Un debate se ha abierto sobre el legado del consenso del Nunca Más y sobre la relación y entre política y derechos humanos. Hugo Vezzetti reflexiona sobre las dimensiones ética y política de ese legado y sobre el dilema que enfrenta en el encuentro con la política de trincheras.
Vuelvo sobre la discusión abierta acerca del alcance de los derechos humanos por los artículos de Hernán Charosky y de Paula Litvachky y Ximena Tordini.
Ante todo, que la vigencia de los derechos fundamentales no alcanza a todos es algo obvio. La cuestión es si el discurso, la cultura o el “paradigma”, de los derechos humanos se proyecta, como objetivo, a una dimensión que abarca a todos, sin distinciones. Creo que es el núcleo sustantivo que puede fundar el proyecto de una acción por los derechos humanos.
Comienzo por algunas ideas básicas, dos sobre todo, que surgen de una experiencia plasmada en una historia, y en una configuración de discursos y valores.
Primero, cualquiera sea su origen, las formas prácticas de la desigualdad, la discriminación y las violencias que configuran violaciones de los derechos humanos comprometen, por acción u omisión, a instituciones o agentes estatales. Y el punto de vista de los derechos humanos se propone vigilar, controlar si se quiere, dispositivos estatales. No sólo las fuerzas de seguridad, las burocracias políticas, de la justicia, el espionaje, sino también las violaciones que se prolongan desde el aparato estatal hacia redes paraestatales que involucran a diversas dirigencia, empresarias o sindicales, por ejemplo. Todo esto es bien conocido en la experiencia argentina.
Si se trata de intervenir sobre el Estado y su gestión, es claro que hay una relación directa con la política, con los proyectos, pero también con el barro de las luchas políticas. Es un tema mencionado en el artículo de Litvachky y Tordini, quienes integran el CELS y por lo tanto, seguramente tienen experiencia en la materia.
Esa relación, entre el programa de los derechos humanos y el campo político, ha sido central en los debates y en la historia, en la Argentina y en el mundo. En las organizaciones que me gusta tomar como ejemplo, quienes comparten el compromiso por los derechos humanos no renuncian a la política. En todo caso, se sostienen en un pacto básico acerca de los derechos, libertades o garantías que deben ser respetados sin condiciones ni excepciones; fuera de eso, pueden disentir acerca de las causas “estructurales” de lo que denuncian. Pueden disentir acerca de si se trata de derrumbar al Estado o reforzarlo, de suprimir el capitalismo o hacerlo más humano, de terminar con el patriarcado o seguir las enseñanzas de la Iglesia. O sea, para decirlo en términos de filiaciones o tradiciones políticas, pueden coincidir socialistas, comunistas, liberales, radicales, peronistas o cristianos, sin que nadie renuncie a su militancia o su ideología.
Eso fue el Nunca Más, si queremos hacer historia y plasmar en la experiencia argentina una forma práctica de ese pacto. Y hoy se trata de discutir sobre la vigencia de ese contrato: ¿el compromiso de un “nunca más” a la prepotencia de la fuerza pública, la coartación de libertades, la desigualdad en el acceso a la justicia…, debe estar vigente por igual en Formosa que en la ciudad de Buenos Aires? Ese es el punto. Y está claro que no es así para el Secretario de Derechos Humanos, Horacio Pietragalla. Las razones las ha expuesto muy bien Roy Hora: los controles sobre derechos y garantías no pueden provenir de funcionarios designados por el Ejecutivo, invariablemente alineados con el gobierno del que dependen.
La Secretaría (y esto no empezó con este gobierno, sacando los delitos del pasado) funciona sobre todo como un organismo destinado a cuidar las espaldas del ejecutivo y sus aliados.
O sea, los derechos se miden según la conveniencia del poder de turno. No hace falta decirlo, esa forma de la subordinación de los derechos a la política es más vieja que Matusalén. El problema es que justamente contra eso se ha desarrollado en el mundo un movimiento y organizaciones de defensa de los derechos humanos. Lo más preocupante es que las dirigentes del CELS parecen argumentar en el sentido opuesto a ese movimiento: el cálculo o el objetivo político, que hoy no se separa de la alineación con el oficialismo nacional, subordina la mirada sobre los derechos humanos.
La segunda constatación deriva de la anterior. La cultura de los derechos humanos se ha edificado a partir de un principio de autonomía respecto del poder, sea del Estado, sea de un partido o una facción. También es un tema viejo para quienes tenemos alguna experiencia, o conocimiento, en la militancia de izquierda: el carácter “táctico” de las luchas en el frente de los derechos y las garantías. Eso empezó bastante antes de los años setenta. En el tiempo de las luchas antifascistas el enemigo común favorecía la coincidencia de comunistas, socialistas, liberales, independientes.. Nada más fácil que denunciar a Mussolini o a Franco. El problema, es decir, el rostro crudo de la política, surgía cuando se trataba de denunciar los crímenes del estado soviético.
Una las enseñanzas, la más decisiva a mi entender, de las consecuencias del Holocausto y, más en general, de la denuncia de los genocidios del siglo XX, es la idea de que hay crímenes contra la humanidad. No importa si se ejercen sobre comunistas, judíos o cristianos, incluso si afectan a los que no piensan como uno o a los enemigos. Ese es la base fundamental de la exigencia de autonomía para juzgar esas violaciones. El compromiso con una visión sustantiva de los derechos humanos se pone a prueba justamente cuando se enfrenta ya no con las violencias sufridas por el propio grupo (que son muy fáciles de denunciar) sino con las producidas o toleradas por él.
Esa enseñanza funda un principio de alteridad como sustento de una ética de los derechos en general y de los derechos humanos en particular. La prueba mayor en la defensa de los derechos concierne justamente a los derechos de los “otros”. Es el principio, por ejemplo, que sostenía la acción de algunos comunistas, sobrevivientes de Buchenwald que, a partir de esa experiencia, se animaron a denunciar el Gulag soviético. Y recibieron el desprecio y las infamias de sus camaradas. Es claro que no renunciaban a la lucha política, ni al comunismo, simplemente pensaban que denunciar los crímenes del estalinismo formaba parte de su lucha por una sociedad más justa y con más libertades.
Veamos entonces, ya que el problema está planteado, qué entender por “lucha política” en una acción colectiva que busque defender y promover los derechos humanos. Una de las consecuencias más nefastas de la reducción de la política a un enfrentamiento de trincheras (eso que se llama la “grieta”) es que hay discusiones y disensos que quedan aplastadas detrás de la pretensión de unanimidad. En efecto, si la lucha política es concebida según el modelo de las trincheras, los que violan los derechos siempre son los “otros”, los enemigos, más peligrosos hoy, cuanto vivimos un tiempo electoral asimilado a una batalla decisiva.
Consiguientemente, una organización militante (en el “frente” de los derechos humanos o en cualquier otro) se concibe como una tropa siempre guiada por el objetivo de la victoria final. Todo esto ya lo sufrimos y creíamos, ¡ay!, que en la sociedad argentina, en sus dirigencias e intelectuales, en sus instituciones y, sobre todo en los organismos de derechos humanos, se había construido cierta deliberación y consenso para dejar atrás las formas más rústicas del izquierdismo combativo. Lo más novedoso en el artículo de las dirigentes del CELS, leído a la luz de la historia de los derechos humanos en la posdictadura, es el retorno de un viejo postulado: “la política en el puesto de mando”. Y la política, creo entender, es la que conviene tácticamente a un momento de esa lucha que hoy enfrenta a un enemigo, la “derecha”, encarnado en quienes denuncian los abusos en Formosa, por ejemplo.
Pero si se trata de la lucha política, ¿por qué seguir hablando de derechos humanos? Hebe de Bonafini, hay que recordarlo, ya lo había dicho y fue mucho más clara: «Somos una organización política y nuestro partido es el kirchnerismo».
Hablemos, entonces, de política. ¿Desde cuándo la acción política significa unanimismo y un acatamiento que suprime la crítica? Se puede entender en la burocracias, en los funcionarios y los enchufados en el poder. Pero la política también se despliega en la deliberación y la discusión, incluso dentro del propio grupo. Esa relación con las ideas, el conocimiento, la investigación, también forma parte del legado de las izquierdas. (No sólo el Gulag, el partido totalitario o el liderazgo autocrático forman parte de ese legado). Hubo un tiempo, no tan lejano, en el que la cuestión de los derechos humanos y el legado vigente del Nunca más habilitaban la discusión, aun entre quienes apoyaban el gobierno de Cristina Kirchner. Pasó con los efectos del caso Milani entre intelectuales y militantes peronistas. (Claudia Hilb lo investigó en ¿Por qué no pasan los 70?, Buenos Aires, Siglo veintiuno editores, 2018.) No todos acataron, hubo distintas voces y algunos, como Horacio González, expusieron su disidencia.
Hoy, al parecer, en ese círculo, se ha estrechado el margen de lo que puede ser discutido. Vuelvo a la situación en Formosa, que estuvo en el comienzo de este intercambio. El problema para mí, puede plantearse así. ¿Hay peronistas, intelectuales o militantes, que apoyan a este gobierno, dispuestos a juzgar los derechos de los ciudadanos de Formosa, o de la comunidad quom en el Chaco, con una óptica que privilegie los derechos más allá del cálculo político, la conveniencia inmediata, o la pregunta mezquina acerca de quién resulta favorecido con las denuncias? No todo es lucha política, aunque una ética de los derechos es política en el sentido más eminente.
[Publicado originalmente en elDiarioAR, 19 de febrero de 2021]
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