Invitada por la Universidad de San Martín para reflexionar en torno a los sentidos de la democracia y los desafíos actuales del vivir juntos, Hilda Sabato presentó esta ponencia estructurada en tres estaciones que permite, cada una de ellas, hacer un recorrido por la historia argentina, desde la Colonia hasta nuestros días.

La lectura de Sábato visualiza al XIX como el siglo de la República inaugurado con un gesto radical como fue la Constitución de 1853, se detiene en el XX observando la formación de los nacionalismos duros, la construcción de la identidad nacional a partir del Centenario, la consolidación de los partidos políticos mayoritarios como el radicalismo y el peronismo, el auge de ideas esencialistas, entre otros aspectos, para llegar a 1983, año de reinauguración del ciclo democrático en torno a la figura de Raúl Alfonsín quien impulsaba un proyecto común, que reconocía las diferencias, capaz de encauzar nuestros destino nacional luego de años de desencuentros. En este sentido, dice Hilda Sabato, “las dificultades para construir ese consenso fundado sobre derechos han sido evidentes durante todo este tiempo, marcado por los problemas que fueron jalonando nuestra democracia realmente existente y llevaron a erosionar aquel modelo de nación plural. No fue, sin embargo, una caída libre, sino que hubo altibajos, diferentes momentos, éxitos parciales en la afirmación de derechos sociales y culturales, a la vez que reiteradas incursiones en el unanimismo político, que en nombre del pueblo niega la legitimidad del otro y concibe la política como guerra”.

 

Las preguntas planteadas para este panel constituyen un desafío que por cierto me supera. Quisiera, por lo tanto, acotar el foco para apuntar a las primeras dos aquí enunciadas, esto es ¿Cómo pensamos el resguardo de la diversidad para vivir juntos? ¿Cómo se construyen y destruyen sentidos de la democracia? No con la pretensión de responderlas, claro, sino para partir de ellas y reflexionar sobre la experiencia histórica argentina en torno a la democracia.

Parto con una cita de Pierre Rosanvallon, para llamar la atención sobre las dificultades que presente el uso de ese término:

“La palabra democracia lleva tras una apariencia de evidencia y claridad, las dudas y las perplejidades de la sociedad moderna sobre sus fundamentos políticos últimos…su sentido fluctuante   mezcla inextricablemente la cuestión de la soberanía del pueblo con la de la igualdad”. Ella “aparece, nos dice, a la vez como una solución y como un problema”[1].

No intentaré pues ninguna aproximación a los significados y usos de ese término tan disputado. Me interesa, en cambio, proponer una lectura del lugar que ocupó la figura de la democracia como fundamento de la construcción de la comunidad política en este rincón del mundo y a lo largo de dos siglos. Hasta hace muy poco, sostengo, no tuvo un lugar central frente a otras figuras, como república y nación, que se constituyeron como pilares ampliamente compartidos para dar sentido a la vida en común. Fue solo en la década de 1980 que la democracia se constituyó como basamento de este colectivo que llamamos Argentina. [Y aprovecho aquí, fuera de libreto, para subrayar cuánto contribuyó Raúl Alfonsin a ese pasaje, en este momento en que, no por casualidad, su persona y su memoria han sido agraviadas por el presidente Milei]

Vuelvo ahora al pasado.

Primera estación

En el principio, fue la república. Como en el resto de la América bajo dominio colonial español, la ruptura del orden imperial y las guerras de independencia sacudieron los cimientos del Virreinato del Río de la Plata. Siguió un proceso turbulento de invención de nuevas unidades políticas y ensayos de organización institucional que corrieron suerte muy diversa, hasta la consolidación, varias décadas más tarde, de los estados-nación modernos que hoy conocemos, entre ellos la Argentina.

En esta historia diversa se reconoce, sin embargo, un denominador común a toda Hispanoamérica: la opción por la república. En un momento en que la propia Europa redoblaba su apuesta monárquica, la adopción de formas republicanas de gobierno fundadas sobre el principio de la soberanía popular desafió el status quo internacional, a la vez que produjo una ruptura radical con el pasado local, pues implicaba el abandono de nociones de poder fundados en instancias trascendentes para adoptar una visión del mismo como constructo humano. La comunidad auto instituida habría de crear sus propias reglas de convivencia y gobierno bajo formato republicano.

A partir de allí, y no sin conflictos, las unidades políticas que fueron tomando forma proclamaron su autogobierno al romper con la dependencia imperial y se organizaron como repúblicas, de rasgos y límites cambiantes. Pronto se las identificó como “naciones” que reclamaban un lugar de autonomía en el concierto internacional. En ese marco, la república fue instituyente de las nuevas naciones. Estas se conformaron sobre la base de la organización política, plasmada en buena medida en estatutos y constituciones que buscaron diseñar y anclar las flamantes comunidades imaginadas en normas e instituciones de inspiración republicana.

Por eso digo que aquí el XIX fue el siglo de la república. Se inauguró con un gesto radical, que buscaba instaurar la igualdad política entre los integrantes de la nueva nación en formación, rompiendo así con sus adscripciones en estructuras comunitarias y estratificaciones previas. Ese gesto abrió paso a la movilización y el reagrupamiento masivo de gentes que pasaron a ocupar un lugar político diferente del que habían tenido anteriormente. Hacia mediados de siglo, soberanía popular, igualdad, derechos y libertades, división de poderes y federalismo quedaron plasmados en la Constitución de 1853 (la que, con reformas, todavía nos rige). Esta no se limitó a regular lo existente sino que formuló un proyecto de futuro anclado en los principios de un republicanismo de tinte liberal. Lo que siguió fue un proceso abierto, disputado y muy conflictivo, pero que no puso en cuestión la legitimidad del sistema. Hacia finales de siglo, nuevas demandas políticas y sociales pondrían crecientemente en tensión ese sistema, con exigencias de apertura y ampliación, pero sin impugnar la república como fundamento de la nación.

"Paisaje", técnica mixta sobre tela, Eduardo Stupía, 2015 (150x150 cm)

«Paisaje», técnica mixta sobre tela, Eduardo Stupía, 2015 (150×150 cm)

Segunda estación

Junto con estos vaivenes, para la misma época, comenzaba a transformarse la propia idea de nación. La definición que la entendía como una comunidad básicamente política –predominante hasta entonces- entró en un cono de sombra, desafiada por otras maneras de entender la nación y de producir naciones, que respondían a modificaciones importantes en diversas esferas de la vida social y del orden internacional. Como en otras partes del mundo, aquí también fue ganando terreno un modelo identitario, que sostenía la precedencia de la identidad nacional por sobre todas las demás. En un país de inmigración y de mezcla, como era la Argentina, la heterogeneidad cultural hasta entonces había convivido relativamente bien con la pertenencia nacional, aunque no sin contradicciones. Pero las nuevas concepciones se alejaron de ese ideal para requerir homogeneidad en lo cultural. Por lo tanto, y para lograr la cohesión postulada como indispensable, desde el Estado se instrumentaron medidas y pusieron en marcha dispositivos cuyo fin era lograr la integración de la diversidad en la unidad, la uniformización cultural y la subsunción de otras identidades -de clase, regionales, étnicas, de género, individuales o grupales- en la identidad nacional, que debía tener precedencia sobre todas las demás. Como todo proceso de integración, éste también incluyó bordes que marcaban los límites de lo considerado como “no integrable” y dio lugar, por lo tanto, a represiones y exclusiones.

Historiadores que han estudiado este proceso en toda su complejidad, muestran que éste se presta mal a interpretaciones simplistas. Así, por ejemplo, la escuela fue una herramienta central del proceso de nacionalización a presión de los habitantes de estas tierras. Pero no fue solo eso, y si por un lado constituyó un mecanismo de uniformización y disciplinamiento, por el otro contribuyó a la distribución masiva de bienes educativos y culturales hasta entonces reservados a unos pocos.

Tampoco habría que subsumir estas operaciones tempranas de unificación cultural en el magma del nacionalismo posterior y es importante señalar tanto las similitudes como las diferencias con lo que vino después. Así, en las décadas del 20 y del 30, sobre la base del ideal nacional identitario propuesto e impuesto hacia el primer Centenario, se conformaron los nacionalismos duros, cerriles, que predominaron durante buena parte del siglo XX. Fue entonces cuando se afirmaron las versiones más esencialistas de la identidad nacional, cargadas de contenidos militaristas y religiosos, en cuya definición la Iglesia y el Ejército tuvieron un rol determinante. Por entonces se abrieron paso visiones autoritariamente excluyentes de nación,  en las que quienes se arrogaban el lugar de los verdaderos representantes de la patria o del pueblo, se atribuían también el poder de señalar a sus enemigos, la denominada “antipatria”, y de actuar acorde.

Esta manera de entender la nación no fue solo patrimonio de algún grupo marginal o de militares golpistas, sino que caracterizó en distintos momentos a amplias franjas del espectro político argentino, incluyendo a los partidos mayoritarios. El primer radicalismo y luego el peronismo tomaron la bandera del nacionalismo, incluyendo sus aspectos más negativos, cuando cada uno consideró su fuerza como única y verdadera representante del pueblo y como encarnación de la nación, lo que excluía del seno de ésta a todo aquél que no coincidiera con ellos.

Tanto en sus versiones iniciales como en las más tardías, la nación del siglo XX se definió como una esencia previa a toda institucionalidad política. De esta manera, si por un lado, como vimos antes, a fines del XIX se había creado un clima de exigencia creciente en pos de ampliar el régimen republicano, por el otro, en el imaginario colectivo, la nación se fue disociando de la república para devenir una instancia eterna, previa a toda opción política y a cualquier régimen –dictatorial o democrático, conservador o liberal, populista o elitista-  por definición efímero. La nación como basamento del vivir en común se puso por encima del pacto político y por lo tanto se disolvió la equivalencia con la república propia del siglo anterior.

Ese tipo de nacionalismo -más allá de sus diversas orientaciones y variantes- fue exitoso en su difusión de una noción excluyente de nación y unanimista del cuerpo político, y en afianzar visiones que enfatizaban dicotomías tales como la de  patria-antipatria, nacional-antinacional, y otras por el estilo. Visiones muy arraigadas entre todos nosotros y que incorporamos más allá de nuestras colocaciones políticas específicas, al menos hasta el fin de la dictadura militar en 1983.

Tercera estación

La democracia es la tercera figura de este recorrido, que alcanzó el lugar como fundamento de la vida en común de los argentinos hacia las décadas finales del siglo XX. Como sustantivo o como adjetivo, el término tiene, por supuesto, una trayectoria mucho más larga en nuestra historia. En el siglo XIX y comienzos del XX, ese concepto tuvo significados y valoraciones diferentes a los vigentes en nuestros días. No voy a hacer aquí un seguimiento de esos sentidos, sino solo señalar que su vigencia no alcanzó a desplazar a la república primero y a la nación más tarde como basamento de la comunidad imaginada. En todo caso, se trataba de una figura controvertida, disputada por derecha y por izquierda, que alimentó tensiones y conflictos sociales y políticos, pero que no llegó a imantar la imaginación colectiva.

Un giro decisivo en ese sentido tuvo lugar a partir de la derrota de la guerra de Malvinas y su consecuencia inmediata, la caída de la dictadura en 1983. Comenzó a afianzarse entonces un discurso novedoso sobre nuestra vida en común, que refería a una nación plural y democrática, y en el cual se postulaba como valor primordial el de los derechos humanos, valor hasta entonces marginal a nuestras tradiciones políticas nacionales y populares. Dicho de otro modo: una nación cuya argamasa fuera efectivamente la articulación de una democracia basada en la vigencia de los derechos humanos, y respetuosa de la diversidad. Una nación no fundada en el color de la piel, la religión, la lengua, el territorio, o alguna ideología específica, sino sobre algunos valores mayoritariamente compartidos y defendidos por el conjunto, que sirvieran para identificarnos unos con otros en este rincón del mundo. Este viraje, que se inscribía en un clima internacional también renovado, se vio fortalecido por la voluntad política de Raúl Alfonsin quien, desde la presidencia, se convirtió en un enunciador y propagador activo de esta nueva manera de concebir la nación, de ese “consenso democrático” inédito para la Argentina.

Pasados ya cuarenta años de la fecha clave de 1983, sin embargo, parece claro que esa aspiración que tenía bases débiles. Las dificultades para construir ese consenso fundado sobre derechos han sido evidentes durante todo este tiempo, marcado por los problemas que fueron jalonando nuestra democracia realmente existente y llevaron  a erosionar aquel modelo de nación plural.  No fue, sin embargo, una caída libre, sino que hubo altibajos, diferentes momentos, éxitos parciales en la afirmación de derechos sociales y culturales, a la vez que reiteradas incursiones en el unanimismo político, que en nombre del pueblo niega la legitimidad del otro y concibe la política como guerra. Hoy vivimos una impugnación aún más radical de aquel consenso, con la reactualización de visiones autoritarias y dicotómicas de la nación junto a un cuestionamiento a la ampliación de derechos y un debilitamiento creciente del pluralismo democrático. Poco queda de la democracia como fundamento de nuestro “vivir en común”, de nuestra comunidad política.

Vuelvo entonces a dos de las preguntas que presiden este panel: ¿Cómo pensamos el resguardo de la diversidad para vivir juntos? ¿Cómo se construyen y destruyen sentidos de la democracia? Agrego yo: ¿cómo se forja hoy una nación democrática y no excluyente? El desafío está más presente que nunca. En todo el mundo, un gran interrogante se abre sobre el futuro de las comunidades humanas, cuando circulan cada vez más propuestas fundamentalistas y liderazgos mesiánicos que van totalmente en sentido contrario de esas aspiraciones y valores. Quisiera creer que otros caminos son posibles y me pregunto:

¿Podremos apuntar a la construcción de una comunidad “nacional”  capaz de albergar la heterogeneidad cultural y política y, a la vez, de mantener una trama de lazos solidarios de algún tipo entre sus miembros que sustente nuestro “vivir en común”? La respuesta no está escrita en ningún lado ni hay un destino prefijado, pero tal vez podamos insistir sobre esos valores republicanos definidos inicialmente por la Constitución y enriquecidos por la clave democrática, que nos ha sido tan esquiva durante décadas. Si aspiramos a la construcción de una comunidad política en esa clave, aquellos valores podrían servir de tejido conectivo entre los habitantes de esta tierra: soberanía popular, igualdad, libertad, reformulados y renovados por doscientos años de experiencias y luchas colectivas, diversas, muchas veces traumáticas, para exigir su efectiva concreción, a la vez que incluir ideales como la justicia social, la vigencia plena de los derechos humanos, los de primera, segunda y tercera generación, para reconstruir una sociedad hoy brutalmente fragmentada. Claro que este no es un camino fácil pues si prescindimos de las operaciones autoritarias de reducción a la unidad tan características de nuestra historia, nos enfrentaremos al conflicto y las diferencias, a los intereses y las pasiones, así como a consensos inestables y siempre pasibles de impugnación, y al desafío de resolverlos en el marco de los acuerdos alcanzados. Corresponde a la política un papel central en ese sentido, pero nada indica que esas metas puedan lograrse. No hay nada sagrado en el pacto originario de “vivir en común” ni en la nación como formato, que como se construyó puede también destruirse, de manera que todo dependerá de lo que nosotros, quienes hoy nos denominamos “argentinos”, queramos y podamos construir.

[1] Pierre Rosanvallon: “La historia de la palabra democracia en la época moderna”, Estudios Políticos, 28, Medellín, 2006, pp. 27-28.

[Texto presentado en el Panel de inauguración del III Congreso de Ciencias Humanas “La democracia y las humanidades. Formas de imaginar lo común”, organizado por la Escuela de Humanidades de la Universidad Nacional de San Martín, 6 de noviembre de 2024.]