En ocasión de cumplirse un nuevo aniversario de la entrega del Informe Nunca Más, Hugo Vezzetti evoca las condiciones y el contexto de su elaboración, así como los efectos de un acontecimiento fundamental para nuestra vida democrática que tuvo su impacto más allá de las pruebas que reunió y aportó para el Juicio a las Juntas.
El 20 de septiembre pasado se cumplió un nuevo aniversario de la entrega del informe Nunca Más. El hecho se celebró en una reunión en la Casa Museo Ernesto Sabato, en la Municipalidad de Tres de Febrero.
Me parece importante recordar las condiciones y el contexto, así como los efectos de un acontecimiento que tuvo su impacto más allá de las pruebas que reunió y aportó para el Juicio a las Juntas. En lo inmediato, estaba el objetivo de una investigación que buscaba la verdad sobre los desaparecidos, un propósito nacido de las luchas del movimiento de los derechos humanos.
Respondía a una de las características de la represión: no sólo había sido ilegal sino también clandestina. La Comisión se creó al mismo tiempo que los decretos que ordenaban la persecución penal de los jefes de las Juntas y de las cúpulas de la guerrilla. Eran las primeras medidas del nuevo gobierno, un punto de partida simbólico y político que afirmaba la voluntad de dejar atrás ese pasado.
¿Por qué una comisión del Ejecutivo? La propuesta de una comisión parlamentaria bicameral parecía adecuada desde el punto de vista de la representación de la ciudadanía.
Puede pensarse que Alfonsín, un hombre de la política, aunque preveía una presencia de representantes del Congreso (es sabido que la oposición peronista no aceptó integrarla) desconfiaba de las trabas propias de la actividad parlamentaria.
Pero lo más importante, creo, es que buscaba respaldarse en la sociedad, sobre todo en figuras que habían formado parte del movimiento de los derechos humanos. Y rescataba algo de ese activismo autónomo respecto de los partidos políticos que había mostrado lo mejor de la sociedad civil.
Era también un modo de reconocer que la mayor resistencia a la dictadura empezó allí y no en la política. La Justicia y los desaparecidos no formaban parte de la agenda planteada por la Multipartidaria. En los partidos que la integraban prevalecía una línea negociadora, resultado de un escenario edificado durante décadas: el Partido Militar era parte del sistema político efectivo.
Y estaba además la idea de la “reconciliación” alimentada por la Iglesia que llamaba a dar vuelta la página. De modo que la aceptación de la “autoamnistía”, decretada por el régimen, por parte de los partidos allí representados era lo esperable. El que rompía con esas reglas no escritas de la política era Alfonsín.
En la integración de la Comisión se expresaba la voluntad de respaldarse en líderes morales surgidos de la sociedad. La idea de un nuevo comienzo buscaba un fundamento ético, un programa de reparación que también tenía que cambiar la cultura política y el Estado. E incluía ese valor, utópico si se quiere, a la luz de la historia posterior, de la participación y la “ética de la solidaridad”.
La respuesta de la sociedad se mostró, en ese momento, en la enorme movilización que acompañó la entrega del Informe, una manifestación de unidad y convergencia que se ponía por encima de las divisiones de partido.
La actividad de la Comisión produjo efectos perdurables más allá del Informe y del servicio al dispositivo de la justicia. Fue a la búsqueda de las víctimas, de los que podían hablar, y les dio voz. Hizo visible la magnitud de los crímenes, mostró la profundidad de las heridas, canalizó el sufrimiento de muchos que finalmente pudieron contar y de algún modo encontraron una vía de reparación, un reconocimiento que en general les había sido negado por una sociedad que, por decir lo menos, se había mostrado poco solidaria con las víctimas.
La “bisagra” en la historia, de la que hablaba Alfonsín, empezaba ahí. No se trataba simplemente de ejercer la justicia o retornar a las rutinas democráticas, había que reestablecer condiciones profundamente dañadas en la sociedad y en el propio sistema político.
Por supuesto, después vino el Juicio a las Juntas, que en gran medida se hizo posible por los testimonios recogidos. Pero sus efectos no hubieran sido los mismos sin ese trabajo, una práctica de la justicia que contribuía a la formación de una comunidad ética y política.
Es por eso que el Juicio no fue un Nuremberg, un proceso penal superestructural, sin acompañamiento ciudadano y con escasos efectos sobre la sociedad alemana. El acompañamiento de la sociedad se prolongó con el libro, que vendió miles de ejemplares y sirvió de modelo para otros Informes de “Nunca más” en casi toda América Latina.
Después de un derrumbe que había sacudido los cimientos de la nación ese recomienzo moral convocaba a la esperanza y proyectaba en la democracia una forma de sociedad capaz de reconocer a las víctimas, a todas, de habilitar remedios para prevenir las injusticias y reparar la condición de los desposeídos y los vulnerados. Desde allí se hacía posible reconstruir un Estado de derecho sostenido en una conjunción virtuosa de una sociedad movilizada con un sistema político regido por el imperio de la ley.
Ese es, creo, el mayor legado del aniversario que recordamos en estos días.
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