La escena política argentina está dominada por corrimientos ideológicos y carencias programáticas que degradan el debate público y comprometen cualquier proyecto de futuro. Los partidos o las coaliciones se agrupan en torno de liderazgos o identidades emocionales y reniegan de las ideas y los proyectos de largo plazo. Como consecuencia, una esfera pública fracturada queda sometida a una dinámica facciosa por la acción de grupos que se niegan mutuamente legitimidad. El conservadorismo nacional-popular que concibe el poder como el imperio del Estado (y el Líder) y el liberalismo conservador que endiosa al Mercado convergen en aplastar el lugar y la acción del ciudadano en la sociedad.

Katz ofrece un diagnóstico sin ilusiones sobre los fracasos de la política, el crecimiento de la desigualdad y el deterioro de la democracia. Sin embargo, no renuncia a un pensamiento que se propone explorar y promover una alternativa de izquierda democrática concebida, ante todo, como una crítica de lo existente. Una nueva imaginación política parte de situar en el centro de su proyecto reformista la afirmación de lo público y de lo común.

 

1.

Para quienes apreciamos las taxonomías, las distinciones claras, la precisión con que los conceptos ayudan a introducir orden en el caos, la escena política argentina es fuente de desasosiego permanente. No es necesario recorrer la historia del último medio siglo para que resulte evidente cómo las principales fuerzas políticas pueden ubicarse alternativamente en distintas y muchas veces contradictorias zonas del mapa ideológico, sea que se trate de la política económica, del modo -jurídico, político- de procesar el pasado represivo o de la agenda de derechos. Las fluctuaciones, los corrimientos ideológicos, los modos de desmentir, en un momento, lo dicho o, más aun, lo hecho algunos años o pocos meses atrás ha convertido a la política argentina en un galimatías difícil de interpretar.

Es cierto: la fluidez ideológica no es un fenómeno exclusivamente local. También es cierto que, dada la crisis de representación y la multiplicidad de identidades individuales y colectivas, posiblemente sea más interesante juzgar las políticas que los discursos, y asignar colores por lo realizado antes que por lo dicho si es que, finalmente, resulta imposible resistir el impulso clasificador.

El problema es que ese método, por así llamarlo, de dar legibilidad a la escena política resulta más útil para discurrir sobre el pasado o para tomar posición en el presente que para organizar la acción colectiva con vistas al futuro -lo que, se supone, es uno de los fines principales de la política. ¿Quién hubiera dicho por ejemplo, mediados los años 80 del siglo pasado, que para llevar adelante la política de castigo de los represores habría que mirar hacia un peronismo que venía de convalidar la amnistía con la que los dictadores se habían dado inmunidad y que había rechazado integrar la CONADEP? ¿Y por qué quien buscara actuar políticamente para ampliar la agenda de derechos no adheriría a un radicalismo que había luchado en soledad para obtener la ley de divorcio, pero que luego llegaría a la votación crucial sobre la despenalización del aborto integrando una coalición que proporcionó la mayor cantidad de rechazos en el Congreso? ¿Y que para andar el camino de la despenalización habría que acomodarse junto con un peronismo que, durante los doce años de gobiernos kirchneristas -y de hecho desde mucho antes-, había rechazado incluso el tratamiento legislativo del proyecto? Todo ello, claro, por no hablar de las decisiones de política económica, que encuentran sus “momentos populistas” tanto como sus “ciclos neoliberales” ejecutados puntualmente por todos los equipos que han gobernado este país desde el regreso de la democracia.

Se me dirá, no sin razón, que a pesar de la fluidez ideológica, por llamarla de algún modo, que impera en las principales fuerzas de la política argentina, no todo es lo mismo. Pero que no todo sea lo mismo no cambia en nada el hecho de que al abandonar la consistencia programática, cuando no directamente el programa, en beneficio de identidades emocionales, lo que esas fuerzas -coaliciones, partidos, espacios- provocan es un deterioro en varias dimensiones de la esfera de lo político. Enumero rápidamente las siguientes:

-Se dificulta, como ya he señalado, la organización de la acción colectiva con vistas al futuro. La ciudadanía no puede alinear expectativas de largo plazo con ninguna de esas fuerzas, ya que sus preferencias futuras son inciertas. Y las fuerzas políticas, inversamente, dejan de tener compromisos de largo plazo con sus votantes. Así, tanto la acción política como el juicio sobre la acción política se agotan en el corto plazo.

Se degrada el debate público, ya que éste no gira en torno de ideas, proyectos o alternativas, y se pierde así la posibilidad no solo de implicar activamente a la ciudadanía en la deliberación de los asuntos públicos relevantes sino también de dotar a la democracia de su ventaja epistémica, que surge precisamente de la discusión consistente, con argumentos razonados, en la esfera pública, de las diversas alternativas para cada problema y conflicto.

Se empobrece notablemente la calidad de los funcionarios, ya que estos dejan de ser personas comprometidas con ideas, formadas para convertir esas ideas en realidades a través de la acción política y seleccionadas de acuerdo con sus virtudes, para componer cuerpos de funcionarios cuya capacidad fundamental no es ni el saber técnico ni el compromiso intelectual con los programas partidarios sino su capacidad para forjar vínculos de lealtad con los líderes.

Uno de los efectos más nocivos del desdén por las ideas y por los programas es el modo en que la política emocional produce polarización política. Tampoco este es un fenómeno local, sino resultado de aquella crisis de la representación en contextos de crecientes desigualdades que es posible observar en prácticamente todas las democracias occidentales, resultado del mismo modo de las incertidumbres respecto de un futuro que se presenta sombrío y del efecto nocivo de las redes sociales. De allí surgen divisiones tan profundas como amargas, cuyas consecuencias, en la vida familiar, laboral y, en general, en casi todos los ámbitos de sociabilidad, conocemos sobradamente. Es cierto: la política tuvo siempre un componente importante, incluso central, de emocionalidad y de construcción identitaria, del mismo modo en que la confrontación fue muchas veces intensa e incluso agresiva -sin mencionar, claro, los tiempos de violencia, que no fueron tiempos de política. Pero lo particular de nuestra época radica en la reducción de la política a la emoción, la preeminencia, como señaló Alain Touraine, de “personas y grupos sin ideas, sin dirección, sin programa, sin estrategia, sin lenguaje”, lo que a su vez deteriora aun más la confianza de la ciudadanía en las instituciones democráticas: cuanto más polarizado e incivil se vuelve el ambiente político menos lugar hay para mensajes portadores de contenido complejo y más propensión al alineamiento con posiciones facciosas.

«Désaltéré», Pablo Flaiszman (2020). Aguafuerte – Aguatinta sobre papel.

2.

Un contexto de devaluación de la palabra política y una organización de la esfera pública dividida de un modo faccioso entre grupos que se niegan mutuamente legitimidad no parecería ser, como se dice, un campo fértil para promover una alternativa de izquierda democrática a la consideración de la ciudadanía. En primer término, porque una propuesta de ese tipo es fundamentalmente programática, es decir, fundada en la articulación de principios, ideas y propuestas. Estos pueden, por supuesto, emocionar, pero ante todo exigen una argumentación precisa, articulada en un espacio público que hoy está poco dispuesto a la escucha: la polarización exacerba los sesgos cognitivos, de modo que mucha gente solo recoge aquello que confirma sus puntos de vista previos y descarta lo que podría hacerla cambiar de opinión. En una atmósfera de guerra civil larvada, en la que cada bando niega al otro el derecho a la existencia, es sumamente difícil intervenir con razones públicas.

En segundo término, porque una propuesta de izquierda democrática es, aunque radical en sus intenciones, moderada en su formulación. A diferencia de la radicalización conservadora que priva en los espacios políticos dominantes, radicalización gestual pero cuyo fin último es preservar el statu quo, el socialismo se propone desafiar las jerarquías vigentes pero sin apartarse en absoluto de sus convicciones democráticas, lo cual supone el reconocimiento de la legitimidad de los otros actores de la vida pública y la necesidad de establecer con ellos una relación dialógica. Radicalismo en los propósitos, moderación democrática en las prácticas: nada más alejado de la escena actual en la cual el conservadurismo popular de unos es el mejor aliado del liberalismo conservador de los otros en la tarea de aumentar las desigualdades y deteriorar la democracia.

Estas son dificultades que agravan un escenario tradicionalmente adverso al crecimiento de un espacio de centroizquierda en la Argentina, en razón de lo que se ha dado en llamar la doble alma del peronismo, esa potencia que ha mostrado para ocupar alternativa o simultáneamente el imaginario de izquierda y de derecha, y por el modo en que esa capacidad ha atraído hacia él, una y otra vez, casi desde sus orígenes a mediados del siglo pasado, a intelectuales y militantes de izquierda que ven allí su lugar “natural”. Encandilados por la pregnancia del peronismo en los sectores populares, víctimas de una conciencia culpable o simplemente sabedores de que en un partido de poder las posibilidades de progreso son mayores, no pocos de quienes se identifican con los principios de la izquierda democrática terminan entramados en un dispositivo que, tomando en consideración la fenomenología concreta de sus prácticas de gobierno y de los efectos de dichas prácticas sobre la sociedad, mal podría reconocerse en el ideario socialista. Como lo señaló mucho antes de la experiencia kirchnerista Juan Carlos Portantiero, “los elementos ‘nacional-populares’ figuraron efectiva y eficazmente en la ideología del peronismo, pero lo hicieron siempre insertados en los marcos estrictos de una lógica que llevaba en última instancia a depositar en el poder estatal, y particularmente en el de su jefe máximo, la ‘palabra decisiva’.”

Es justamente en el cuestionamiento de la alternativa que se ha querido presentar como la única posible -la disyuntiva entre el imperio del mercado o el del Estado-, donde el socialismo democrático ubica su pensamiento y promueve su acción: en el espacio de lo público, que regula al mercado y pone límites al poder del Estado en función del crecimiento de lo común. Porque si el pensamiento de izquierda no tiene dudas de que el mercado debe ser regulado para que la codicia no corroa lo humano de la vida, más dificultades tiene para recordar que todo proceso de estatalización provoca “un sofocamiento cada vez mayor de los espacios democráticos”, como escribió José Aricó.

Hay un elemento adicional que dificulta el crecimiento de una alternativa de centroizquierda: el prestigio de sus ideas. Un prestigio que, por dos vías diferentes, es un obstáculo para el desarrollo de un movimiento socialista democrático en nuestro país. Por una parte, porque en buena medida se considera que lo que esa tradición a la vez intelectual y política tenía para ofrecer ya se ha cumplido: la extensión de los derechos de ciudadanía, de los derechos del trabajo, de la agenda de género. La imaginación que ha conducido a que esos derechos se conviertan en realidad es la imaginación que la izquierda democrática ha impulsado desde hace por lo menos un siglo y medio, y hay quienes piensan, por buenas y por malas razones, que ya no es posible pedir más de esa tradición. Por otra parte, porque ese prestigio provoca que las principales fuerzas en pugna en la escena argentina la reivindiquen como propia. No hay que ir muy lejos a recoger las evidencias: “¿Se podría decir que usted es socialdemócrata?”, le preguntó Jorge Fontevecchia a Alberto Fernández en abril de 2020. “Sí”, respondió el presidente, “el peronismo tranquilamente podría calificarse como socialdemócrata.” Mientras tanto, el liberalismo vernáculo, que poco tiene, en verdad, de liberal, hace un movimiento en el mismo sentido, al ir a buscar en la tradición de la izquierda democrática atributos que le darían una legitimidad cuyas prácticas efectivas desmienten cuando está en el ejercicio del poder. En este diario una columna de Hernán Iglesias Illa sostenía hace apenas unos meses que es en Juntos por el Cambio donde “un socialdemócrata moderno debería estar”, reclamo contestado aquí mismo con precisión argumentativa por Mariano Schuster y en el Parlamento con precisión fáctica por los propios legisladores de Juntos por el Cambio, que no solo votaron mayormente contra la ley que despenalizaba la interrupción voluntaria del embarazo sino también a favor, hace unos cuantos días, de la reducción del impuesto a las ganancias.

 

3.

“Hace menos de cien años -escribió el filósofo Axel Honneth, director de la Escuela de Frankfurt, en el prefacio de un breve e iluminador libro: La idea del socialismo. Una tentativa de actualización– el socialismo era un movimiento tan poderoso en la sociedad moderna que casi no existían teóricos sociales que no creyeran necesario dedicarle tratados extensos, algunos críticos, otros con mirada favorable, pero siempre movidos por el respeto.” Y sin embargo hoy, nos dice Honneth, parece que ese respeto se ha agotado: “no se confía en que [el socialismo] pueda volver a despertar el entusiasmo de las masas ni se lo considera apto para señalar alternativas al capitalismo.”

Pero Honneth impugna esa desconfianza, y emprende, en La idea del socialismo, una tentativa de actualización. No está solo en esa tarea, que, entre nosotros, llevaron adelante entre otros José Aricó y Juan Carlos Portantiero, y no pocos pensadores y pensadoras de todo el mundo, preocupados por encontrar alternativas al capitalismo que fueran al mismo tiempo distintas de aquellas que el así llamado socialismo real implementó, con los pavorosos resultados conocidos, en distintos sitios y con distintas modulaciones. Todos ellos se preocupan por proponer alternativas en las cuales las personas gocen a la vez de un máximo de libertad y de un máximo de igualdad, que son las ideas fundamentales de toda propuesta a la vez socialista y democrática.

En las primeras secciones de este texto me ocupé de describir algunas de las dificultades que tiene una alternativa política de izquierda democrática para hacerse lugar en la Argentina actual. Argumentar esas dificultades no significa, sin embargo, justificar un desistimiento sino, por el contrario, subrayar una necesidad. Es justamente por la existencia de dos coaliciones que, carentes de programa, oscilan entre los abusos de mercado y los abusos de Estado, en una escena política crecientemente polarizada y facciosa, que es más necesario que nunca el desarrollo de un espacio político de izquierda democrática que contribuya a mejorar la calidad de la vida pública. A la fe ciega que unos tienen en el mercado los otros oponen, cada vez más, una creencia casi religiosa en las virtudes del Estado, confundiendo al Estado con lo público y con la sociedad. Su eslogan da cuenta de su ceguera: “Estado presente”, repiten una y otra vez. “El verdadero hogar del socialismo no es el gobierno -escribió Michael Walzer-; es el espacio político que existe afuera del gobierno […]. La mayor parte de las veces los militantes y los activistas deben crearlo y defenderlo por sí mismos. El espacio está siempre en disputa, y el lugar de la contienda es la sociedad civil.”

Argentina está en vías de descomposición. Todavía, es cierto, conservamos ciertos lazos: una Constitución no demasiado vulnerada -aunque tampoco notablemente respetada-, algunas instituciones que, aunque heridas, siguen funcionando, una leve idea de democracia, que no va mucho más allá de la regularidad de los procesos electorales. Pero hemos perdido toda idea de comunidad política o, más grave aún, de comunidad sin más: los vínculos que tenemos son o bien mercantiles o bien tribales. No hay entre nosotros un sentimiento de respeto, reconocimiento y solidaridad por cada uno de los otros por el solo hecho de que formen parte de una misma comunidad; no creemos que nuestro destino dependa del destino de los otros. Entre la estatalidad jerárquica, autoritaria y unanimista de unos y el individualismo exacerbado, depredador y competitivo de los otros, una opción de izquierda democrática permitiría reconstruir una vida en común a la vez igualitaria y pluralista, respetuosa de la diversidad no solo de proyectos y estilos de vida sino también de los variados arreglos económicos y sociales que existen en una sociedad compleja, sobre la base de la cooperación y el reconocimiento. Porque es ese renovado proyecto socialista el “defensor moral”, como escribe Honneth, de ampliaciones de la libertad no solo en las condiciones de la producción, sino también en las relaciones personales y en las posibilidades de cogestión política. Un futuro mejor no debe pensarse solo en términos de mayor igualdad económica y política, sino también en las condiciones de libertad social, en las relaciones familiares y personales y en los procedimientos de construcción de la voluntad pública, y es solo un proyecto socialista el que puede encarar esas tareas. Como escribe Honneth: “solo cuando cada miembro de la sociedad pueda satisfacer la necesidad, compartida con todos los demás miembros, de intimidad corporal y emocional, de independencia económica y de autodeterminación política, confiando en que sus pares en la interacción se interesarán por él y le brindarán ayuda, se habrá transformado nuestra sociedad en una sociedad social en todo el sentido de la palabra.”

[Publicado en ElDiarioAr, 18 de abril de 2021.]