Las ciudades son, hoy por hoy en nuestro país, como en el resto de América latina, el escenario privilegiado donde la violencia exhibe su rostro más macabro. En esta nota, Hernán Lascano, autor del libro de investigación “Los monos” pone su mirada en la ciudad de Rosario, lugar donde las dinámicas del crimen se entrelazan y encuentran su principal fundamento en la pasmosa y creciente desigualdad económica que, en grandes líneas, no es muy diferente a la que sufren los otros grandes conglomerados urbanos del país.
La acumulación social de desventajas, es una forma de injusticia, y la indiferencia, desinterés o incapacidad de la clase política para abordar esta acuciante problemática de acumulación y consecuente despojo agudiza una situación en la que la masa creciente de excluidos del sistema se eleva a ritmo alarmante junto al imparable y escandaloso número de víctimas que registra la crónica policial de todos los días.
Ezequiel M. vivió los 21 años de su vida escalando una pendiente. Creció en la Vía Honda, una villa en torno a Avellaneda al 4300, abriéndose paso como pudo. Hace cinco meses, haciendo changas en el mercado de productores, se le ocurrió en plena pandemia poner su propio emprendimiento de verduras para procurarse una mejor vida. No tenía un capital para lanzarse por lo que recurrió a unos prestamistas que se movían allí.
El plan era difícil pero no imposible. Tomó 5 mil pesos que debía reintegrar en 26 días con cuotas diarias. Lo que iba a devolver era desmesurado pero para alguien como él, nacido y criado en la informalidad, no había otras alternativas. Así que decidió pagar un 360 por ciento de interés confiando que su jornal cotidiano y las ventas diarias lo ayudarían a afrontar cada pago.
No contó que en la mitad del compromiso en el mercado lo dejarían sin trabajo. Salió a cirujear pero muy rápido se quedó sin forma de afrontar los pagos diarios. Un viernes del último agosto lo intimaron pero suplicó que le dieran el fin de semana para juntar la plata. El lunes se presentaron a su humilde casa de Patagones al 4300 donde estaba con su mujer y sus dos hijas. Cuando salió le pegaron un tiro en el abdomen. “De parte de los colombianos”, le dijeron.
El domingo pasado a las 14 un conductor robusto abrió la puerta de su auto en la bocacalle de Santa Fe y Vera Mujica y en el medio del escaso tránsito encaró a un cuidacoches. Observé el incidente de casualidad desde mi auto al pasar por ahí. Lo que vi fue que el conductor, unos veinte centímetros más alto, le asestaba dos tremendos piñazos al cuidacoches. Cuando éste se levantó a duras penas el hombre le encajó otro par de castañazos que lo mandaron de vuelta al suelo como una bolsa de cebollas.
Ignoro qué generó el incidente. Pero sé que la escena fue de una tristeza desoladora. Todo era la expresión de una desigualdad inmensa. La diferencia de tamaño de los dos hombres era lo más notorio. Pero también la percepción de un miserable que bajo los 37 grados demenciales del domingo trataba de ganarse unas monedas en la calle, en un lugar donde parecía no tener ni agua, que era derrumbado por una paliza que sacudió todo el polvo a sus ropas de colores cansados.
Pudo haber una provocación, una palabra de más, algún reclamo excesivo. Es pura especulación aunque pudo ser. Pero lo más importante es lo que está naturalizado. Y es que no hay que tener nada de nada para obligarse a estar mendigando arriba del asfalto bajo el sol enfermante de la tarde.
El chico al que le pegaron el tiro contó hace quince días que tiene que llevar de por vida una bolsa de colostomía. El balazo le perforó el intestino y la vejiga. “Tengo que llevar esto de por vida y así no puedo laburar ni nada”, se lamentó en la fiscalía. “Tengo dos criaturas y con esto nadie me va a dar trabajo”.
Vivimos hace mucho tiempo con estas situaciones incorporadas a la escenografía regular de nuestra vida urbana y normalizadas. Vemos cada día centenares de mujeres y hombres, de niñas y niños, en el más completo desamparo pero nada sabemos de sus historias. Sus sufrimientos son tan anónimos como ellos. Pero cuando uno se interna superficialmente en las circunstancias de sus injustas vidas las preguntas son inevitables.
¿Qué impulsa a una persona que nació en la marginalidad, vivió en la evidencia de la negación social de los beneficios que otros reciben como algo natural, a obstinarse en reiterar las rutinas de las personas integradas? ¿No debería verse como un milagro que un chico criado casi en un gueto, sin educación y sin sostén comunitario tome un crédito para ponerse una verdulería? ¿Y cómo debería valorarse que esa posición desfavorable que lo hace recurrir a prestamistas usureros implique luego que le peguen un tiro que le impedirá trabajar?
Es interesante pensar en lo que ni siquiera damos por hecho. Una persona sin recursos hace un esfuerzo supremo para estar dentro de la ley. Pero el no tener recursos la priva del cuidado que supone estar en una posición material confortable. Si el que está dentro del sistema se insolventa por razones de fuerza mayor tras tomar un crédito tiene al menos garantías. Sabe que entre los riesgos que correrá no está recibir un balazo. Pero el pobre que le pasa eso será ejecutado, no en sentido financiero, y probablemente no podrá volver ni siquiera al trabajo informal que alguna vez tuvo.
Es impresionante que personas cultivadas y preocupadas genuinamente por el estado de inseguridad no se detengan un momento a meditar sobre las conexiones entre ese fenómeno auténtico que a ellos les aflige y la inseguridad social en un país donde hay 45 millones de habitantes y 19 millones de pobres. En el Gran Rosario la pobreza alcanza, en la última medición del Indec, a 551.831 personas. Los indigentes, los que no cubren necesidades alimentarias, son 176.166. Pobres e indigentes están desguarnecidos frente a la violencia. Que cada vez para más gente es menos una opción moral libremente escogida que un camino de supervivencia.
Lo que hace que millares de chicos hoy aparezcan sin pausa entrenados como gatilleros es esa plataforma movediza de la cual constantemente van cayendo. Y no es que los reclutan sino que se ofrecen de manera racional porque la misma sociedad que los invita a todas las variantes del consumo les demuestra al mismo tiempo que no hay otro lugar para ellos. En Rosario, durante el último año, los fenómenos más indicativos de la violencia altamente lesiva crecieron todos. Volvieron a subir los homicidios cometidos con armas de fuego, el número de balaceras trepó sin parangón y los heridos de armas de fuego se mantienen en una cifra alta. Además, bajó la edad de las víctimas de estos eventos, en especial los de homicidios, dado que más de un 50 por ciento son menores de 24 años.
Es siempre una tentación, a esta altura algo innoble, ver estos fenómenos como repentinos y no como resultado de procesos complejos con causas múltiples. Hoy la oposición muestra los números de 2020 como bandera política. Pero el oficialismo también lo hace cuando insiste que este flagrante colapso social de la violencia empezó en 2007. Pocos no alimentan la trampa de exponer las cuestiones de seguridad como herramienta de disputa política en lugar de centrarlas como un campo de políticas de Estado, como son las de salud, que requiere de acuerdos duraderos y no de mezquindades suicidas. El problema de la violencia de hoy lo será para quien gobierne mañana.
El sociólogo brasileño Michel Misse se concentró en el fenómeno de la violencia que durante las últimas cinco décadas afecta a su país. Su conclusión es que las personas más expuestas a la violencia, infligiéndola o padeciéndola, son víctimas de una acumulación social de desventajas. Y que si no se moderan estas desventajas no habrá motivos para que la violencia cese.
Hace 50 años Rio de Janeiro tenía una tasa de homicidios semejante a la de Rosario en 2010: unas 12 muertes cada 100 mil habitantes por año. Por entonces la mayoría de los delitos allí eran asuntos penales menores y crímenes de bajo potencial ofensivo: peleas con lesiones, robos ligeros como arrebatos, fraudes y delitos contra la propiedad que no implicaban la fuerza física. Medio siglo después la mayoría de los delitos que llenan las cárceles son de una violencia que hizo crecer cinco veces las tasas de homicidios. El fenómeno combinó varias aristas: las migraciones internas que acrecentaron la profunda pauperización social, el desarrollo de un mercado urbano muy dinámico de comercio de drogas, la fuerte implicación de las fuerzas de seguridad con las economías criminales y el repunte alucinante del parque de armas en la calle. Con sus diferencias y semejanzas un proceso así se nota en los grandes aglomerados de Argentina. En Rosario notoriamente.
Eso que Misse llama acumulación social de desventajas es un insumo fundamental para que ese mercado, cuya característica neta es la violencia, funcione. ¿Quiénes son las personas que lo mueven? Son los enormes contingentes a los que la sociedad no les ofrece nada. Es algo atípico que Ezequiel quiera ponerse una verdulería porque a personas como él un Estado selectivo no les propone la legalidad. El vive en una comunidad que lo deja en el desamparo de tener que pedirle plata a un usurero que lo ajustará con un gatillero al que también el mundo integrado no le reserva nada. Es por esto que analizar sus conductas en términos de legalidad o ilegalidad no tiene lógica.
Cuatro de cada diez argentinos hoy están expulsados a los márgenes de la sociedad. A los 181 mil indigentes del Gran Rosario se les pedirá legalidad. Pero no se les propone cómo hacer para que consigan alimento, vivienda y ocio saludable, que se sabe que no tienen porque está medido por vías oficiales. Los que sí tienen planes para ellos son los que administran esas economías ilegales cuyo fundamento es la violencia. El sistema político que no registra esto, o que lo registra sin actuar en consecuencia, va inevitablemente al abismo. No se puede convivir con estos niveles de exclusión cada vez más crecientes y esperar que el régimen de representación no sufra una crisis terminal de legitimidad. Eso pasará cada vez más en Santa Fe y en el país. Desde los años 70, cuando comenzó la etapa abrupta que hoy estalla con 40 por ciento de pobres, la pauperización no paró de profundizarse. Y con ella lo que crece es la falta de motivos de la población sin horizonte para validar el régimen político que está lejos de cambiarle esa perspectiva.
No habrá recetas eficaces para la seguridad si negamos que uno de los factores que empuja la violencia es el alza imparable de la exclusión social. Esto no equivale a equiparar violencia con pobreza. Lo que sí debe decirse, como señala Misse, es que la expansión de pobreza urbana y enorme desigualdad no genera condiciones para interactuar en el campo legal. La legalidad deja de ser un dominio de sentido cuando para procurar una vida digna, que no es solamente tener comida en la mesa, estar en la legalidad no implica ninguna ventaja.
Las instituciones políticas de Santa Fe, sus representantes, tienen que tomar nota de esto. La pérdida de legitimidad también deviene de lo poco representados que están esos territorios más castigados por la violencia en los órganos del Estado democrático. No hay concejales, ni secretarios municipales, ni legisladores, ni ministros del gobierno, ni fiscales, ni jueces que vivan en Tablada, en Bella Vista, en Parque Casas, en barrio Triángulo, en Las Flores. No es una denuncia sino una verificación. Tampoco viven allí los contribuyentes más privilegiados que reclaman freno a la violencia pero que se desentienden del abismo de injusticia que supone carecer de expectativa, tener poco que dar a un hijo, no tener mañana.
Cambiar esta realidad no solo es tomar decisiones. Es asumir con valentía que en política no se obtienen resultados sin que alguien se enoje. Para modificar esta sociedad desigual alguien habrá de pagar costos. Nada cambiará sin eso.
Que no esperen nada bueno las sociedades que se alteran abruptamente sin reparar en el sufrimiento de los masivos perdedores de esos cambios. En 1939 apareció “Las viñas de ira”, un libro en el que John Steinbeck cuenta el drama colectivo que produjo en millares de pequeños productores la introducción del tractor en las tareas de labranza. Los dueños de máquina agrícola, en alianza con los bancos, avanzaron sobre las unidades productivas por la mayor velocidad de los tiempos de producción. Eso implicó que miles de familias dueñas de pequeñas parcelas tuvieran que entregarlas y emigraran al oeste, donde serían odiadas, en condiciones de miseria, y en donde descubrirían el hambre.
“No se necesita valor para hacer una cosa cuando es lo único que puedes hacer”, dice Tom Joad, personaje central de esta novela al que Bruce Springsteen dedicó un álbum, cuando se ve forzado a hacer algo que nunca habría hecho antes. Entonces tenía un trabajo de agricultor con el que la sociedad le aseguraba un lugar en el presente y una promesa de bienestar. Pero ahora es un segregado. Y en esa posición, la de marginado y humillado, la violencia cobra sentido. Steinbeck lo dijo hace 81 años en esa novela cargada de una elocuencia con la que todo el mundo pareció estar de acuerdo. Ganó el Nobel de Literatura por ese libro que describe un proceso social visible y lacerante. El de la desesperación que se transforma en furia.
[Nota publicada originalmente en la edición de el diario La Capital del día 31 de enero de 2021]
Los comentarios están cerrados.