Las páginas que siguen fueron leídas por Graciela Fernández Meijide en el coloquio anual de IDEA, el 12 de octubre de 2017 en Mar del Plata en el marco del Coloquio de IDEA. En ellas enhebra una concepción de los derechos humanos que, partiendo de la tragedia personal, se va convirtiendo en un ideario político que interpela con lucidez a la política y a la sociedad contemporáneas.

Dijo Hannah Arendt:

“El hecho de que el hombre sea capaz de acción significa es que cabe esperarse de él lo inesperado, que es capaz de realizar lo que es infinitamente improbable”. 

La tarde en la que mis tan jóvenes anfitriones, Jimena Camperi, Gastón Remy y Javier Goñi me invitaron a participar de este encuentro, Javier, creo, me preguntó si sentía que había vivido varias vidas. Le dije que había tenido una, cortada por un hachazo: el secuestro, en casa, en la madrugada del 23 de octubre de 1976, de nuestro hijo Pablo.

Ahí hubo un antes y un después que me enseñó, entre otras cosas, a priorizar aquello que era realmente importante.

Pablo fue mi prioridad: encontrarlo, que lo devolvieran. Abrazarlo, consolarlo.

Porque no podía esperar en mi casa, no me llevó mucho tiempo conocer a otros que no salían del estupor, de la sensación de sumergirse en la locura y al mismo tiempo, sentían la urgencia de despertar de esa pesadilla. Igual que mi familia y yo,

Hay quien afirma que las cartas de nuestra vida no están marcadas y que cada uno se hace a sí mismo. Puede que haya algo de cierto sin embargo, supe que no podía sola, que necesitaba recibir y dar ayuda. Protegerme en un ámbito en el que ser madre de un desaparecido no significara ser juzgada, discriminada, señalada. Ese lugar fue el espacio de los organismos de derechos humanos en el que nos habían juntado miles de desgracias similares pero no una ideología compartida lo que provocaba que no existiera un criterio único de acción.

Sin embargo, porque la situación lo imponía, a lo largo de seis años, cada consigna, cada movimiento que se decidía, importaba consensos que se buscaban y lograban por trabajosos que fuesen: construíamos confianza a pesar de las diferencias no sólo entre los familiares de las víctimas sino también con las personas, pocas y muy valiosas, que se solidarizaron y se arriesgaron al lado nuestro por una cuestión de ética, de principios, de convicciones. Dolor y esperanza ciega constituyeron el cemento que nos unía y nos hizo fuertes para interpelar a la dictadura pidiendo Verdad y Justicia.

En esa vida mía, exclusivamente dedicada- desde entonces dejé todas mis otras actividades- a buscar a mi hijo o al menos sus trazas, se sucedieron etapas que fueron del ¿por qué a mí, por qué a Pablo? al ¿por qué no a mí? ¡Vaya a saber cuánto tiempo me llevó ese proceso! Muchas veces me lo preguntaron y nunca pude ponerle fecha.

La cobardía de los dictadores nos obligó a los padres a matar a nuestros hijos. Cuando pude admitir que a Pablo lo habían asesinado, me propuse conseguir, contra toda la lógica que imponía esa época, alguna vez, justicia.

Se logró. En el camino, había incorporado a mi vida el compromiso de sostener la vigencia de los Derechos Humanos y la perdurabilidad de la Democracia. Dos conceptos que habían sido tan menospreciados hasta que la atrocidad los rescató como fundamentales y que recién en octubre de 1983, tras la derrota en Malvinas, los argentinos decidimos poner como base del Estado de Derecho recuperado. No olvidemos que en los ’70 la Democracia era calificada de pequeño burguesa y los derechos humanos, para quienes estaban para tomar vidas y dar su vida, no eran un activo.

Me incorporé a la CONADEP que recibió y organizó miles de denuncias de desapariciones y testimonios de sobrevivientes para emitir su NUNCA MÁS.

Nunca más militares en el gobierno; NUNCA MÁS violencia; NUNCA MÁS privación de nuestra condición de ciudadanos. Yo fui no ciudadana, como tantos otros miles durante la dictadura.

Jamás olvidaré cuando un tribunal civil, en un juicio ejemplar, juzgó y sentenció a hombres que se habían sentido dueños de las leyes, de las instituciones, del país, de nuestras vidas.

Años después, cuando leyes e indultos amnistiaron a procesados y condenados por la violencia de los ‘70 -de ambos bandos, aclaro, porque a veces se olvida que las cúpulas guerrilleras también fueron procesadas y condenadas- sentí que se cancelaba el camino de la justicia y entonces ingresé a la política, hoy parte inescindible de mi mundo.

Me convocó el desafío a participar en el fortalecimiento de la vigencia de los Derechos Humanos. La construcción de ciudadanía. Ahí estaba y sigue estando el futuro.

Gané y perdí elecciones. Legislé y fui ministro como parte de la Alianza, un proyecto político que fracasó. Como a tantos otros, la desilusión me dolió, me enojé, me deprimí y volví a pedir ayuda. Un buen analista, mi familia, mis amigos, el recurso a la escritura contribuyeron a que se diluyera mi bronca y pudiera sacudirme de encima la decepción.

El tiempo corrió, el consenso del NUNCA MÁS que en 1983 creímos tan sólidamente instalado, no era tan importante para todos y cuando, primero tibiamente y después con mayor intensidad, apareció una reivindicación de la lucha revolucionaria de los ‘70, un intento de poner al pasado como modelo para el futuro, la justificación de la violencia como herramienta de la lucha política, como testigo que fui de tanta pérdida y dolor, sentí la obligación de decir que a  los derechos humanos se los banaliza cuando se los instrumenta como herramienta de la contienda político partidaria y que, en realidad se los desprecia cuando por conveniencia, se diferencia el derecho de los nuestros, nuestros amigos, del de los otros, sobre todo los de los adversarios. Se los ignora cuando alguien, personas o grupos- por trascendentes que hayan sido sus trayectorias- se erigen en los únicos poseedores de una verdad sacralizada. Una verdad que no se puede discutir.

No me dijeron bonita, precisamente, pero como no tengo ni Twitter ni Facebook, otros me lo contaron. Lo toleré bastante bien a pesar de que salir de la tribu, de la aldea, tiene sus costos.

Hoy estoy aquí, ante personas que convocan a la transformación y que escuchan cómo lo hicieron otras en múltiples situaciones diferentes. Sé que por edad e historia, represento, obviamente, el pasado.

Dijo también Hannah Arendt, como verán, libro de cabecera, que los vientos del pasado empujan al futuro aunque se esté de espaldas a éste.

Hay que preguntarse qué hacer con las grietas. Con la del pasado que significaron los enfrentamientos y la dictadura de los ’70.

A quienes, con sus mejores intenciones imaginan una reconciliación, les diría que, vista la escasa o nula intención de reconocer errores y pedir perdón, pienso que es la justicia el único camino que se ajusta a las reglas que construimos entre todos, no a los “pareceres” de los que están, estamos, involucrados.

¿La democracia volvió hace 34 años para quedarse?

Creo que sí. Será todavía de “baja intensidad”, como diría Guillermo O’Donnell, hasta que no se construya una ciudadanía vigorosa que exija instituciones robustas y confiables.

¿Somos capaces de encarar los consensos que exijan las políticas públicas y terminar así con el rechazo al pluralismo, de terminar con la intolerancia que impone la visión del adversario político en clave de amigo/enemigo?

Porque desde 2011 en la sociedad argentina se distinguen tres tercios: uno, compuesto sobre todo por menores, que vive por debajo de la línea de pobreza, sin horizonte de esperanza a la vista, al margen de nuestro mundo, mientras los otros dos tercios parecen poder vivir ignorándolo, deberíamos preguntarnos si estamos decididos a saldar la cuenta pendiente tan poco admitida que significa la inequidad en la distribución de los ingresos.

Sobre todo en estos tiempos en que el gran marco de la globalización, con las ventajas que supone, amenaza también a la Democracia y a los Derechos Humanos.

Para reducir la pobreza, mejorar la educación, la salud y la Justicia, llegar a la eliminación de las mafias con todas sus complicidades, terminar con la corrupción- perniciosa en su doble aspecto: el robo del dinero de la gente, la contraparte de la ineficiencia en la ejecución de las obras- es decir, construir bienes públicos e instituciones respetables y respetadas, se requiere de políticas de Estado y a esa demanda deben responder con medidas adecuadas las élites de poder: los políticos, el empresariado, los sindicatos, las organizaciones sociales.

Las transformaciones, lo sabemos, no serán fáciles, harán falta generosidad política, magnanimidad, creatividad. Porque soy consciente de ello, sigo tomando el compromiso de no decirle a quienes son más jóvenes: en mano de ustedes queda la responsabilidad de “un porvenir”. No me salgo de mis obligaciones. En tanto me den las fuerzas seguiré trabajando como ciudadana con todos los que crean que desde este presente, sin olvidar el pasado que cada tanto emerge, de frente al futuro, debemos y podemos edificar una sociedad más integrada, una sociedad con mayor equidad, más apegada a la institucionalidad, con pleno Estado de Derecho.