“el pasado, siempre incompleto, se reconstruye. Pero nunca de una vez y para siempre”

Sarlo

 

1.

La ESMA es uno de los sitios de memoria vinculados al pasado reciente más intensamente discutidos desde los años mismos de la recuperación democrática. Las polémicas y los debates en torno a qué hacer con ese espacio, cómo narrar su historia, cómo intervenirlo, ocuparon páginas de ensayos y publicaciones periódicas.

Recuerdo que en los primeros años de la década pasada, desde Memoria Abierta, se impulsó una jornada fundamental sobre ese tema que se desarrolló cuando aún no existían visiones tan polarizadas. Ese encuentro permitió intervenciones plasmadas en documentos que hoy, cuando uno vuelve a leerlos, no puede dejar de sentir cierta nostalgia por ese tiempo de visiones dialogadas.  Eran años en que todavía todos, por decirlo de algún modo, se sentían “autorizados” y eran habilitados para opinar acerca del futuro destino del espacio. También por aquellos años la Revista Puentes que editaba la Comisión Provincial de la Memoria de La Plata le dedicó algún número al tema,  en el que  se recogieron opiniones de diferentes personalidades del campo intelectual. Era un tiempo en el que se reconocía que no existía pleno consenso acerca de qué hacer con ese espacio y que esa falta de acuerdo formaba parte de un intenso debate que había que resguardar.

«Saxígrafa», de la serie El color que cayó del cielo (Arkham-ESMA), fotografía, Marco Bufano, 2015.

Nunca hubo plenos acuerdos acerca de qué hacer con ese inmenso predio de 17 hectáreas, ni tampoco en torno a qué lugares debían ser preservados para la memoria y cuáles no. Recuerdo la reprobación de muchos cuando fue parcelizado y entregado arbitrariamente a diferentes organizaciones de Derechos Humanos. También recuerdo cuando se defendía la realización de actividades de corte festivo,  amparándose sus impulsores  en la idea poco entendible  de que donde había reinado la muerte ahora debía reinar la vida. Así, hubo celebraciones de las más diversas: por las calles que rodean sus edificios y parques  se hicieron festejos, se hicieron parrilladas, desfilaron murgas y también fue espacio dedicado al ensayo de agrupaciones artísticas como Fuerza bruta. Desconozco si eso sigue sucediendo allí. Lo que sí recuerdo es que a lo largo de estas casi cuatro  décadas hubo proyectos más y menos sensatos, más y menos atentos a la significación que ese sitio tiene en la historia de los argentinos.

De todos los espacios, uno en particular, el del Casino de oficiales, ocupó siempre el foco de atención. Nuestro grupo, el que hizo la visita el pasado 22 de noviembre pasado,  llegó hasta sus puertas cuando el eco de esas discusiones ya se han convertido en lo más parecido a un susurro lejano y olvidado para muchos. Ahora hay allí, en ese espacio,  una intervención museográfica  inaugurada unos meses antes del fin del mandato de Cristina de Kirchner.

 

2.

Llegamos hasta ese lugar recordando  que antes de que esa intervención fuera desplegada en ese sitio, no  habían sido pocas las críticas al modo en que se realizaban las visitas al espacio, en general  estructuradas en torno a un discurso de carácter militante que poco lugar daba a la posibilidad de formular preguntas por fuera del guión enunciado en la voz de los jóvenes guías. Algo de lo que fui testigo y que puede confirmarse releyendo algunas páginas de la novela  “Una misma noche” de Leopoldo Brizuela o “Memorias de una princesa montonera” de María Eva Pérez. La ficción también se ocupó de ese desborde enunciativo poniendo en evidencia una situación no muy diferente a la que por esos mismos años tenía lugar en otros sitios de memoria repartidos a lo largo y a lo ancho de la geografía del país, gestionados esos espacios, en su gran mayoría, por militantes de organizaciones de derechos humanos  o sobrevivientes, adueñados por derecho propio de ruinas o restos que habían resistido el paso del tiempo.

Podría decirse que este derrotero de la ESMA, atravesado por discusiones y polémicas, por intentos de apropiación ideológica y de sentidos no es muy diferente a lo ocurrido con otros sitios del dolor diseminados alrededor del mundo. Hay una creencia ingenua acerca de que en otros países se ha logrado recuperar esta clase de sitios de manera sosegada. Y eso no es cierto. No hay más que leer las agitadas discusiones en torno a los pabellones en Auschwitz, sostenidas  entre quienes insistían en destacar una memoria polaca o partisana por sobre la memoria del sufrimiento judío, por poner solo uno de tantos ejemplos. No habría que escandalizarse entonces porque aquí, en el Río de la Plata, los debates hayan sido tan intensos y por momentos, apasionados en la defensa de visiones. No han sido los nuestros,  en su estridencia, muy diferentes. Es entendible, el tema en discusión  logra reeditar, en todo lugar, verdaderas batallas por los usos y los sentidos de esos  espacios, por hacer que digan lo que realmente fueron y por sentar las bases de un mensaje para el porvenir que nadie quiere dejar  librado a su suerte.

Lo cierto es que quienes llegamos hasta las puertas de la ESMA, somos integrantes de un grupo conformado por personas que en su mayoría mantuvimos miradas críticas acerca de las políticas desplegadas en el campo de los Derechos Humanos por las sucesivas administraciones kirchneristas. Poseedores de visiones sostenidas en miradas que siempre insistieron en problematizar los modos del recordar y las estrategias desplegadas para hacerlo. Algunos de nosotros, más abocados a pensar los desafíos que suponen los procesos memoriales, otros más concentrados en los dilemas que ha asumido el proceso de justicia post dictadura.

No llegamos allí con un pensamiento neutro. Para cada uno de nosotros la ESMA ocupa y ocupó siempre un lugar referencial  por los sentidos que allí convergen y que de seguro seguirán convergiendo a lo largo de los próximos años.

 

 

3.

Más allá de cierta observación crítica sobre los modos en que se  presenta el panorama social y político de la Argentina del siglo pasado  a través de una breve proyección audiovisual que busca  introducir al visitante, aprecié el modo eficaz de intervención del espacio, el cuidado puesto en resguardar el lugar como pieza de evidencia judicial, el tono de los relatos allí desplegados, el carácter judicial de los testimonios elegidos.

En una visita de dos horas es imposible leer todos y cada uno de los textos que introducen a la historia del sitio, pero creería que en líneas generales es posible advertir un cuidado en la elección de las palabras y los conceptos, un modo discreto y sin golpes bajos elegidos para narrar el sufrimiento que allí tuvo lugar para los miles de cautivos. No es poco. Todos hemos conocido espacios y  lugares de memoria en los que sorprende la apelación a lo espectacular en el  relato del horror. El vagón de Auschwitz utilizado para la deportación de las comunidades centro europeas,  exhibido en el Museo del Holocausto de Washington, alcanza como ejemplo de esto que aquí se dice.

Esto no ocurre en el sitio ESMA, y eso habría que destacarlo positivamente. Se advierte un cuidado en la preservación original del espacio, en evitar  herir  la sensibilidad del visitante apelando a historias desgarradoras. También un medido uso de las palabras utilizadas para nombrar lo ocurrido: que no se haya optado por calificar como trabajo esclavo el  que fuera llevado adelante por los prisioneros en la pecera y en su lugar se haya elegido llamarlo “forzado”, no es poca cosa. Es solo uno entre tantos ejemplos,  e imagino que llegar a ese acuerdo nominativo no habrá sido sencillo para los diseñadores y curadores que habrán debido lidiar con protagonistas aferrados a ideas y conceptos para quienes esas ideas y esos conceptos adquieren el carácter de innegociables.

 

4.

Toda visita a lugares de memoria, y más cuando se trata de sitios que dialogan con la historia personal de quien lo visita, nunca es del todo satisfactoria. Es entendible que uno sienta que “algo” falta decir, que “algo” no está del todo explicitado o que podría haberse enunciado de otra manera. Al menos así es  mi experiencia de visita a sitios del dolor. A veces ese “algo”  puede ser para algunos “secundario”, para otros, “fundamental”.  Y es posible que suceda que en ulteriores visitas compruebe uno  que aquello que antes no estaba, ahora aparece dicho, y viceversa. Los sitios del dolor vinculados a los pasados recientes nunca hay que verlos como si se tratara de una versión definitiva y acabada; están sujetos a las coyunturas políticas y sociales del presente y, también, a las dificultades de negociar sus sentidos, generalmente mucho más  con los antiguos protagonistas  que con los profesionales de la historia.

Recuerdo cuando en 1980 visité Yad Washem en Jerusalén donde el tema nada “menor” del Judenrath ni siquiera ocupaba un mínimo espacio en su narrativa museográfica, cuando en verdad, esa perversa “institución” creada por el ejército ocupante alemán  había cumplido una tarea nada menor en la ”exitosa” posibilidad de la deportación de miles de personas. Una historia triste y dilemática que recién en los últimos años ha ido, despaciosamente, ocupando un lugar en las narrativas. No me atrevo a juzgar la tardanza en propiciar su aparición. Todos podemos imaginar lo doloroso que supone evocar ese derrumbe ético y las complejidades de nombrarlo. En los ochenta aún había familiares del Judenrath viviendo en Israel y es seguro que también muchos que habían sido salvados de una muerte segura gracias a sus intervenciones. Eran años en los que el texto fundamental de Hannah Arendt  Eichmann en Jerusalén no estaba aún en los estantes de las librerías de ese país, y mucho menos había logrado ser  traducido al hebreo, algo que recién ocurrió hace pocos años atrás. Como lo sabemos, hay temas que queman los ojos.

Si bien la figura del Judenrath no explica el Holocausto, ni la dinámica de los campos de exterminio, ni la barbarie antisemita, entiendo que ese “episodio” echa luces más que interesantes que no pueden obviarse si se pretende comprender en su plena dimensión  la original dinámica que tuvo ese proceso genocida. Sin la historia de los Judenrtah se puede entender el Holocausto, no cabe la menor duda, pero su relato agrega sentidos y significados nada menores. Y como dice Arendt en el capítulo de su libro dedicado a la comunidad judía húngara, también enseñanzas.

En nuestro caso, y fue algo que expresé en la reunión que mantuvimos a la salida de nuestra visita a la ESMA, sentí que aquí también había algo que estaba ausente, y que ese algo no era secundario. Visité  la ESMA en noviembre pasado conociendo, por mi edad, mi profesión y nacionalidad, ampliamente la historia de ese sitio; una situación que de seguro no es compartida con los miles de visitantes nacionales y extranjeros que llegan anualmente para recorrerlo. Lo que allí se narra en cada uno de los espacios, es el uso que los perpetradores hicieron de ese sitio, la dinámica de reclusión, los tormentos aplicados, los modos de compartimentar los diferentes pisos para mejor ejercer la tarea represiva, quedando fuera, sin enunciación alguna, o enunciada solo de manera muy lateral o vaga, quiénes eran los allí recluidos. No digo en su vertiente biográfica  –porque fueron miles- sino en qué marco se produjeron sus caídas, qué era lo que pensaban, qué hacían, cuáles eran las organizaciones en las que muchos de ellos actuaban en los años previos o inmediatos al golpe de estado de 1976. Es decir, advertí la falta de un encuadre que permita entender las razones y condiciones que hicieron posible no solo que miles de personas hayan sido perseguidas y sometidas a tormento por parte del aparato estatal sino también que otras, en este caso los miembros de la fuerza pública, hayan estado dispuestas a cometer las vejaciones que cometieron. Me refiero al contexto que, como alguna vez lo advirtió Todorov, “no concierne solo a las víctimas sino también a los perpetradores, porque es a ellos a los que hay que intentar comprender ya que de otra manera la explicación no puede quedar reducida a la idea de monstruos inhumanos. Esta es la peor solución, contraria a lo que la psicología y la historia nos enseñan. No hay dos clases de personas, unos monstruosos y otros inocentes; hay circunstancias, interacciones, historias, que transforman a las personas en asesinos”.

En el sitio se percibe una marcada insistencia en dejar en claro que lo que allí se narra es exclusivamente la historia del lugar y del accionar del Terrorismo de Estado, razón por la cual el marco político, social e ideológico en el que ese terrorismo estatal se gestó y dañó esas vidas  está, por decirlo de algún modo, justificadamente ausente. Una aclaración que deja fuera, no una parte, sino gran parte del inmenso universo del cual la ESMA era una de sus piezas, no la única.

Acaso el visitante informado no necesite de este dato y llegue al sitio ya con un conocimiento e ideas previas consolidadas, pero para aquel a quien la historia contemporánea argentina le es desconocida, solo alcanza a ver allí, eso imagino, una monumental máquina de destrucción y muerte sin entender los motivos que impulsaron a los perpetradores a crearla y sostenerla, ni quiénes eran los allí atormentados. Estoy hablando de historizar, de la necesidad de reponer un relato que tenga la capacidad de ubicar hechos y protagonistas en el justo lugar que alguna vez ocuparon en el ayer.

Hace unos años atrás, en el marco de una visita al Parque de la Memoria, un sitio dedicado a recordar a los asesinados y desaparecidos, el mismo Todorov advertía allí una historia eludida, como si el esfuerzo monumental  hubiera estado puesto en emocionar más que en explicar  lo sucedido en nuestro país. Su observación recibió condenas por parte de aquellos que no veían ni ven la necesidad de explicar nada. Como si explicitar los contextos, los orígenes de la violencia, las opciones que muchos hicieron por ella, fuera sinónimo de justificar su destino cruel.

 

5.

Nada de esto lo enuncio por fuera del reconocimiento de la complejidad y los esfuerzos que suponen sostener la apertura pública de espacios de este tipo. En los años de construcción del Museo de la Memoria de Rosario, también emplazado en un sitio de memoria, la posibilidad de “penetrar” esas zonas más complejas como las que nombro más arriba, estuvo obturada. Solo había lugar para la narración de las lógicas represivas, sin posibilidad de echar demasiadas luces sobre quiénes eran, qué hacían, o a qué aspiraban las víctimas. Vuelvo a decirlo,  ¿enunciar ese “costado” del pretérito significa justificar la barbarie homicida del Estado porque muchos no convalidamos sus opciones militaristas  y muchos de los discursos e ideales detrás de los que se encolumnaron? En absoluto, solo sería un modo de presentar la densidad de un tiempo en el que la violencia y las ideas extremas eran, por decirlo así, moneda corriente para buena parte de nuestra sociedad y a las que muchos, no todos los caídos, se entregaron.

En uno de los ensayos más precisos que se hayan escrito sobre nuestra dilemática relación entre espacios y memoria, Beatriz Sarlo arriesgaba una idea cuando, en referencia al Museo del Holocausto de Washington, decía que si en ese caso -y por extensión a muchos otros Museos del Holocausto situados en otras ciudades del mundo-, es posible lograr una  identificación imaginaria con las víctimas, una operación similar es difícil que ocurra con las nuestras: a diferencia de las comunidades judías centro europeas “las víctimas del Terrorismo de Estado no fueron parte de una comunidad sino de una constelación social con varias líneas políticas […] posiblemente sería sencillo establecer una identificación con los simpatizantes de periferia, y su mundo de ideales, manifestaciones callejeras, asambleas estudiantiles y fabriles. Pero basta leer los documentos que se  han difundido en los últimos años para ver que solo una operación de la buena conciencia reconstructiva sería capaz de convertir esas páginas inflamadas en una declaración de buena voluntad solidaria”. He allí creo, una de los obstáculos a la hora de explicitar en todo su espesor, el drama de aquellos años en espacios de estas características.

Quisiera que se entienda,  no estoy señalando una falta que no llego a entender cómo se ha producido ni a qué razones responde. Es una observación que trata de poner en evidencia las zonas agitadas de ese ayer que imagino solo podrán ser dichas, enunciadas acaso, por las generaciones futuras, aquellas que logren mantener con los hechos una debida distancia, sin correr el riesgo de recibir sanción alguna al momento de ser señaladas, o quedar inscriptos sus enunciantes en la adscripción a la teoría de los dos demonios.

Pilar Calveiro dice que la posibilidad de existencia de un campo de concentración solo se explica por la negación de la sociedad a reconocer su existencia. Una idea que necesariamente  arroja la pregunta sobre la sociedad que le dio cobijo a ese espacio atroz. Y cuando digo sociedad estoy diciendo discursos, instituciones, sistemas políticos y judiciales que fueron funcionales a su existencia y su perdurabilidad en el tiempo. La dictadura no operó en un vacío. Cuando se repone ese dato civil -la visita al campo, a cualquier campo-, las preguntas se amplían y se multiplican haciendo que lo que allí ocurrió no pueda entenderse solo como responsabilidad absoluta de quienes dirigieron criminalmente el destino de ese espacio. Me refiero a la responsabilidad moral que se derrama, como una mancha oscura, sobre la sociedad que toleró o alentó alguna vez su existencia. Esta es otra de las deudas del relato de esa visita, porque no alcanza con repetir que se trató de una dictadura-cívico militar, un concepto del que todos podemos datar la fecha de primera enunciación y a qué intereses político partidarios respondió. Un concepto así enunciado que señala, no precisamente a la sociedad que toleró por acción u omisión el crimen, no a la clase política que lo alentó desde mucho tiempo antes, sino a otros actores de la vida económica y política argentina con las que la gestión pasada entró en pugna en un momento preciso de su segunda gestión. A eso busca referir esa dupla conceptual. El concepto civil así expresado, sin dar mayor espesor a su significado, pule la complejidad de la historia que se pretende evocar.

Vuelvo a decirlo, lejos de situarme desde un afuera, me reconozco como parte integrante de un amplio colectivo de intelectuales y gestores que hubiera querido que el relato de ese pasado en nuestros sitios de memoria hubiera sido capaz de penetrar el hueso más  duro de este drama político y social. Reconozco que no hemos podido hacerlo como lo deseábamos, y reconozco que no es lo mismo decir esto desde la responsabilidad que supone gestionar in situ esos espacios, enfrentando críticas que en muchos casos supieron  alcanzar en el pasado cotas casi violentas.

Los años que van del 2003 al 2015 fueron años de gran productividad en políticas públicas de memoria, eso es incuestionable. Y también debiera ser reconocido el ostracismo y la soledad a las que muchos fuimos arrojados cuando pretendimos enunciar una visión del pasado que no comulgaba con el espíritu de la tribu, en especial a la hora de pretender discutir las consecuencias que tuvieron  muchas acciones de la generación diezmada así  como el destino público de los sitios recuperados para enriquecer la  memoria social argentina.

El pasado nunca es libre, ninguna sociedad lo deja librado a su suerte.

Los lugares de memoria, sus interpretaciones, sus sentidos, nunca son definitivos.

Solo espero que el paso de los años permita que en ese espacio del dolor que visitamos hace tan solo unos días atrás, se le pueda dar, en un futuro no muy lejano, un generoso cobijo a otras miradas que hagan posible que el espesor de la Historia ingrese con todos sus claroscuros, para de ese modo lograr que esta clase de sitios alcance su sentido más necesario al servir, no solo como evidencia de lo que ocurrió y nunca debió ocurrir, sino también como legado del cual poder extraer aprendizajes.