Los abusos denunciados en la gestión estatal de la pandemia en Formosa y la inoperante gestión del Secretario de Derechos Humanos, proporcionan a Roy Hora el punto de partida para indagar la situación actual de los derechos humanos y el cumplimiento de las garantías constitucionales.
Más allá de Insfrán y Pietragalla, el episodio invita a tomar conciencia de que la “razón de estado” que trata a la salud pública como un tema de seguridad interior, librada a su propio impulso tiende al autoritarismo y la arbitrariedad. Y es claro que los controles no pueden provenir de funcionarios designados por el Ejecutivo, invariablemente alineados con el gobierno del que dependen. La clave, entonces, radica en la autonomía de las instituciones y de los funcionarios encargados de velar por el cumplimiento de esos derechos.
Roy Hora propone situar la discusión pública en un plano que no se refiere centralmente ni a personas, ni a partidos o ideología. Una acción necesaria y posible, desde la sociedad civil, es reclamar la designación, sin más demora, de un Defensor (o Defensora) del Pueblo de la Nación, un cargo vacante desde hace más de diez años, sin que los sucesivos gobiernos hayan hecho algún esfuerzo por cubrirlo. La razón última de este fracaso es que a los grupos gobernantes no les entusiasma que sus acciones sean objeto de escrutinio.
Comenzar con el proceso de designación de un nuevo Defensor del Pueblo requiere de la presión ciudadana sobre la elite política en su conjunto y no logrará su objetivo si la sociedad civil no asume un papel más activo en el reclamo
En estos días, Formosa se ha instalado en el centro de la siempre acalorada disputa política argentina. Esta provincia es uno de los distritos que mayor éxito ha alcanzado en la contención de la epidemia de Covid-19. Sus autoridades se precian de que Formosa cuenta con el menor número de fallecidos y de contagios de todo el país. Cuando escribo estas páginas, en los primeros días de febrero, sólo diez personas han perdido la vida (según datos oficiales) en la provincia norteña como consecuencia del drama sanitario que mantiene en vilo al mundo entero. No todo es para festejar, sin embargo. El Covid ha sido mantenido a raya a un costo altísimo –y desde mi punto de vista inaceptable– en lo que a restricciones de los derechos de los habitantes de la provincia se refiere. Clausura de fronteras, encierros arbitrarios, inspecciones domiciliarias llevadas a cabo en medio de la noche con respaldo de efectivos policiales, separación compulsiva de familias, un manejo muy opaco de la información, centros de aislamiento con rejas y candados: todos estos fenómenos constituyen el costado oscuro del panorama sanitario formoseño.
Los aspectos más cuestionables de la estrategia sanitaria de Formosa han sido aceptados, o cuanto menos tolerados, por la Casa Rosada. La anuencia de la administración Fernández es comprensible. Gracias a su opción por un durísimo régimen de aislamiento sanitario, esta provincia no ha demandado mucha atención de un gobierno nacional que enfrenta, con mucho temor y escasos recursos, una emergencia mayúscula. En un distrito como Formosa, dotado de un sistema de salud muy rudimentario y que, además, posee una extensa y porosa frontera internacional con un país, Paraguay, que tiene un sistema sanitario aún más endeble, la epidemia de Covid-19 es doblemente amenazante. Que el sistema de salud formoseño no demande más recursos es una buena noticia y un alivio para el gobierno nacional.
La raíz de la fragilidad del sistema sanitario formoseño es estructural. Cualquiera sea el indicador de desarrollo humano elegido para evaluarla, la provincia se ubica entre los tres o cuatro estados provinciales más pobres del país. Una economía de altísima informalidad laboral y muy bajo ingreso per cápita significa que tanto el subsistema de salud privado como el articulado en torno a las obras sociales tienen poca envergadura y menos alcance. En esa provincia casi todo depende de la oferta de servicios de salud provista por el estado. Pero la salud pública es igualmente enclenque. Apoyada sobre una economía donde prima el trabajo informal de baja productividad, que da por resultado una fiscalidad raquítica, la estructura sanitaria provincial exhibe sus flaquezas a flor de piel. Tanto es así que Formosa tiene, desde hace tiempo, las tasas de mortalidad infantil y de mortalidad materna más elevadas del país. Sólo las transferencias del estado nacional permiten que ese rudimentario sistema de salud se mantenga activo. Formosa es la provincia que menos impuestos recauda y, por ende, la más dependiente del régimen de coparticipación. Y esto significa que, sin la transferencia regular y sistemática de recursos federales, ninguna agencia del estado formoseño está en condiciones de funcionar.
Formosa es, además, un distrito de peronismo en estado químicamente puro. Gobernada de manera ininterrumpida por el justicialismo desde el retorno de la democracia en 1983, es el principal baluarte de esta fuerza en el norte del país. Es una colina aún más inexpugnable que Chaco, Misiones, Salta o Jujuy, que cuentan con partidos de oposición mejor arraigados y una historia de mayor alternancia en el poder. Amplias mayorías electorales, que en más de una ocasión superaron el 70 % de los sufragios, han hecho del peronismo un inquilino permanente del estado provincial, que siente esa casa como propia. Formosa presenta esta doble cara: un justicialismo tan predominante en el interior de las fronteras de la provincia como dependiente de los recursos federales. De hecho, su alta dependencia respecto del régimen de coparticipación y la ausencia de toda alternativa real al predominio justicialista ayudan a entender por qué un grupo dirigente que desde hace más de dos décadas no conoce fisuras de importancia ha logrado adaptarse fácilmente a los cambios de orientación política que, cada tanto, produce la Casa Rosada. Desde hace largo tiempo, los dirigentes que mejor simbolizan este alineamiento automático y nada traumático son Gildo Insfrán, la figura central de la política provincial y gobernador desde 1995 (y antes vicegobernador, entre 1987 y 1995), y José Mayans, que representa a Formosa en el Senado de la Nación desde 2001. La continuidad del grupo dirigente ha contribuido a mantener sus cuentas ordenadas. Formosa: una provincia que el peronismo ve como territorio propio y que, aun cuando importa una carga fiscal para el poder central, nunca le ha traído sorpresas desagradables.
En esta provincia en la que por cada trabajador registrado empleado en el sector privado hay casi dos empleados públicos, no florece la oposición política pero, claro, tampoco la sociedad civil o la prensa independiente. Y esto, al igual que la falta de alternancia, disminuye la calidad de la democracia formoseña y opaca su vida cívica. Ni siquiera la universidad pública ofrece un espacio capaz de amplificar voces distintas a las que entona la uniforme melodía del justicialismo provincial. Basta ver los pronunciamientos de los centros de estudiantes para advertir cuán verticalista es la cultura política formoseña y cuán naturalizado y consensual resulta el predominio de Insfrán y su grupo. La oposición se fortaleció cuando, en 1994, la reforma de la Constitución creó la figura del tercer senador, siempre ocupado por figuras de la Unión Cívica Radical, eterna perdedora de las elecciones formoseñas (reparemos, a propósito de este cargo, que la falta de alternancia no es un rasgo exclusivo del oficialismo: Luis Naidenoff, principal figura de la oposición y senador desde 2005, está cumpliendo su tercer mandato consecutivo como representante de la minoría en el Senado de la Nación). Pero frente a un peronismo que ejerce un control inflexible sobre un estado provincial que es, en rigor, el canal a través del cual Formosa recibe el oxígeno que necesita para respirar, hay poco espacio para que los críticos del orden de cosas existente incidan sobre el curso de la vida política local.
Ahora bien, Formosa está en la contenciosa y pendenciera Argentina, donde violaciones de derechos individuales como los que han venido ocurriendo en la provincia desde que comenzó la pandemia no suelen pasar inadvertidas. Hace muchos meses que los medios nacionales pusieron el ojo sobre el gobierno de Insfrán y su política de confinamiento forzado y narraron historias de puentes bloqueados y arbitrariedad policial, de ciudadanos desesperados por ingresar a su provincia que, como en el caso de Mauro Ledesma, pagaron con su vida el intento de burlar el implacable cerrojo policial. En el curso del mes de enero, las imágenes de centros sanitarios que semejan cárceles circularon por las redes sociales, levantando una ola de indignación en la opinión pública. El eco del escándalo llegó lejos. El diario Le Monde señaló la “deriva autoritaria” del gobierno provincial. La cadena de noticias árabe Al Jazeera también lo describió de manera muy crítica. Y la prestigiosa Amnistía Internacional también llamó la atención por el uso de “métodos coercitivos en la implementación de medidas de salud pública”.
Es claro, sin embargo, que la ira de muchos de los impugnadores del gobierno formoseño está motivada por razones partisanas. Se engaña quien pretenda situar las críticas a Insfrán y sus aliados completamente al margen de las luchas partidarias de este país en el que la disputa facciosa es el pan nuestro de cada día (lo mismo vale, claro, para los argumentos de quienes lo defienden). Pero el problema de las violaciones a los derechos de los formoseños tiene una entidad innegable y no puede ser descalificado con argumentos referidos al éxito de la política sanitaria provincial o desviando la atención hacia la supuesta mejora del bienestar que, gracias a las dotes de eficiente administrador de Gildo Insfrán, los formoseños habrían alcanzado en estas últimas dos décadas. Y esto no sólo porque, con la tasa de mortalidad infantil más alta del país, la provincia está muy lejos de merecer elogios sinceros. También, y por sobre todas las cosas, porque nada justifica que, bajo la excusa del combate contra la pandemia, el gobierno de Formosa viole los derechos que consagran nuestras leyes para todos los habitantes del país.
De hecho, tan ostensibles son las faltas del gobierno provincial que, en la segunda quincena de enero, el caso Formosa comenzó a dañar severamente la reputación del gobierno nacional. Su silencio, hasta ahora consentido, pasó a describirse, cada vez más, como complicidad con una administración de fuertes tintes autoritarios. La opinión independiente comenzó a prestar atención al caso Formosa, y parece estar perdiendo la paciencia. De allí que, para restarle peso a las denuncias y para aventar un escándalo cuyos ecos se escuchan en Paris y Catar, la administración de Alberto Fernández decidió enviar al Secretario de Derechos Humanos de la Nación, Horacio Pietragalla Corti, a inspeccionar los centros de aislamiento sanitario de la provincia.
Pietragalla pasó dos días en Formosa. Su informe presenta un panorama edulcorado de la situación provincial. Nadie medianamente informado sobre la trayectoria del Secretario de Derechos Humanos de la Nación puede declararse sorprendido por un diagnóstico dirigido a exculpar antes que a reparar agravios o promover mejoras (reforzado, además, por críticas e impugnaciones a los que levantan la voz contra las autoridades provinciales). Quien imaginara que Pietragalla podía hacer un diagnóstico cuidadoso e imparcial no conoce al personaje. Defensor de la dictadura de Maduro –cuyos crímenes manchan el prestigio y la dignidad de toda la izquierda latinoamericana–, imbuido de una visión primitiva y facciosa de la lucha política, ni su pasado ni sus competencias profesionales sugieren que Horacio Pietragalla Corti estaba en condiciones de encarar una investigación escrupulosa y ecuánime. Para este funcionario-militante, lo primero a considerar son los intereses del grupo político que integra, su fortalecimiento como proyecto de poder. Luego, muy atrás, entran en consideración cuestiones secundarias como el sufrimiento de las víctimas de los abusos del poder estatal o la observancia de las leyes de la república. Para este propagandista de la teoría del lawfare, sólo hay dos bandos, y todo es lucha política.
Creo, sin embargo, que no debemos perder el tiempo criticando los dichos o las acciones de este personaje de reparto. Es cierto que figuras como él deshonran la mejor tradición argentina de defensa de los derechos humanos. Pero confiar en que Pietragalla podía hacer un trabajo mejor que el que hizo, e indignarse con sus pobres argumentos, es ignorar cómo funciona la política argentina. El Secretario de Derechos Humanos no fue elegido para cuestionar al gobierno que lo designó, al que le debe lealtad y del que se siente parte. Además, por la naturaleza de su cargo, Pietragalla depende, de manera directa, del gobierno que lo puso en funciones. Por este motivo, me llamaría mucho la atención que, en caso de que fuera reemplazado, su sucesor se comporte de manera muy distinta. Por supuesto, esta restricción a la autonomía del funcionario también vale para los anteriores ocupantes de esta cartera, todos ellos alineados con el Poder Ejecutivo. La Secretaría de Derechos Humanos tiene funciones valiosas e importantes que cumplir. Pero cuando se trata de disputas o conflictos que involucran al oficialismo o a sus aliados, tiene las manos atadas.
Este cuadro nos confirma que, si queremos funcionarios públicos capaces de promover de manera imparcial y consecuente la agenda de derechos humanos, no alcanza con impugnar algunos nombres propios. La denuncia de las miserias de Pietragalla sirve, ante todo, al juego de la disputa entre agrupaciones partidarias y tiene su principal motor en la lucha entre gobierno y oposición. Si en verdad nos interesa resolver problemas como el de Formosa –que está lejos de ser el único relevante en la fracturada geografía social de nuestra república– debemos situar la discusión pública en otro plano, uno que no se refiere sólo ni centralmente a personas, disposiciones subjetivas o ideología. Nuestra atención debe estar colocada en el fortalecimiento de aquellas instituciones que sean capaces de promover una política pública –en este y también en otros campos– más universal y, por ende, de mejor calidad. Aquí donde debemos trabajar si, como sociedad comprometida con la libertad y la igualdad, deseamos privilegiar la protección de los derechos de todos y, en particular, de los más débiles. Una acción necesaria y posible para ello es reclamar la designación, sin más demora, de un Defensor (o Defensora) del Pueblo de la Nación.
¿Por qué un Defensor del Pueblo? El hecho de que la discusión sobre el problema de Formosa no haya reparado en la importancia de esta figura es reveladora de la escasa relevancia que los argentinos solemos atribuirle a formas de representación de la sociedad civil de naturaleza no partidaria. El cargo de Defensor del Pueblo de la Nación fue creado por la reforma constitucional de 1994, tomando como inspiración el modelo del ombudsman de las democracias escandinavas, aquellas a las que, según a veces proclamamos, nos gustaría parecernos. En esencia, el Defensor del Pueblo representa a los ciudadanos ante el estado y ante empresas que prestan servicios públicos. ¿Por qué no hemos visto actuar al ombudsman en estos años? Porque hace más de una década que el cargo se encuentra vacante. Y, dada la naturaleza y atribuciones del Defensor y la ausencia de presión ciudadana para apurar el nombramiento de un nuevo ocupante del cargo, las autoridades nacionales han mostrado muy poco interés en cumplir con esta manda constitucional.
La Constitución dispone que el Defensor del Pueblo sea designado por acuerdo parlamentario de una mayoría calificada (dos tercios) de ambas cámaras. Se trata de un requisito exigente, que demanda un amplio acuerdo entre las fuerzas con gravitación parlamentaria. Aunque difícil de alcanzar, este requerimiento es importante para evitar que el Defensor sea un mero vocero del oficialismo (como Pietragalla) o un instrumento al servicio de las fuerzas de oposición. Una vez designado, el ombudsman tampoco puede ser removido fácilmente. Todo esto hace que, una vez en funciones, el Defensor no esté compelido a rendirle pleitesía a ningún grupo político particular, ni oficialista ni opositor.
La principal obligación del Defensor del Pueblo es la protección de todos los derechos ciudadanos que puedan ser objeto de violación por parte de autoridades nacionales, provinciales o locales. Encarna la voz de los ciudadanos ante el poder del estado. La Constitución le otorga importantes prerrogativas. No sólo es autónomo tanto del gobierno como de los partidos de oposición sino que cuenta con legitimidad procesal (es decir, que puede iniciar causas judiciales). Posee, además, las inmunidades y privilegios de que gozan los legisladores nacionales; así, por ejemplo, no puede ser detenido por las fuerzas de seguridad. Por supuesto, el Defensor tiene la facultad de intervenir en cualquier rincón del territorio nacional. El ombudsman no sólo está facultado para realizar investigaciones e inspecciones donde puedan estar cometiéndose delitos o violaciones los derechos humanos. También puede querellar ante la justicia a cualquier funcionario público, de carácter electivo o no, que, a su juicio, atente contra un derecho consagrado por nuestras leyes.
A nadie puede sorprender que un ombudsman dotado de estas atribuciones y, sobre todo, tan independiente del poder de turno, sea una presencia incómoda para los ocupantes eventuales de la Casa Rosada. De hecho, desde que Eduardo Mondino se alejó de la Defensoría en 2009, ningún gobierno ha hecho demasiados esfuerzos para designar un reemplazante. Los últimos dos presidentes, Cristina Fernández de Kirchner y Mauricio Macri, intentaron cubrir el cargo con figuras identificadas con su proyecto político y, ante el fracaso de sus iniciativas, optaron por dejarlo vacante. Más que la figura de un Defensor independiente, siempre los tentó el modelo que ofrece la Oficina Anticorrupción, cuyas autoridades son designados por el Poder Ejecutivo y se alinean con él. Esta es la razón por la cual, primero con Julio Vitobello, luego con Laura Alonso y ahora con Félix Crous, la Oficina Anticorrupción siempre ha tenido por costumbre prohibirse molestar al gobierno en funciones.
Desde hace tiempo, el Comité de Derechos Humanos de la Organización de Naciones Unidas y Amnistía Internacional, entre otros organismos internacionales, han reclamado que el Estado argentino cubra la vacancia de Defensor del Pueblo. También lo hizo la Corte Suprema de Justicia. Pero ni la presión externa ni la del Poder Judicial han resultado suficientes para lograr este cometido. Y la razón última de este fracaso es que a los grupos gobernantes no les entusiasma que sus acciones sean objeto de escrutinio. Si están en condiciones de evitarlo, mucho mejor. Es cierto que, desde 2009, el gobierno debió pagar un cierto precio en términos de reputación cada vez que sus candidatos a Defensor fueron rechazados por la oposición parlamentaria. Pero, en el fondo, tanto Fernández de Kirchner como Macri vieron esos fracasos como un triunfo. La ausencia de un ombudsman los permitió sacarse de encima un molesto organismo de control, dejándolos con las manos más libres.
Por estas razones simples, pero nada irrelevantes, poner en movimiento el proceso de designación de un nuevo Defensor del Pueblo de la Nación requiere acrecentar la presión ciudadana sobre la elite política en su conjunto. No tengo dudas de que algunos sectores de la dirigencia política –aquellos convencidos de que una política pública más transparente es también una política de mejor calidad– colaborarán en esta tarea. Reacia a ceder privilegios, la mayoría continuará mirando para otro lado, ofreciendo una sorda resistencia. A esos sectores es necesario recordarle que, al obstaculizar la designación de un ombudsman, está en falta, incumpliendo una obligación constitucional.
Pero quizás el mensaje más importante es que la designación de un Defensor del Pueblo no será posible si la sociedad civil no asume un papel más activo en este reclamo. Periodistas, intelectuales y formadores de opinión deben contribuir a visibilizar este injustificable retraso. Para elevar la calidad de nuestra democracia, esta tarea es más importante que el relato de las pequeñas rencillas entre dirigentes políticos que ocupan parte importante del tiempo de los canales de noticias y de las páginas de los diarios. Estoy lejos de romantizar el potencial transformador de la sociedad civil, o de considerar que construir apoyo ciudadano para una causa noble y legítima es sencillo. Sin embargo, hay razones para mirar el futuro con algún optimismo. De hecho, hace poco tuvimos una muestra formidable del potencial creador de los movimientos ciudadanos, que triunfaron en una lucha aún más larga y difícil: sin la fuerza del movimiento de mujeres, la sanción de una ley tan trascendental como la de Interrupción Voluntaria del Embarazo todavía estaría trabada en alguna comisión parlamentaria.
El escándalo de los centros de aislamiento sanitario de Formosa nos muestra cuán dañina puede resultar una política pública desprovista de controles externos, e indiferente a los derechos que el estado debe tutelar. Una política sanitaria que, en nombre de la defensa de la vida y la salud pública, no sólo ha sido capaz de producir resultados muy lesivos para la dignidad humana sino que también ha causado sufrimiento físico y mental y que, incluso, carga sobre sus espaldas con sus propias muertes. Pero el caso Insfrán y Pietragalla también nos invita a tomar conciencia de que hay acciones que pueden poner coto a una razón de estado que, librada a sus propios impulsos, a veces se convierte en prepotencia y arbitrariedad. Entre ellas, una muy valiosa es reclamar la designación de un Defensor (o Defensora) del Pueblo de la Nación. Es decir, de una figura cuya lealtad primera no es con el partido de gobierno o con alguna de las fuerzas de oposición, sino con la construcción de una democracia más respetuosa de la diversidad, el pluralismo y más comprometida con la promoción del bienestar ciudadano. Siempre debemos tener presente que la mejor medida de la calidad de nuestra civilización política no la ofrece la elocuencia de la palabra de los que, de un lado o de otro de la trinchera política, alzan la voz en nombre de la nación, el pueblo o la ciudadanía. Más bien, la ofrece el modo concreto en que protegemos, de la manera más amplia y sistemática posible, los derechos y las libertades de todos y, en particular, los de los integrantes más desaventajados de nuestra comunidad. Esto vale tanto para Formosa como para Jujuy, para Buenos Aires o Santa Cruz, para San Luis o la CABA. Para avanzar en esta tarea, nada mejor que apostar a fortalecer instituciones diseñadas específicamente para salvaguardar los derechos de las mayorías y colocadas por encima de los caprichos y avatares del choque de opiniones y la lucha partidaria. Los argentinos tenemos una asignatura pendiente.
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