María Emma Willis, ex Asesora de la Dirección General del Centro Nacional de Memoria Histórica de Bogotá, propone un recorrido sobre la difícil llegada de las memorias sobre el conflicto armado al centro de la escena política colombiana y reflexiona sobre su situación actual. En su análisis, la importancia de la iniciativa proveniente de la sociedad civil y la de la actuación independiente de las instituciones de la república son puestas de relieve en vistas de sostener en el tiempo la paz y el reconocimiento de las víctimas.

«Silencios», Erika Diettes (Instalación, Teatro Faenza, Bogota, 2005) Foto: Olga Lucía Jordan

Cada país, en el desenvolvimiento de su historia, confronta episodios y momentos traumáticos. ¿Cómo los recuerda? ¿Cómo los olvida? ¿Qué ocurre cuando los recuerda? ¿Puede realmente olvidarlos?

En América Latina, y en especial en el Cono Sur, los traumas más recientes giran alrededor de la experiencia de las dictaduras; y en Guatemala, El Salvador, Perú y Colombia, se anclan a las discusiones sobre los horrores padecidos durante los conflictos armados internos.

Algunos de estos países, en sus transiciones de la dictadura a la democracia o de la guerra a la paz optaron en un primer momento por la ruta de las amnistías y de las amnesias provocadas. Pero hoy, en medio de un contexto global que ha definido estándares internacionales para esos momentos transicionales, ya no es posible el silencio, el perdón absoluto y la impunidad. Las víctimas, ubicadas en el centro de estos procesos, tienen derecho a la palabra, a exigir la verdad y el reconocimiento de responsabilidades por parte de los perpetradores.

Esta centralidad tiene una razón de ser. Las voces de las víctimas tienen una enorme potencia: rompen el silencio; impugnan la impunidad; y en muchos casos actúan con una dignidad que se convierte para las nuevas generaciones en ejemplos de entereza. Son archivos de memoria con una dimensión pedagógica invaluable: como un gran espejo sin concesiones, confrontan a las sociedades a los grados de sevicia a los que puede llegar la condición humana en circunstancias que normalizan la ferocidad. De esta manera, plantean debates morales profundos y reflexiones sobre los engranajes que hicieron posible esos pasados infaustos (y presentes aún vivos).

Los orígenes de la memoria histórica del conflicto armado en Colombia: el trabajo desde las márgenes

En Colombia, frente a la guerra, desde los años ochenta se fue constituyendo un campo de memoria histórica representado en un esfuerzo por constituir archivos de derechos humanos. Estas iniciativas, con enorme coraje, empezaron a conservar y proteger las huellas de las violaciones que en medio del conflicto armado los actores armados cometían. “Con las uñas”, guardaban el recorte de periódico, el panfleto amenazante, la noticia de la muerte de su ser querido. Por su parte, fundaciones y organizaciones de la sociedad civil compilaban y producían reportes que servían para hacer un seguimiento al horror y a la impunidad.

Pero estas organizaciones, sin desconocer su tesón, se encontraban en las márgenes de la discusión pública y no lograban resonancias, ni en los medios, ni en las academias, ni en el ámbito de las políticas públicas.

A finales de los ochenta, frente a las masacres, los asesinatos sistemáticos de militantes políticos sobre todo de izquierda, las desapariciones y los secuestros, sectores de la sociedad se empezaron a organizar alrededor del gran eslogan de la paz. Muchos ciudadanos y ciudadanas confluyeron en marchas masivas para exigir el derecho a la vida, un nuevo pacto constitucional y una salida negociada al conflicto armado. Gracias a todos estos esfuerzos, la década de los noventa inició en Colombia con una nueva constitución y unas negociaciones exitosas con una parte de las guerrillas.

Pero luego de ese respiro, los noventa fueron de nuevo una década profundamente traumática. Durante esos años, las organizaciones guardianas de los archivos de derechos humanos siguieron haciendo calladamente su trabajo, pero el estruendo de las violencias, la enorme fragmentación social, el miedo inculcado a punta de terror, hacían difícil que sus esfuerzos fueran escuchados más allá de los límites de los ya convencidos.

El paradójico punto de inflexión: la ley de justicia y paz

En 2003, luego de pasar por uno de los ciclos más aciagos de la guerra, el primer gobierno de Álvaro Uribe impulsó conversaciones con los grupos paramilitares. Lo hizo en medio de una orden presidencial que imponía “disciplina de lenguaje” en funcionarios públicos exigiéndoles que no hablaran de conflicto armado sino de “terrorismo contra la sociedad” y que se refirieran a las guerrillas exclusivamente como organizaciones criminales.

En 2005, las negociaciones dieron lugar en 2005 a la Ley de Justicia y Paz, que en su primer texto era bastante laxa con los paramilitares. Fue la Corte Constitucional que, acogiendo los estándares internacionales de Justicia Transicional, exigió poner a las víctimas en el centro del proceso y requirió la confesión de toda la verdad por parte de los máximos comandantes paramilitares para que ellos pudieran acceder a penas alternas. Fue también esa ley revisada por la Corte la que vinculó la reparación simbólica de las víctimas a la preservación de la memoria histórica.

A esta resonancia no premeditada entre un discurso cada vez más globalizado de la justicia transicional y una entidad nacional autónoma del Ejecutivo, se le sumaron rápidamente organizaciones de víctimas, pero no solo de los paramilitares, desbordando así los límites estrechos previstos por el gobierno. En 2005, por ejemplo, se fundó el Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado (MOVICE) que exige respeto a la dignidad y a la memoria de sus víctimas y lucha contra la impunidad. Y un año más tarde, nacería Hijos e Hijas por la Memoria y contra la Impunidad, que se autodefine como una fuerza que “combate el olvido con memoria, y con la fuerza y dignidad del pasado que no debe ser borrado”.

Además de esas iniciativas, la ley ordenó la creación de la Comisión Nacional de Reconciliación y Reparación (CNRR) que, entre otras funciones, debía proponer un relato histórico sobre las dinámicas del conflicto armado. La CNRR delegó esta tarea en un grupo de académicos, el Grupo de Memoria Histórica (GMH), que, para comenzar sus labores, pactó el respeto a su autonomía, amplió su mandato poniendo en el centro de su labor las memorias de las víctimas, y se volvió un aliado más de este tejido denso de iniciativas sociales. Con sus informes, confrontó a la sociedad a los horrores de una guerra degradada y se transformó en plataforma de resonancia de la voz de unas víctimas que buscaban romper su soledad a través de la palabra.

El país, que se pensaba desmemoriado, se dio cuenta de que en sus entrañas, comunidades y ciudadanos y ciudadanas conservan con amoroso cuidado la memoria de sus muertos, de sus desaparecidos, de sus secuestrados, y daban en sus relatos un lugar a su resiliencia, a sus luchas, a su dignidad.

En resumen, si el gobierno Uribe podía controlar el lenguaje que utilizaban sus funcionarios para nombrar la realidad, poco podía hacer para detener esta explosión de memorias que, contraviniendo las directrices presidenciales, hablaba de conflicto armado y de víctimas de todos los actores, incluidas las de agentes del propio Estado.

El Acuerdo Final de Paz y la Nueva Guerra Simbólica

A medida que cobraba centralidad la memoria, su potencia se hacía más visible. De un “algo intangible e inocuo”, se convertía en incómoda para ciertos sectores del poder político.

En 2013, bajo el gobierno Santos y a un año de entabladas las conversaciones con las FARC (y por tanto reconocido el conflicto armado interno y su dimensión política), se lanzó en la plaza de armas del Palacio Presidencial, el informe general del GMH: ¡Basta ya! Colombia: Memorias de guerra y dignidad. En un espacio lleno de líderes de movimientos sociales, embajadores, academia, periodistas, funcionarios de alto nivel y cooperación internacional, el Presidente Santos, en su alocución, reconoció explícitamente la responsabilidad del Estado y de su Fuerza Pública en la violación de derechos humanos de colombianos y colombianas en estado de indefensión.

A partir de ese momento, se hizo obvia, no una disputa, sino un enconado antagonismo que aún marca la discusión alrededor de la memoria histórica. Por un lado, sectores radicales de la Fuerza Pública y del uribismo, plantearon que el campo de la memoria histórica era uno donde se libraba una nueva guerra, aún más trascendental que la que se libra militarmente.  Para estos sectores, los informes de derechos humanos fruto de la labor de comisiones de la verdad en Argentina, Perú, Chile, Guatemala, y ahora Colombia en cabeza del GMH, son parte de una estrategia internacional para desprestigiar a las fuerzas del orden que, habiendo ganado la guerra contra el terrorismo en el terreno militar, la perdieron en el campo simbólico de la memoria histórica.

 

La coyuntura: S.O.S. por la memoria y la pluralidad del campo cultural

En Colombia, hoy, las batallas por la memoria, antes invisibles o subordinadas a otras discusiones, han logrado una identidad propia en la esfera pública y son constitutivas de las fronteras que separan a los bloques en conflicto. En ese sentido, la memoria histórica se ha convertido en un parte-aguas que define las identidades y las escisiones políticas que dividen a los colombianos.

Por un lado, están quienes están contra el Acuerdo Final de Paz y piensan que la historia y la memoria son dos carriles, no solo distintos, sino confrontados. A las memorias, emocionales, diversas, metafóricas, contraponen UNA historia, objetiva y fría, que está llamada a reconstruir contextos en un país que NO ha vivido un conflicto armado sino una ataque terrorista contra la sociedad y sus instituciones.

Para alcanzar esa unanimidad, el gobierno ha nombrado a copartidarios provenientes del núcleo ideológico más radical de su partido en cargos de dirección en el Centro Nacional de Memoria Histórica, la Biblioteca Nacional, el Archivo General de la Nación y el Museo Nacional. En simultánea, uno de sus representantes en el Congreso de la República pretendió pasar un proyecto de ley para regular la libertad de cátedra en los colegios y prohibir la politización de la educación.

Como en otros países, las medidas del gobierno orientadas a establecer una sola verdad histórica, ha venido acompañada de disposiciones que traducen una mirada autoritaria sobre la vida en sociedad, y un desprecio por el pluralismo en el ámbito de la cultura y la separación de poderes, pilares fundamentales de un orden democrático.

Por fortuna, este proyecto autoritario se ha encontrado con una oposición que valora la pluralidad de la memoria, rodea a las víctimas, defiende el acuerdo de paz, y sale en defensa de la separación de poderes.  Esa multiplicidad de voces, muchas de ellas jóvenes, resisten al proyecto autoritario de mil maneras y desde muy distintos lugares de expresión. Periodistas, artistas, organizaciones de víctimas, profesores, maestros, estudiantes, líderes sociales, intelectuales, políticos y políticas de la oposición, se manifiestan para defender la memoria histórica, su pluralidad y la libertad de pensamiento y expresión, así como las medidas adoptadas en el Acuerdo Final de Paz.

Estos bloques seguirán confrontados y tendrán un pulso en las elecciones locales y regionales de octubre de este año. Por lo pronto, lo que sí es visible, palpable y reconfortante en medio de tantos esfuerzos desde el Ejecutivo por imponer su relato único, es que un sector importante de la ciudadanía defiende con imaginación en las calles y en todos los medios de comunicación a su alcance los pilares democráticos de una memoria histórica pluralista y aliada de la paz. Lo que está en juego no es de poca monta: es, en esta ocasión, esa democracia, débil, maltrecha, a veces mezquina, pero democracia al fin y al cabo.