Rubén Chababo pone en perspectiva la ola de ataques contra estatuas de personajes históricos desatada, a escala global, tras la muerte del ciudadano afroamericano George Floyd. La defenestración como gesto es interrogada desde un más deliberativo trabajo de memoria y también desde la más metódica tarea de la historia. Pero un denominador común las une: el gesto, la memoria y la historia pueden contribuir a entablar una conversación que permita revisar una injusticia y una inquidad inveteradas a fuerza de olvidos, silencios y dogmas.
I.
Hace unos años atrás en el transcurso de un viaje a Barcelona, decidí visitar una comarca cercana, situada a unos pocos kilómetros de la ciudad condal. Había leído sobre la belleza de su casco medieval, pero mi interés estaba centrado en recorrer las calles de su Call, es decir, de su antiguo barrio judío, aquella zona de la ciudad donde esa comunidad había vivido, desde el siglo XII hasta que fue decretada su expulsión, por disposición Real, en el año 1492.
Lo sorprendente de esa visita fue la escasa información que pude encontrar sobre el pasado que buscaba. Salvo un turista informado, la historia de la comunidad, pero fundamentalmente, las razones que impulsaron el “abandono” de esa urbe catalana, estaban ausentes, como si los antiguos residentes judíos se hubieran “evaporado” y no hubieran sido, como realmente ocurrió, violentamente expulsados a empujones de su lugar de residencia.
Años atrás, algo similar me había ocurrido en una visita a Toledo. Las bien conservadas sinagogas reconvertidas en iglesias luego de que fuera enunciada la orden de expulsión brindaban al visitante una pobre explicación de las razones por las cuales un culto había sido suplantado por otro, y cómo había tenido lugar el proceso de sustitución. En las callejuelas de los alrededores era posible comprar broches y alhajas damasquinadas con letras o símbolos hebraicos cuyos actuales orfebres seguían, en clave kitch, la tradición de los antiguos artesanos judíos, pero nada indicaba por qué estos y sus respectivas familias habían abandonado la ciudad hacía siglos. En otras comarcas de la Península no me sucedió algo diferente, salvo en aquellos sitios en los que algún grupo de emprendedores de memoria, lejanos descendientes de la comunidad expulsada, se había preocupado por “señalizar” los antiguos espacios de vida comunitaria ubicando una modesta y sencilla cartelería que no consistía más que en alguna flecha indicando un recorrido en dirección “a la judería”.
Estos recuerdos volvieron a mí en estos días mientras recorría los diarios del mundo en los que se da cuenta del derribamiento de estatuas que está teniendo lugar en diferentes ciudades norteamericanas y europeas. Hasta el día de hoy, la furia iconoclasta desatada luego del asesinato del ciudadano George Floyd en las calle de Minneápolis, ha logrado destruir decenas de monumentos que permanecieron imperturbables en el corazón mismo de esas tramas urbanas a los largo de décadas, sin que nadie, o salvo unos pocos, las haya interrogado. Debo confesar que la primera reacción ante el derribo de esas estatuas fue de rechazo al considerar que esa violencia destructiva del patrimonio urbano en absoluto era el mejor camino elegido para reivindicar nada perdurable. En esos días, a través de las redes, vi rodar por el suelo el busto de Leopoldo II, responsable del genocidio congolés y el de Edward Colston, activo defensor de la esclavitud en el siglo XVIII, entre tantos otros. Cada una de esas “caídas”, acompañada de una celebración. Al ver esos actos de clara revancha iconoclasta me preguntaba si no hubiera sido mejor conservar esas estatuas en lugar de derribarlas, reinscribiendo sobre ellas la real memoria de sus pasados, simplemente porque es sabido que borrarlas del espacio urbano no solo es un gesto reivindicativo cuya potencia culmina en el instante mismo de derribo, sino que una vez transformadas en polvo, no habrá forma alguna de evocar, narrar, hacer visibles las oscuras biografías que ellas en sí mismas encarnan. Recordé también a Horst Hoheisel, el gran anti monumentalista polaco-alemán, quien ha legado lecciones más que interesantes en torno a qué hacer con la memoria anudada al bronce y al mármol con que se engalanan nuestras ciudades y que muchas veces representan pasados éticamente difíciles de reivindicar. Pero luego consideré que Hoheisel trabaja desde el sosiego de su estudio y no en medio de una turba arrojada a las calles de una ciudad.
Mi reacción inmediata ante estos hechos fue de escándalo, pero a esa sensación le siguió un segundo momento en el que intenté apreciar el fenómeno de otro modo, entendiendo que en el gesto de derribo había mucho más que el deseo rebelde de borrar la estatua del esclavista o el perpetrador de la escena urbana, porque contenida en los brazos que empujaban al vacío esas enormes y elegantes construcciones, había una historia de opresión, silenciamiento, humillación sostenida a lo largo de siglos, cifrada en un reclamo desoído de manera sistemática por casi todas las administraciones que gobernaron hasta el día de hoy la vida de esas comunidades.
Y fue entonces que recordé mi visita a Girona, y la molestia que me produjo la visión de esos espacios en los que el espesor de la historia judía no solo había sido borrado sino decididamente ignorado, como si de ese ayer múltiple, diverso, impuro, como si las vidas de esas miles de almas que durante 500 años vivieron en España no merecieran recuerdo, como si las razones del abandono de esas moradas no tuvieran la necesidad de ser explicadas, acaso porque hacerlo hubiera implicado asumir una matriz antisemita fuertemente arraigada en la cultura española desde hace siglos y que el paso de los siglos no ha logrado desterrar.
Eso recordé, y entonces entendí, o logré entender, cuál era el dolor, el hastío, la furia que impulsa a los derribadores de estatuas de estos días quienes, martillos en mano, derriban monumentos construidos en honor a aquellos que los humillaron o que representan simbólicamente el origen de las humillaciones padecidas.
No creo que a esta altura de la historia sea necesario exigir que se les devuelva sus casas a los descendientes de los expulsados de las comarcas españolas, tampoco que Santa María la Blanca en Toledo deba volver a acoger las plegarias hebraicas como las acogía antes de 1492, en absoluto, pero sí que es injusto que en las ciudades modernas que habitamos, en las urbes en las que muchos aseguramos estar construyendo ideales democráticos y de equidad, permitamos que se siga perpetuando de manera arrogante el olvido y el silencio sobre tantos pretéritos que fueron oscuros y dolorosos para nuestros antepasados o el de nuestros semejantes.
II.
Hasta aquí, una forma de ver el estado de las cosas a la luz de la propia experiencia. Sin embargo, sería necesario dar un paso más en la observación de lo que hoy ocurre, aceptando reconocer que el movimiento iconoclasta al que asistimos se diferencia de tantos otros que han tenido lugar a lo largo de la historia, porque la furia desatada ha perdido, en muchos casos, su Norte, y esa pérdida se advierte en la confusa nómina de caídos que de manera caótica integra el listado a derribar. Se trata de una turba que parece decidida a arrasar al mismo tiempo la figura del antiguo esclavista junto a la del antiguo esclavo, como es el caso de Cervantes, o a arremeter de igual modo contra los impulsores del colonialismo como contra aquellos que ni siquiera tenían en el objetivo de sus acciones una posición colonial, algo que obliga a interrogar la verdadera intencionalidad de muchas de esas acciones en las que por momentos pareciera que absolutamente todo debe ser pasado por el tamiz de la justicia revisionista y donde todos, absolutamente todos los protagonistas con alguna relevancia histórica, estarían obligados a comparecer ante su tribunal, algo que pone de manifiesto no solo una dimensión autoritaria de sus acciones sino además una pereza reflexiva en la que los contextos históricos parecieran adquirir la dimensión de una verdadera entelequia.
Allí entonces, en esa vorágine que no parece dispuesta a escuchar ninguna voz por fuera de la turba, anida el debilitamiento de las justas razones de quienes impulsan estas acciones y el entendible debilitamiento de nuestra empatía, algo semejante a lo ocurrido hacia finales del año pasado en las revueltas chilenas, cuando al grito de rebelión antisistema y anticapitalista las primeras líneas se abocaron a quemar y destruir, sin discernimiento alguno, tanto las instalaciones de firmas corporativas transnacionales como decenas de tiendas de comestibles y pequeños negocios administrados por familias humildes para quienes esos emprendimientos representaban sus únicos ingresos para la sobrevivencia diaria.
El análisis simplista de lo que hoy sucede cuando muchos se suman a las voces en defensa del patrimonialismo sin escuchar el reclamo de los hundidos, o viceversa, cuando otros alientan la furia iconoclasta saludando sus acciones sin interrogarlas, termina despojando a este acontecimiento de su densa complejidad, o, en todo caso, lo vacía del horizonte político y cultural en el que el movimiento se inscribe, caracterizado, entre otras vertientes, por la emergencia postergada del reclamo de tantas historias identitarias acalladas a lo largo de los años, pero también, por la puesta en marcha de una verdadera cacería que va detrás de todo aquello que no responda, o no haya respondido en el pasado, a lo que hoy se considera correcto o justo, como si el ayer, cualquier ayer, no requiriera para su análisis de miradas situadas, como si los hombres y mujeres del pretérito hubieran estado regidos por las mismas normas y convicciones morales y éticas que rigen la vida de buena parte de las sociedades contemporáneas, y como si además no hubiera necesidad alguna de establecer diferencia entre el impulsor de un genocidio como es el caso de Leopold II y la figura de un escritor como Cervantes cuyo crimen consistió, al menos así parece porque no hemos leído el dictamen que argumentó el derribo de su estatua, en haber hablado y escrito en la lengua castiza de la Conquista.
No cabe ninguna duda, el movimiento iconoclasta al que asistimos ha tenido la capacidad de reinstalar preguntas que permanecieron silenciadas por muchos años, y ha logrado con eficacia que amplios sectores de la sociedad pongan, como nunca antes, su mirada y su atención sobre los modos en los que nuestras ciudades hablan, dicen, inscriben, conservan, borran, enaltecen u ocultan, de manera muchas veces injustas y desiguales, sus pasados, logrando también evidenciar la arrogancia de algunas inscripciones biográficas bajo la materialidad del bronce o el mármol, construcciones estético monumentales que contribuyeron a forjar ideales de nación sostenidos en la ignorancia del dolor de tantos.
Pero sin embargo, dicho esto, enunciado este reconocimiento, se hace necesario advertir que el acto justiciero revisionista puede también, si no se lo interpela, si no se lo pone en cuestión, cometer acciones injustas: amparado en la pretensión de exhumar memorias silenciadas, corre el riesgo de terminar, paradójicamente, arrojándolo todo a las aguas de un confuso y no deseado olvido.
El pasado siempre es un territorio en disputa y el trabajo memorial, lo sabemos, es arduo y lleno de desafíos: aquello que para una generación no mereció atención y cuidado, lo merece para otras; prácticas o conductas que en un tiempo no fueron consideradas censurables, lo pueden ser años o siglos más tarde, y en ese movimiento de sucesivas reinterpretaciones y reinscripciones la vida de los que nos antecedieron deja de ser, ante nuestra mirada, monocorde, siempre igual a sí misma, teniendo la posibilidad de abrirse a nuevas interrogaciones que a su vez permiten profundizar siempre un poco más en el conocimiento de nuestros pretéritos
Mantener el silencio ante un pasado que consideramos debe ser salvado del olvido, por no atrevernos a iniciar el necesario debate, o silenciar nuestra opinión frente a la acción desmesurada de aquellos que arrasan con el ayer construyendo expeditivos tribunales sin que exista posibilidad de poner en discusión su dictamen, son formas de aceptar visiones de la historia enunciadas de facto, algo que en nada contribuye a la construcción de identidades ciudadanas y nacionales ni más justas ni más democráticas.
Las memorias que sabemos esperan aún ser nombradas, y la visión de las estatuas que caen frente a nuestros ojos sin que podamos detener sus derrumbes, son razones más que suficientes para reiniciar, una vez más, la apasionada conversación sobre los modos de nombrar y gestionar nuestros pasados.
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