Desencadenadas por el descontento estudiantil ante el aumento del precio del pasaje de metro, las protestas que comenzaron en Chile el pasado 6 de octubre se convirtieron en un fenómeno masivo, desprovisto de liderazgos nítidos y al margen de los partidos políticos. Mucho se discutió desde entonces acerca de la naturaleza de esa protestas que dan forma al “reventón social chileno”: ¿expresaban las demandas insatisfechas de las “nuevas clases medias”? ¿O eran resultado, como señala el autor de esta nota, de un descontento más profundo, no ya surgido de las dificultades de acceso a bienes y servicios como la educación y la salud, sino motivado en el rechazo de una estructura social rígida, de los abusos de las clases dirigentes, de la modernización capitalista oligárquica? Ofrecemos aquí el análisis de Ricardo Brodsky, ex director ejecutivo del Museo de la Memoria y de los Derechos Humanos de Santiago, es director del Museo Benjamín Vicuña Mackenna y autor de numerosas obras sobre temas políticos, de derechos humanos y de minorías étnicas.

¿Cómo pasó?

Todo empezó un 6 de octubre cuando un panel de expertos a cargo de fijar las tarifas del transporte público en Santiago – una cosa muy tecnocrática que se hace a partir de un cálculo de la evolución de los precios de diferentes factores, como el petróleo diesel, el IPC, el dólar, el costo de la mano de obra y el índice promedio de productos importados del sector industrial, prescindiendo ingenuamente de los efectos políticos de estas alzas- estableció un aumento de 30 pesos, desde 800 a 830, en el pasaje del Metro.

A pesar de que el pasaje escolar no fue modificado, un grupo de estudiantes secundarios inició una movilización de protesta consistente en evadir el pago en las estaciones ingresando a ellas masivamente. Tras tres días en los que este ejemplo empezó a ser imitado por más grupos y en que la fuerza policial intentaba inútilmente poner orden, las manifestaciones adquirieron otro tono: empezó ya no sólo una evasión de escolares, sino además, con participación de adultos, una destrucción de equipamiento de las estaciones del Metro y un boicot al funcionamiento de los trenes a través del lanzamiento de objetos en las vías y la instalación de chicas en la plataforma con sus piernas colgando hacia los rieles.

«Still Life of Fish and Blue Bottle», Vasili Rozhdestvensky (acuarela, c. 1920)

Así llegamos al viernes 18 de octubre, día en que se produjeron manifestaciones más amplias y una asonada violenta con más de 90 eventos graves y simultáneos, tales como la destrucción e incendio de estaciones del metro, incendios de edificios corporativos, asaltos y saqueos de supermercados, destrucción de mobiliario público. La violencia se incrementaría en los días posteriores llegando a un peack de 350 hechos graves en todo el país el día domingo 20. En ese escenario, el gobierno al ver a Carabineros sobrepasado, decretó el Estado de Emergencia en prácticamente todas las regiones del país entregando el control del orden público al Ejército y la Marina, lo que desató una amplia reacción en contrario ya que si bien ese estado de excepción el gobierno de Michelle Bachelet lo había decretado a raíz del terremoto y maremoto del 2010, nunca en democracia se había invocado para contener un conflicto social o político. También, por cierto, empezó a funcionar la memoria traumatizada de la presencia militar en las calles durante la dictadura de Pinochet.

Se empezó a desarrollar entonces una amplia movilización de sectores medios, mujeres, estudiantes, profesionales del área de servicios y trabajadores del sector público, que desafió al Estado de Emergencia desobedeciendo las prohibiciones de manifestarse y el toque de queda, mientras los saqueos continuaban y se extendían por el país. Con un saldo de 20 muertos, 5 de los cuales se atribuyen a las fuerzas armadas o policiales, la crisis parecía escalar. El 25 de octubre, convocados a través de las redes sociales, sin liderazgos ni vocerías claras, expresando centenares de demandas e insatisfacciones, se reúnen alegremente en las calles de Santiago cerca de un millón doscientas mil personas, en la mayor manifestación de la historia en Chile.

El gobierno, con una conducta pendular que va desde declarar la guerra hasta pedir perdón, empieza a entender que está ante un problema que no se puede reducir al orden público y levanta una Agenda Social con medidas que buscan hacer un poco más generosa su oferta original (aunque sólo representa un aumento del 0,4% del presupuesto 2020), las que unánimemente son consideradas insuficientes. Además, asume que debe pagar un costo político y Piñera anuncia un cambio de gabinete que afecta al ministro del Interior y al de Hacienda, los dos principales de su gestión, imponiendo personas más jóvenes y dialogantes.  El movimiento social lee esto como una  nueva pero aún muy insuficiente victoria. Los partidos del Frente Amplio y Comunista acusan constitucionalmente al ministro del Interior saliente y amenazan con una inédita acusación contra el presidente de la República.

Siguen las movilizaciones diarias sumándose cada día nuevas regiones y nuevos sectores con sus propias demandas; siguen también los actos violentos llegando a contabilizarse 1.436 desde el 18 de octubre al 4 de noviembre. Empieza a quedar claro que si bien los manifestantes no practican la violencia, tienen una actitud comprensiva hacia los jóvenes y no tan jóvenes que la practican y prefieren acusar a las fuerzas policiales de graves y reiteradas violaciones a los derechos humanos, las que se expresan en cerca de dos mil detenidos, más de doscientos heridos por impacto de perdigones o balines de goma e incluso casos de violaciones y violencia sexual contra las mujeres manifestantes. El gobierno, buscando acoger las denuncias, solicita a Michelle Bachelet que envíe una misión de observación de NNUU, lo mismo hace con Human Rights Watch. En el país, el Instituto de Derechos Humanos, una organización pública autónoma, instala denuncias ante los tribunales de justicia, el Ministerio Público hace lo suyo y los jueces de garantía lo propio, dejando a la fecha unos 15.000 detenidos por disturbios, de los cuales cerca de 800 han sido procesados, y una decena de oficiales y carabineros sometidos a proceso. Hay violencia y graves violaciones de los derechos humanos, pero al menos en democracia las instituciones funcionan.

El Gobierno cede el punto de que es necesario redactar una nueva Constitución, poniendo término a treinta años de reformas parciales y la cerrazón por parte de la derecha. El problema pasa a ser el mecanismo para hacerlo. Piñera propone que sea el Congreso constituido como poder constituyente. Los partidos de oposición quieren una Asamblea Constituyente. Entre medio se habla de una Convención Constituyente conformada por parlamentarios y personas elegidas por votación. Sin embargo, en esos mismos días en que se discute esto, el 12 de noviembre se desarrolla una de las más violentas jornadas a raíz de la convocatoria a un Paro Nacional por parte de organizaciones sindicales. Piñera piensa imponer nuevamente el Estado de Emergencia pero esta vez será más en serio: los militares no parecen estar disponibles para que los manifestantes desconozcan nuevamente su autoridad en las calles. Finalmente, decide dar una nueva oportunidad al diálogo con la oposición en busca de una salida política.

Los partidos políticos de oposición y gobierno acumulan un fuerte desprestigio y una enorme falta de credibilidad: son parte del problema. De hecho, una de las demandas más populares es rebajar la dieta de los parlamentarios. Por otro lado, la popularidad del presidente cae al 13%, las personas que se manifiestan a través de encuestas consideran que el gobierno debe abordar como primera prioridad las pensiones y la salud. También el 80% dice estar de acuerdo con la necesidad de una nueva Constitución. El gobierno retrocede en sus proyectos originales, que estaban trabados en el congreso nacional de mayoría opositora, y asume gran parte de los predicados de la oposición en relación a la reforma del sistema de pensiones y la reforma tributaria. Sin embargo, no logra detener las movilizaciones ni controlar el orden público, el que comienza a ser un problema sin control, dejando ver la acción de grupos organizados inspirados en la destrucción de lo público: se queman estaciones del metro, autobuses, iglesias, sedes de partidos políticos, sedes de gobierno en regiones, hoteles, restaurantes y un largo etcétera. Crecientemente, ante la incapacidad de carabineros, empiezan a surgir agrupaciones de vecinos que deciden proteger sus barrios y bienes ellos mismos produciéndose los primeros enfrentamientos entre chilenos. Los manifestantes encapuchados empiezan a imponer sus reglas en las calles: obligan a bailar en la calle a los automovilistas en medio de la burla de una muchedumbre.

¿Por qué pasó todo esto?

Todos estamos muy confundidos. Pasamos de ser el país ejemplar en la región a desnudar graves desigualdades y una poderosa frustración y rabia contendida en la población. Hay muchas explicaciones e interpretaciones circulando en el país. Me atrevería a apuntar algunas de ellas:

  • No es casual que esta explosión social se produzca justamente cuando está jubilándose la primera generación de las AFP [NdE: Administradoras de Fondos de Pensiones], miles de personas que se han encontrando de pronto con una realidad que los empuja a la pobreza.
  • La gente está cansada de los abusos: abusos empresariales que encarecen los remedios y se coluden para controlar precios ficticiamente altos; abusos del mundo político que se sube los sueldos y abraza privilegios sin control; abusos producto de la desigualdad y de la provocadora ostentación de riqueza por parte de una minoría que concentra el poder económico y político.
  • El rencor contra una modernización capitalista oligárquica. Chile ha crecido y la pobreza ha disminuido ostensiblemente. Sin embargo, para muchos, el progreso no llegará y lo saben. Lo saben porque viven en comunas maltratadas y adjetivadas, porque su educación es de mala calidad, porque en Chile sigue siendo más importante la cuna que el mérito, porque el poder y el dinero siguen muy mal repartidos. Quizás por eso algunos manifestantes destruyen los símbolos del Estado, de la publicidad y de las empresas abusivas. Algunos lo harán espontáneamente dando rienda suelta a una ira irracional, pero otros lo hacen con alevosía y perfecta organización.
  • La memoria traumática. La presencia de militares en las calles y el uso de escopetas antidisturbios por parte de carabineros despertó los viejos fantasmas de la dictadura y las violaciones de los derechos humanos. Para las nuevas generaciones, muchos de ellos nostálgicos de una causa épica, esta fue la oportunidad para mostrar que, a diferencia de sus padres y abuelos, no tenían miedo. La violenta represión despertó la causa de los derechos humanos revitalizando a colectivos que parecían estar en retirada y reinstalando las visiones maniqueas y las asimilaciones abusivas: Piñera sería Pinochet y, nuestra democracia, una dictadura disfrazada.
  • Las redes sociales. Han sido la vía para que los manifestantes se autoconvoquen día a día, para expandir rumores y noticias falsas, para que cada uno siga creyendo lo que quiera creer y siga dando rienda suelta a una emotividad que no acepta razones, que día a día va encarajinándose, volviéndose más agresiva e insultante.

La suma de todos estos males ha llevado a una especie de estado de asamblea social, con manifestaciones diarias y cabildos ya por casi un mes, con una violencia desatada y aceptada por los manifestantes que han creído aprender que así es como se harán escuchar, con una creciente radicalización política que se expande ante la vista de un gobierno que no atina a tomar la iniciativa en forma convincente.

Entre tanto, millones de chilenos de clase media baja sufren diariamente la destrucción de sus ciudades, de sus pequeñas y medianas empresas, de sus sistemas de transporte, de sus plazas y calles, de sus barrios y paredes. Empiezan a sentir temor y a organizarse, y bien sabemos que el miedo es un poderoso combustible para los liderazgos autoritarios que amenazan la democracia.

¿En qué termina todo esto? Esta suma y variedad de demandas y frustraciones que estallaron en el país, podrían condensarse en la demanda por una nueva Constitución o un nuevo Pacto Social. Habrá tensiones para determinar el camino o el mecanismo que permita llegar a ello, pero parece ser la única solución política a la crisis, además, por cierto, de urgentes medidas en el ámbito social que repongan la idea de pensiones dignas, de mejor acceso a la salud, de equidad territorial, de reconocimiento a los pueblos originarios, de educación de calidad para todos, de superación de la corrupción y de las desigualdades que corrompen a nuestra sociedad. En definitiva, la solución es paradójica: que un gobierno de la derecha haga lo que la centroizquierda no pudo hacer.

Presionado por la movilización ciudadana y la necesidad de poner término y aislar a los actores de los hechos de violencia, el acuerdo adoptado por todos los partidos políticos con representación parlamentaria -salvo el Partido comunista- de realizar un plebiscito para enterrar la Constitucón del 80 (y someter a la decisión del pueblo si la Convención Constituyente será 100% electa por los ciudadanos o podrán participar en ella los parlamentarios), sería un hecho histórico que podría salvar al país de una crisis institucional, abriendo un nuevo camino para la democracia chilena.

Ricardo Brodsky

13/11/2019