A pocos meses de la asunción de Gustavo Petro a la presidencia de Colombia, el historiador y ex Director del Centro Nacional de Memoria Histórica analiza el carácter transicional que supone haber dejado atrás los cuatro años de gobierno bajo el signo de la derecha en la figura de Iván Duque y el ingreso a una nueva configuración ideológica de carácter progresista. El análisis de Sánchez echa luz sobre las zonas más frágiles o débiles de esta nueva administración al tiempo que destaca los avances alcanzados hasta ahora como son los impulsos a la transformación agraria, la reforma al sistema de salud; la reforma política; la reforma tributaria, la reforma educativa o la del sistema de pensiones, todos temas postergados por años en la sociedad colombiana. Sánchez deja abiertos interrogantes sobre el devenir de este nuevo tiempo político, que solo podrán ser respondidos cuando sea hora de evaluar una gestión que todos saben debe lidiar con situaciones nada sencillas como las de los Acuerdos de Paz, la violencia social y la modernización del país entre tantas otras.

Por Gonzalo Sánchez

Nota tomada del diario El Espectador

Por primera vez en décadas estamos atravesando un momento que genuinamente podemos llamar de transición, una transición dentro de la democracia. Y esto rompe paradigmas anquilosados, y a la vez introduce miedos al cambio. Difícilmente se asimila que la incertidumbre es parte de la vitalidad democrática, que se mueve entre lo necesario y lo posible, entre logros y desencantos. No es mi propósito controvertir las alertas de algunos escépticos, porque las encuentro a menudo válidas, aunque también extrapoladas. En muchas de ellas se advierte un cortoplacismo que poco ayuda a entender el momento.

Lo que quiero resaltar es que estamos frente a un haz de transiciones simultáneas que no se pueden cerrar de un día para otro. Vamos a ritmo de democracia, porque la correlación de fuerzas es ambivalente: el Progresismo, como alianza variopinta ganó las elecciones, pero el poder disperso sigue en buena medida en manos de las fuerzas más tradicionales.

Hay muchas razones en las anotaciones críticas a ciertos episodios y al estilo de gobierno, incluidas las patológicas de la impuntualidad o ausencia en eventos importantes. Pero los reparos a los efectos de superficie no dejan ver a menudo los cambios de fondo que están en marcha, a saber: cambios generacionales, sociales, culturales y políticos. Un escenario inédito.

En el plano del poder las limitaciones son desde luego considerables, y obligan a alianzas costosas y a menudo poco deseables con los contrapoderes. En contraste, en el ámbito ideológico, el discurso reformador del presidente es potente: Petro invitó a romper las inercias y puso a Colombia a hablar de grandes temas pendientes.

En primer lugar, el gobierno Petro recogió en campaña las banderas del estallido social que sintetizó y articuló exclusiones heredadas.

En muchos sentidos le dio voz a una nueva generación con angustia de futuro. Desde luego no se trata sólo de jóvenes educados abriéndose camino, sino también de jóvenes a los cuales la pandemia puso en condiciones de lucha, no por el ascenso social, sino por la sobrevivencia. Durante meses la mareada juvenil gritó nuevos temas, nuevas visiones de país y sociedad, e hizo ingentes esfuerzos para evitar ser suplantada, pues los jóvenes manifestantes no se sentían representados en los aparatos organizados, así se llamaran partidos, sindicatos, o asociaciones. Un descreimiento generalizado en las instituciones los atravesaba. Su vínculo no era con mediadores sociales institucionales o políticos, era directo con la calle. No son parte formal del gobierno, pero tácitamente lo apoyan a través de esa forma libertaria de expresión que se llama La Primera Línea.

El cambio no tiene solo expectativas generacionales. El cambio también tiene, en segundo lugar, expresiones culturales profundas. Pueblos afrodescendientes, indígenas, mujeres, y las diversidades sexuales esperan todavía la ruptura con políticas y prácticas de exclusión centenarias. Para ellos y ellas este es el momento, su momento. Sus expectativas solo las puede canalizar, al menos en principio, una democracia radical. Con una salvedad, son transformaciones que no toman días, o meses, sino décadas y décadas. Es apenas un comienzo, un comienzo al cual hay que darle tiempo, pero también hay que demandarle claridades en los procesos de implementación.

Sorprenden, a propósito, las persistentes prevenciones frente a la movilización de ciertos símbolos de la política nacional. El cambio se asocia en el discurso presidencial a figuras históricas del reformismo liberal, López Pumarejo y Gaitán, principalmente. Y quién dijo miedo: populismo, desestabilización, dictadura, ¡vociferaron las fuerzas del viejo país! La demanda de cambio, como también sucedió en nuestro cercano Chile, fue sustituida por la de seguridad. Y del “no sabemos a dónde nos llevan”, al “nos bajamos del tren”, hay un trecho muy corto. Aliados de los momentos inaugurales van tomando distancia, y pasan a las urgencias electorales. ¿Depuración de fuerzas o desmoronamiento del Progresismo?

Comiendo en el Cifré de Pablo Renzi

El punto tiene que ver, en tercer lugar, con una potencial renovación ideológica de la política colombiana. Una suma de corrientes contestatarias, tradicionalmente excluidas, se agrupa hoy en el Progresismo que tiene el inesperado reto de ser expresión política del primer gobierno de izquierda. En su seno se expresa un conglomerado que hace rato no cabe en los moldes habituales de la política colombiana, y que la vez se desmarca definitivamente de la lucha armada. El desafío mayor de este proyecto es lograr no ser visto como amenazante para un sector de la población, sino como representante de los intereses de toda la nación. Si así se plasmara convincentemente el remezón sería duradero. Como lo ha recordado el analista mejicano Silva Herzog, » el político no tranquiliza, trastorna el equilibrio para encontrar, en el conflicto, una terapia para el cuerpo social …el político complica las cosas para lograr un orden”. Un orden, un nuevo orden, es lo que puede estar también en gestación en Colombia.

En cuarto término, el motor del cambio para este gobierno es la promesa de completar la transición inconclusa de la guerra a la paz, el cambio más importante de nuestra generación retomado en los Acuerdos de la Habana. Nos acostumbramos a vivir en guerra y nos asusta la paz total, cualesquiera que sean sus posibilidades reales de éxito.

Como sea, para salir del laberinto la propia insurgencia tiene mucho que aportar. Una guerrilla proteiforme ha minado en efecto por décadas la capacidad crítica y transformadora de la izquierda y del país. No se trata de idealizar. La Paz Total no es en últimas un producto sino una ficción democrática, una ruta por caminar, un llamado a la ampliación de la conversación nacional y a la invención de metodologías y estrategias que la acerquen a lo posible.

En todo caso, la Paz Total presupone un sacudón institucional. ¿Cómo hacer entonces para que este país que se precia tanto de la estabilidad le abra las puertas al cambio?

Si algún mérito le cabe al gobierno Petro es haber puesto de un tajo en la esfera pública tareas de sociedad aplazadas por décadas: la transformación agraria; la reforma al sistema de salud; la reforma política; la reforma tributaria, la reforma educativa, la reforma pensional. Se trata de una transición incubada desde la Constitución del 91.

Al poner este paquete de temas en la esfera pública, Petro, como era de esperarse, “enciende las pasiones democráticas”. Con ello, más allá del resultado final, le habrá recordado a Colombia tareas inaplazables para su ingreso diferido a la modernidad política. Es un legado transformador que exige desde luego mayores niveles de concreción y una decidida voluntad dialogante y de escucha. Toda transición, si no es violenta, es negociada, incluso con las fuerzas resistentes al cambio. Por último, el gobierno Petro le marca a Colombia nuevos horizontes internacionales. Reclama en todos los foros rectificaciones al gobierno precedente, promoviendo la inserción aplazada de Colombia en las agendas multilaterales: las drogas, el cambio climático, la paz global, la búsqueda de nuevos aliados, incluso en la olvidada África. Del seguidismo tradicional se nos invita a ejercer un liderazgo inédito en la arena internacional.

Ya lo sabemos de vieja data: el país está acostumbrado a que nada se toca, salvo para demoler. No solo le teme a la revolución, le teme con igual encono a la reforma. Por eso el desasosiego frente a estos temas gruesos que, con solo enunciarlos, rompen la pereza centenaria a innovar. Son cinco campos en torno a los cuales se consolida el relato nacional del cambio. Me temo que el país no ha sido capaz de dimensionar los alcances de la mutación política en marcha, y vacila aún entre apoyar y bloquear. En lugar de mostrar alivio con estas válvulas de escape que se le ofrecen, parece no tolerar la carga de reformas que le asignó Petro. El principio de explicación tal vez radique en que dentro de nuestras habituales paradojas seguimos siendo a la vez una sociedad insumisa y conformista.

 

Imagen de nota: Comiendo en el Cifré
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