos en una libertad extrema, como la que vivimos en materia económica, que generó una desigualdad muy grande; o una igualdad tal que afecta la libertad. Buscar esos equilibrios, construirlos en la Constitución, garantiza que los derechos humanos van a ser un horizonte estable.

—Pero el concepto de equilibrio tiene muy poca épica…

—Casi ninguna. Las democracias son fomes. Se ponen entretenidas cuando entran en crisis. Pero una Convención Constituyente tiene que discutir esa clase de temas. Y no entusiasmarse tanto, no enamorarse de las propias ideas.

Entrevista publicada en EMOL el 27 de agosto