En esta columna Rubén Chababo reflexiona acerca de la vida y el legado de Pablo Milanés en ocasión de su muerte. Pablo Milanés fue uno de los músicos más destacados del movimiento conocido como Trova cubana, movimiento musical que acompañó con sus creaciones al proceso revolucionario iniciado en 1959.
Milanés vivió sus últimos años fuera de Cuba, enunciando en no pocas oportunidades, y a partir de los años 90, su desencanto y su desacuerdo con la deriva de la Revolución.
¿Quién resistirá, quién sabe la distancia que hay, entre Babilonia y El Dorado aquél…? se preguntaba Pablo Milanés en una de sus composiciones más bellas escrita hacia mediados de los 90. Cada cual podrá poner en el lugar de Babilonia y El Dorado los nombres que desee o imagine, pero hoy, pasado el tiempo, y leyendo en perspectiva, podemos decir que allí, lo que se nombraba, no era otra cosa que el hiato inmenso, la distancia infinita que en su alma y en la de tantos restaba aún por recorrer para el cumplimiento de una Utopía que iba en proceso de esfumarse.
En aquellos años 90, Pablo Milanés comenzaba a enunciar su desencanto político con los hacedores de la Revolución como nunca antes lo había hecho. Lo hacía casi susurrando, pero lo hacía. Era el mismo Pablo que guardaba en su memoria la humillación de haber sido arrojado como desecho a un campo de concentración en Camagüey, a una de esas letrinas para el disciplinamiento ciudadano atestadas de indeseables y construidas por el régimen para cumplir con el sueño de una isla habitada solo por hombres nuevos. Pero su memoria era tan generosa que le permitía darle lugar a un olvido piadoso en pos de salvar de la condena al sueño nacido en 1959. Ya vendría el tiempo del justo recordar, porque al perdón lo esperó, como decenas de miles de otros encarcelados, pero el perdón nunca llegó. Al fin y al cabo ¿qué dictadura ha pedido alguna vez disculpas por torturar?
Pablo Milanés era aquel que podía cantar Aquí me quedo y al mismo tiempo decir sin ambages que le dolía el destierro de sus amigos más cercanos; pero lo cierto es que las grandes multitudes, en general, solo tenían oídos para sus temas nostálgicamente victoriosos, no para atender a ninguna enunciación del lamento por la pérdida del reino arrebatado.
“Me considero con derecho a amar la Revolución y a no amar a los hombres que la hicieron” decía en una entrevista en 1999. Toda una declaración cargada de valentía en un país dominado por un aparato represivo sostenido en una ideología de sumisión a los liderazgos, un país donde el mínimo atisbo de disidencia se pagaba, igual que en este presente, con la censura, la cárcel, la tortura o el exilio.
En esa misma isla tapizada de rostros que exaltaban a los jóvenes bajados de la Sierra Maestra, alguna vez le preguntaron a quién admiraba y él no dudó en responder que el ejemplo de revolucionario más grande que había conocido en América latina era el uruguayo José Mujica, alguien que a pesar de haber sido encarcelado y vejado por la dictadura militar de su país había logrado, sin rencor, “crear un Estado libre, soberano, no dependiente y próspero”. Todo un posicionamiento dicho a los oídos de los burócratas insulares, que se levantan por la mañana saludando la imagen de Fidel Castro y se van a dormir haciéndole la venia a la memoria de Camilo Cienfuegos y el Che Guevara. “No me gustan los generales ni los ministros, y a mi casa acuden casi siempre marginales, que me gustan mucho más”, decía.
Milanés podía declarar sin ambages que el Imperio era salvaje, criminal y destructor de vidas y proyectos, sin que ello le restara un mínimo respeto cuando hacia sonar su música en Miami o Nueva York. Como bien lo expresó el cronista Carlos Manuel Alvarez en los días posteriores al último recital que brindó en Manhattan a finales del 2021, “el juicio del estalinismo neoliberal cubano, que cae angustiosamente sobre cualquiera, no lo alcanzó y, si lo alcanzó, no logró cancelarlo nunca”.
Amaba a Martí. La confirmación está en los acordes que logró sacarle a los Versos sencillos. Sus composiciones más bellas se anudan a esa poética fundante de la literatura y la lengua española del siglo XIX. Y lo más sobresaliente: supo despojar al prócer de esa dureza verde olivo militante con que la dictadura castrista se tiñó su breve vida bella.
Algunos no pueden dejar de asociarlo a su histórico par generacional de la histórica trova, pero él era, por lejos, sensible y éticamente, otra cosa. Un mulato antiguamente humillado al que siempre le gustaba recordar que no hay nada por encima de nuestra cabeza que merezca ser saludado con reverencia más que el sol cuando hace el milagro de salir tras el horizonte cada mañana.
Su última batalla la dio en un hospital de Madrid, lejos de la ciudad y del mar que lo vieron crecer.
Cuando se anunció su muerte, las autoridades cubanas le dedicaron un sentido homenaje, como si él, Pablo, no hubiera dicho nunca nada acerca de lo que ellos hicieron con su sueño rebelde, como si ellos no fueran responsables de que su muerte tuviera lugar en la distancia.
Lo llora el exilio.
Lo lloran los encarcelados. Lo lloran las madres y los padres de los ahogados en el mar.
Lo lloran en Matanzas, en Sagua La Grande y en Batabanó, en medio de las casas en ruina, en medio de la oscuridad y el calor del trópico que asfixia.
Lo lloran el burócrata y el guardiacárcel que ahora no saben qué hacer con la memoria de cuando eran jóvenes y cantaban para sus novias Yolanda, sin imaginar que habrían de convertirse en los hombres grises que hoy son.
Lo lloran los enloquecidos por esta pesadilla que lleva décadas y que no cesa.
Lo lloran hasta los que no lo conocieron.
Es inmensa la orfandad que su muerte ha dejado en este lado del mundo.
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