Publicado en el número de diciembre de 2015 de la Revista Criterio, el artículo de Claudia Hilb que aquí publicamos recoge el tópico de la reconciliación para interrogar las razones de quienes lo exponen como un objetivo deseable. El reconocimiento del quiebre civilizatorio que produjo el horror y de las responsabilidades individuales en primera persona, la restitución de una verdad social y la de una verdad personal, parecen indispensables para imaginar posibilidad alguna para una reconciliación que signifique un nuevo comienzo bajo la premisa del Nunca Más.

La Revista Criterio ha tenido la generosidad de solicitarme una nota prosiguiendo el debate propuesto en sus páginas en el número de octubre 2015, que gira alrededor del pasado reciente, y de la posibilidad de diálogo, y también de verdad, de reconciliación y de perdón. Imagino que su solicitud puede no ser ajena al hecho de que, hace ya unos años, yo escribiera –con afán de provocar el pensamiento sobre todo en quienes, como yo, se situaban incondicionalmente en oposición a la brutal Dictadura militar 1976/1983- que el tabú que entre nosotros rodeaba a los términos de arrepentimiento, reconciliación o perdón en la reflexión sobre el modo de lidiar con aquel pasado
traumático posiblemente ocultara, bajo argumentos atendibles, razones menos defendibles y que hacían a la renuencia a conmover antiguas certezas respecto de lo bien fundado de nuestras propias acciones y convicciones de entonces. En esta ocasión, no puedo dejar de proponer una reflexión similar, pero de sentido invertido: ¿qué podemos escuchar en el llamado a la reconciliación, al diálogo, al perdón, por parte de quiénes no se sitúan ni en el campo de los opositores a la Dictadura, ni en el campo de sus víctimas, que reclaman equidistancia frente a unos y
otros cuando no se sitúan más claramente en el campo de quiénes apoyaron o sirvieron a aquel régimen? ¿Qué supuestos podemos develar, en ese llamado?

Juan Pablo Renzi, «La puerta blanca», óleo sobre tela (1977)

Para introducir esas preguntas querría proponer, previamente, una descripción cruda de la situación sobre la que se llama a dialogar, tal como yo la comprendo: no concuerdo ni con que haya habido dos demonios, ni con que haya habido múltiples demonios, ni tampoco con que el demonio haya sido uno solo, a saber la violencia. Entiendo que el
terror impuesto desde el Estado por las Fuerzas Armadas el 24 de marzo de 1976 es inconmensurable con cualquiera de esas descripciones. Antes de marzo del 76 hubo, ciertamente, actores violentos, que soñaban con imponer su idea del orden adecuado del mundo por la violencia; hubo, ciertamente, acciones que hoy me resultan atroces e injustificables, tanto desde las fuerzas insurreccionales como desde las estatales y paraestatales. Todo ello puede ayudar a comprender el advenimiento del Terror estatal, pero ese terror no es su simple consecuencia ni continuación. La instalación de centenares de campos de concentración clandestinos y la reducción de sus prisioneros a la inhumanidad, la sistematización de la tortura –y por si fuera necesario, agrego: incluso sobre mujeres embarazadas-, las desapariciones (que su número sea de diez mil, veinte mil o treinta mil, no cambia en nada la magnitud del horror), el arrojar personas vivas al mar desde aviones, la apropiación de niños nacidos en cautiverio, las violaciones, nada de ello puede explicarse por lo anterior, e insisto, no guarda ninguna proporción argumentable ni con la violencia ejercida por las organizaciones guerrilleras, ni con el caos político del año 1975, ni tampoco con el sentimiento de vulnerabilidad que sin duda percibían los integrantes de las Fuerzas Armadas y de seguridad cuando
accedieron al poder en 1976. Todo lo anterior está suficientemente probado y documentado, y considero que es tan innecesario abrir un debate al respecto como abrir un debate respecto de si existieron hornos crematorios en Auschwitz. Creo que es necesario advertir que las formas que tomó el Terror estatal bajo la Dictadura militar 1976-83 supone un quiebre moral, civilizatorio, incluso para los cánones de una época signada por la violencia política como lo fue la primera mitad de los años setenta en Argentina.

El reconocimiento de esta situación es, a mis ojos, un punto de partida de acuerdo sin el cual ningún diálogo verdadero resulta posible. Porque sin ello, simplemente estaremos proponiendo un escenario de simetría allí donde no la hubo. Y si decimos que no hubo simetría no es porque queramos defender la idea de que los valores de unos fueran preferibles a los de otros, ni que la violencia de unos fuera más justificable que la de otros o que las víctimas de un campo merecieran mayor reconocimiento o mayor justicia que las del otro. Decimos que no hubo simetría porque reducir aquello que sucedió a una escena de guerra o de violencia generalizada, –que podríamos no obstante admitir que también la hubo, como lo proponen muchas de las escenas de reconciliación-, supone negar que el pasado con el que debemos reconciliarnos no es tanto, o no es solo, aquel que puede describirse bajo aquella imagen, sino que es sobre todo aquel que se escribió bajo la forma de un régimen de Terror de la criminalidad y la brutalidad, sin precedentes ni simetrías, del régimen al que sirvieron.

Se trata en efecto, según creo, de enunciar en voz alta. Porque la pregunta sin cuya respuesta considero imposible que pueda establecerse escena de reconciliación alguna, es la de saber por qué, si existen y existieron, entre los antiguos participantes de las fuerzas insurreccionales o entre sus simpatizantes de entonces, numerosas voces que se alzaron para poner en cuestión su propias creencias, su propio pasado, ¿por qué entonces existieron tan escasos testimonios de actores del Terror estatal que hayan relatado, en primera persona, aquello que hicieron o presenciaron? ¿Por qué no ha habido, por parte de integrantes de las Fuerzas armadas de entonces o de quienes los apoyaron, ninguna iniciativa para intentar reconstituir la verdad, ofreciendo datos fehacientes para el conocimiento del destino de los secuestrados, para la aparición de sus cuerpos, para la restitución de los niños? ¿Por qué esos actores prefirieron callar, antes que contribuir a la verdad, al reconocimiento del horror del que, más
voluntariamente o menos, fueron partícipes?

Es cierto, y lo he escrito en otros lados: hoy, tal como se ha desplegado, la escena de los juicios de lesa humanidad no parece facilitar esta posibilidad, ya que supone la complicación de la situación procesal para quien hable, o para aquellos involucrados en su relato. Pero ¿hablarían acaso si tuvieran la certeza de que ello no complicaría, o incluso favorecería, su situación procesal? Porque es cierto también que fueron muy pocos, poquísimos, quienes hablaron cuando se creía definitivamente cerrada la posibilidad de su punición. Y que no hablan tampoco quienes, hoy condenados, parecerían no perder nada si lo hicieran. Es posible que no sea sencillo admitir, en voz alta, que se ha cometido un Mal inconfesable. Pero si a fin de cuentas el motivo de su silencio no obedeciera ni al deseo de ocultarse a ellos mismos el grado de barbarie al que accedieron, ni tampoco a cuestiones procesales, sino a que antepondrían el espíritu de cuerpo de la institución a la que sirvieron; si valoraran más su lealtad a quienes
ordenaron acciones criminales sin precedentes, que la contribución de su palabra a la verdad y la reconciliación, entonces, sobre ese silencio sin arrepentimiento, no creo posible construir escena alguna de perdón y reconciliación.
Como señalé al comienzo: así como creo necesario interrogar las razones esgrimidas por quienes, desde el campo de la oposición frontal a la dictadura, niegan la posibilidad de admitir los términos de perdón y reconciliación, creo necesario interrogar también las de quienes, desde el campo de sus servidores de entonces, hoy claman por una tal
reconciliación. Tal como puedo imaginarla, una escena de reconciliación no supone el abrazo de la víctima y el victimario, ni el viril sacudón de manos de antiguos enemigos. Supone el reconocimiento en voz alta, por parte de los distintos actores, de sus acciones; supone contribuir a restituir la verdad, allí donde su ausencia prolonga las consecuencias de esas acciones hasta el presente; supone la honestidad de asumir, en primera persona, actos de los que uno hoy se avergüenza.

Por fin, es lícito preguntar, ¿se puede, se debe, perdonar todo, incluso lo peor? Reconciliarse, ¿significa acaso perdonar? Pensando desde fuera del campo jurídico y del campo religioso, que escapan a mi competencia, me arriesgo a avanzar: es posible que haya hechos que no puedan ni deban perdonarse; pero tal vez sea posible perdonar a quienes, habiéndolos cometido, querrían contribuir a deshacerlos si pudieran. Así, tal vez se pueda perdonar a quien, arrepintiéndose, intenta poner fin a las consecuencias de lo hecho, y que, en ese arrepentimiento, ya no es más aquel que fue entonces. De ese modo, con quienes ya no son quienes fueron, o entre quienes ya no somos quienes fuimos, tal vez sea posible comenzar a utilizar la palabra reconciliación; reconciliarse sería, así, sobre la asunción de esa ruptura radical con el pasado, ser capaces de erigir una escena común del Nunca más.