El texto comenta la muestra “Relicarios» de la artista colombiana Erika Diettes, realizada en el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti de marzo a mayo de 2018. ¿Cómo evocar a los muertos de una guerra prolongada y cruel, atravesada por violencias y masacres recíprocas? No hay épica ni justificación ideológica que pueda colmar esa herida abierta. En ese vacío la artista construye una hermandad de los muertos, de todos los muertos que no debieron morir.

“Un estudiante le preguntó al rabino por qué la cigüeña es un ave impura para la Ley judía si su nombre en lengua hebrea es hassidá, que significa alma piadosa, la que ama a los suyos. El rabino no dudó en responderle: justamente por eso, porque sólo ama a los suyos”.
Lecciones del Talmud

Desde hace ya más de sesenta años que Colombia se desgarra como consecuencia de una de las guerras más prolongadas que recuerde Occidente. Y si esto se afirma en tiempo presente es porque a pesar de la firma de los Acuerdos de Paz sellados en Cartagena de Indias en 2016 las víctimas del conflicto siguen multiplicándose, acaso no con la misma intensidad que en años anteriores, pero ni las masacres ni los ajusticiamientos han cesado.

La bibliografía se debate en torno a la definición del drama, algunos aceptan llamarlo guerra y otros apelan al más elusivo de “conflicto armado”, pero lo cierto es que más allá de las denominaciones que se elijan, el número de humillados por la violencia ascienden hasta cifras incomparables con otras regiones del continente: más de 4 millones de desplazados, alrededor de 300.000 muertos y más de 80.000 personas desaparecidas cuyos cuerpos están desperdigados en miles de fosas comunes a lo largo y lo ancho del amplio territorio nacional.

Como todos lo reconocen, la tragedia colombiana que hunde sus raíces en la cuestión agraria y en las batallas entre liberales y conservadores iniciadas a mediados del siglo pasado, fue derivando, con el paso de los años, en una guerra degradada, en la que ninguno de los actores del conflicto evitó recurrir a las peores formas de la violencia para alcanzar su cometido. Desde el ejército en alianza con el paramilitarismo en muchos casos oficiando como defensores de los intereses de grandes multinacionales, hasta las mismas guerrillas en sociedad con el narcotráfico, hicieron de la forma de matar un espectáculo aleccionador no exento de goce para los perpetradores y de enorme sufrimiento para las víctimas.

A lo largo de los últimos diez años el Centro Nacional para la Memoria Histórica de Bogotá ha logrado construir un verdadero archivo de esta violencia desenfrenada, reuniendo testimonios de las más diversas masacres, muchas de ellas prolongadas en el tiempo y de características dantescas como las de Bahía Portete,  Trujillo,  Bojayá o  Montes de María. Según los testimonios de los testigos y sobrevivientes, sumado a las evidencias recogidas en territorio, nada ha faltado en ellas, ni  la violación sistemática perpetrada por humanos o animales, ni la tortura, ni la rumba bailada al borde de las fosas mientras campesinos o dirigentes sociales esperan el inminente degüello, no otra cosa que formas macabras de envilecimiento de la práctica criminal estrechamente asociadas a la construcción de reputaciones guerreras.

María Victoria Uribe fue una de las primeras antropólogas en describir esta nueva forma de la violencia sostenida en la sevicia, en la degradación humana de la víctima  y que apela a la espectacularidad como forma de manifestarse a la vez que como modo de transmitir un mensaje,  al señalar que en muchos casos no alcanzaba con matar sino que era necesario crear un desorden visual con el cuerpo de la víctima: “poniendo afuera lo que es de adentro: la lengua la sacaban como corbata, a las mujeres embarazadas les sacaban el feto y en su lugar les metían diversos objetos, la cabeza, que es de arriba, la cortaban y la ponían entre los brazos, o entre las piernas, es decir, invertían las relaciones arriba-abajo, adentro- afuera, para crear un desorden absoluto en la clasificación del cuerpo”.

A pesar de haberse prolongado tantos años, el drama de esta guerra, aunque parezca increíble, ha pasado desapercibido para millones de colombianos. La guerra ha trascurrido, como se dice, en los territorios, lejos de las grandes ciudades donde en muchos casos la vida ha continuado como si nada ocurriera mientras detrás del valle o en el monte diferentes comunidades eran o son diezmadas. Una matanza sostenida e invisibilizada por la propia voluntad de quienes optaron por girar su rostro ante el dolor de aquellos de quienes desconocen rostro y nombre.

La guerra o el conflicto armado se manifestó tantas veces en las ciudades, es cierto, pero una rara voluntad amnésica los ha borrado del recuerdo. Hoy es difícil encontrar en las calles bogotanas alguna referencia a hechos de violencia como es el caso de la toma del Palacio de Justicia por parte del M-19 el 6 de noviembre de 1985 y la consiguiente masacre de 11 magistrados en el intento por recuperar ese espacio por parte de la Fuerza pública, una represión indiscriminada que fue vista por millones de personas en directo a través de las pantallas televisivas y de la que quedan pocas huellas visibles. O en el caso de Medellín, donde hacia mediados de los años ´90 el narco transformó  la ciudad en un infierno, pocas son las evidencias que quedan de esos años en que la ciudad era territorio de los violentos. Para el visitante extranjero, acaso las palomas de Botero estalladas por un artefacto explosivo en el corazón de una plaza, y que ya son el emblema de la ciudad, ofician como único y mínimo testimonio de que allí algo pasó no hace demasiado tiempo.

Una mezcla de amnesia como garantía de sobrevivencia, pero también el miedo asociado a la impunidad, ha hecho que la memoria de esta tragedia sea portada en el recuerdo de manera casi exclusiva por las víctimas o sus familiares directos, como si el drama colombiano sólo a ellos les perteneciera y no a toda una comunidad de más de cuarenta millones de habitantes.

“Cuando yo nací me encontré aquí con una guerra entre conservadores y liberales que arrasó con el campo y mató a millares. Hoy la guerra sigue aunque cambió de actores, es de todos contra todos y ya nadie sabe quién fue el que mató a quien. Ni sabe ni le importa…” dice el escritor Fernando Vallejo, condensando en pocas palabras una sensación compartida por millones de colombianos.

En ese “ya nadie sabe quién mató a quien” se cuece una parte nada menor de un drama – en este punto muy similar a lo que ocurrió en Perú durante los años de apogeo de Sendero Luminoso-  en el que, en muchos casos, víctimas y victimarios entrecruzaron roles, como lo fueron miles de adolescentes reclutados por la fuerza, tanto por la guerrilla como por el paramilitarismo, obligados a cometer actos aberrantes, transformándose así, contra su propia voluntad, en asesinos.

Narrar la masacre

Frente a la dimensión de este verdadero derrumbe prolongado en el tiempo, los artistas colombianos idearon diversas formas de hacer visible lo que tantas veces parecía condenado a ser devorado por la indiferencia y el olvido. El caso de las Tejedoras de Mampuján es uno de ellos: mujeres que luego de las masacres se empeñaron en construir un archivo visual del impacto de esas atrocidades perpetradas sobre sus comunidades, diseñando tapices que tienen hoy el valor de poder ser apreciados como poderosos testimonios. O el de artistas visuales como Beatriz González y su instalación de una serie de columbarios fúnebres sobre las paredes de los nichos  del Cementerio central de Bogotá, o Doris Salcedo, referente de una de las propuestas estéticas que abordan el conflicto y que ha alcanzado uno de los mayores reconocimientos críticos en la escena internacional.

En esa línea que desafía la representación de lo que algunos califican como lo inenarrable se ubica la producción de Erika Diettes, una de cuyas obras se expuso por primera vez en la Argentina en el Centro Cultural Haroldo Conti, en el marco del Seminario Internacional sobre Archivos y Derechos Humanos organizado por el Centro Internacional para la promoción de los Derechos Humanos dependiente de UNESCO.

Su obra Relicarios es una gigantesca instalación de pequeños contenedores de 30 x 30 cm y 12 cm de espesor, construidos con un material similar a la resina,  en cuyo interior se resguardan objetos pertenecientes a las víctimas del conflicto, obra que encuentra un fuerte antecedente en Aguas abajo, otra de sus instalaciones,  en la que Diettes buscó narrar la historia de los objetos y los cuerpos “arrojados” a las aguas de los ríos colombianos, cursos fluviales que han oficiado desde hace años como inmensos vertederos de lo que “sobra” en esta guerra, no otra cosa que el cuerpo mismo de los contendientes a los que la sevicia desplegada en el asesinato no les ha permitido encontrar el justo lugar para una mínima  sepultura que lleve su nombre.

El proceso de construcción de Relicarios no puede ser definido como una mera tarea de recolección; cada objeto incorporado a la obra ha llegado hasta allí luego de un largo recorrido que ha implicado diferentes etapas: viaje a los territorios donde han ocurrido las masacres, búsqueda de los familiares de las víctimas, diálogos prolongados con ellas en los que se van acordando los términos de la “entrega” de una prenda o de un objeto que perteneció al ser querido. De ese modo, el lento “armado” de la colección fúnebre implica el despliegue de un ceremonial en el que los familiares o allegados a las víctimas comienzan, en muchos casos, a hacer por primera vez, un duelo postergado. Frente a la negación de la barbarie, en medio de contextos en los que el miedo impone el mandato del silencio y el recogimiento, el encuentro con la artista ha oficiado muchas veces como un catalizador del dolor acumulado.

La mayor parte de la obra de Diettes dialoga intensamente con lo sagrado, de allí que los espacios donde elige, en la mayoría de los casos, alojar sus producciones, sean tantas veces las iglesias. Así fue presentada esta obra y otra anterior a Río abajo llamada Sudarios en el que los rostros de las mujeres víctimas del conflicto imponen la expresión más aguda de su dolor sobre la superficie de grandes piezas de telas colgantes,  como si fueran Magdalenas contemporáneas.

Hasta aquí una descripción somera o un recorrido a vuelo de pájaro sobre su producción que no agota, en absoluto, la riqueza de su búsqueda o de su mensaje para una comunidad como la colombiana que vive, desde hace décadas, sus muertes violentas como instancias limitadas para la posibilidad del duelo: en un país donde la impunidad del crimen no da tregua, llorar públicamente  la muerte de los seres queridos es un desafío que implica riesgos.

Hay un aspecto de su obra, pero en especial de Relicarios, que merece ser destacado y que podríamos calificar como nada menor. Si uno observa con atención, las cajas de acrílicos, no mencionan nominalmente a quiénes evocan. No se sabe a quién pertenecen esas prendas y esos objetos. Se intuye que a niños, que a mujeres, que a hombres de mediana edad, solo  eso; y esto responde a varias razones: una que es de clara protección o cuidado de la identidad de los dadores de objetos: la guerra continúa y la amenaza de venganza sobre la vida de los sobrevivientes por atreverse a evocar a los muertos no pertenece al mundo de la imaginación, sino que fatídicamente es una certeza. La otra razón, hunde sus motivos en la dimensión profundamente  humana de la obra: para Diettes, la guerra o el conflicto armado en Colombia, no solo no reconoce vencedores ni vencidos, sino que para ella  todos, absolutamente todos los actores de la guerra, han sido y son manchados por la brutalidad de la violencia y merecen ser evocados o traídos a la memoria.

Las camisas, los encendedores, los pantalones, los collares, las pulseras, pueden pertenecer a cualquiera de los actores del conflicto que uno pueda imaginarse, tanto perpetrador como víctima, tanto hijo o hermano de guerrillero como soldado de la fuerza pública que entró junto a su tropa con el mandato de “pacificar” el territorio. Son objetos que pertenecen a muertos que nunca debieron morir y cuyas vidas esa guerra se ha deglutido en el más profundo espesor del olvido. En este sentido, y a diferencia de tantas obras de artistas contemporáneos que abordan la crueldad desplegada en el contexto de conflictos armados que han tenido lugar en el continente y en cuyas producciones se privilegia ya una dimensión genealógica militante o épica de las víctimas evocadas, la propuesta de Diettes amplía generosamente el campo del recuerdo generando una idea de “hermandad” en la desgracia de esos muertos. Allí es la nuda vida vulnerada lo que emerge y al ver los relicarios no hay otra razón de condena que aquella que apunta hacia la miserabilidad de la guerra.

Lejos de cualquier pretensión de homologación simple de responsabilidad frente a la violencia, en la obra de Diettes se visualiza una irrefutable empatía de rechazo a las consecuencias que esta ha tenido para su propia comunidad de pertenencia. Diettes podría haber elegido, del inmenso conjunto de las víctimas, a unas por sobre otras, construyendo una reivindicación de orden jerárquico de muertos al poner su mirada y dedicar el rescate de la memoria amenazada solo de un grupo en particular; pero la opción de no diferenciar orígenes y pertenencias quiebra cualquier intención de interpretación binaria. Hay allí el afán de construir un “nosotros” inclusivo que al ser enunciado de ese modo obstruye la posibilidad de que se pueda enunciar al mismo tiempo, un “ellos” excluyente que impida su integración al recuerdo.

En Vidas lloradas, Judith Butler se pregunta “¿Soy responsable de todos los demás o solo de algunos, y sobre qué base trazaría yo esa línea? (…) ¿Quién se incluye en el ’nosotros’ que yo parezco ser o del que parezco formar parte? Y ¿de qué nosotros finalmente soy responsable? Lo que equivale a preguntar: ¿a qué nosotros pertenezco?(…) ¿Cuál es nuestra responsabilidad hacia quienes no conocemos, hacia quienes parecen poner a prueba nuestro sentido de pertenecer o desafiar las normas del parecido al uso (…)?. Tal vez dicha responsabilidad solo pueda empezar a realizarse mediante una reflexión crítica sobre esas normas excluyentes por las que están constituidos determinados campos de reconocibilidad, unos campos que son implícitamente invocados cuando por reflejo cultural guardamos luto por unas vidas y reaccionamos con frialdad ante la pérdida de otras”.

La reflexión de Butler puede ser entendida como una invitación a no dejar afuera a nadie de la familia humana, es decir, no solo a pensar que los otros, por el solo hecho de pertenecer a la misma especie, participan junto a nosotros de esta existencia, sino que además la frialdad ante la pérdida de esos otros, al obliterar su recuerdo, no hace más que desmerecer o minimizar las razones por las que ya no están a nuestro lado. Como si fuera tarea de otros evocar su existencia, como si a cada cual le correspondiera llevar su propia lista de muertos y ausentes.

Me atrevo a decir que esta  dirección del pensamiento acaso pudiera ser puesta en cuestión para otros casos de violencia que han tenido y siguen teniendo lugar en el mundo, pero en el caso colombiano alcanza una significación que merece ser tenida en cuenta: en la larga guerra que ha tenido y tiene lugar Colombia existen, en una inmensa mayoría de casos, claras responsabilidades frente al crimen cometido, pero en otros, esa clara línea divisoria pierde sus contornos, se desvanece, y lo único que queda es la posibilidad de asumir la amplia dimensión de ese dolor en la evocación de un sentido de humanidad integral.

La obra de Diettes se aleja de cualquier riesgo de ser interpretada como una visión de simple reconciliación en la inmensa necrópolis que ha construido esa tragedia. Por el contrario, obliga a preguntarnos, por el lugar de los muertos, de los propios muertos, los que tienen nombre y los que no,  pero también de los otros muertos, aquellos a quienes tal vez por sus opciones y conductas despreciamos, pero que pertenecen, más allá de nuestra voluntad o juicio, a la inmensa y compleja trama de la humanidad vulnerada. Reconocerlos como pertenecientes a ese locus común llamado Humanidad y no como extraños o extranjeros a ese espacio, es acaso el primer paso que podamos dar para poder entender y no solo lamentar la lógica que hizo posible la serie de derrumbes de la que venimos.