A raíz de las discusiones en torno a la legitimidad del reconocimiento a las víctimas de la guerrilla como consecuencia del acto que tuvo lugar en la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Rubén Chababo evoca algunos momentos centrales de nuestro pasado reciente en los que este tema ocupó un lugar nada secundario, entre otros, el Prólogo al Informe de la CONADEP, pero también evoca  la reflexión de muchos protagonistas de aquellos años, entre otros, Héctor Schmucler quien logró construir un valioso universo reflexivo sobre el llamado “pasado reciente” en el que las consecuencias de la violencia revolucionaria es uno de sus temas.

Imagen de portada: «Sestri Levante» de Raul Russo

Hay quienes piensan que estamos asistiendo a un debate postergado; no es así porque esta discusión ya fue abierta hace muchos años, más precisamente en los mismos años en que transcurría la dictadura, una discusión en cuyo centro medular estaba la pregunta por las víctimas ocasionadas por la acción de las agrupaciones armadas. Para situar ese momento, vale recordar que una vez producido el golpe de Estado, un grupo importante del exilio intelectual argentino encontró cobijo en México, lugar donde muchos de estos exiliados emprendieron un poderoso trabajo de introspección crítica focalizado en hacer un balance de lo ocurrido en los años setenta en nuestro país. La revista Controversia fue una de las plataformas donde se publicaron una serie de textos más que interesantes entre cuyas firmas más destacadas está la de Héctor Schmucler, figura central de nuestro campo intelectual y a la vez padre de un desaparecido.

Uno de los textos que Schmucler escribió en México en esa publicación se titula “Actualidad de los derechos humanos”, un breve ensayo en el que el autor llamaba a interrogarse no solo sobre el estado de violencia que había precedido al golpe militar de 1976 sino también en el que buscaba ampliar la comprensión del dolor sufrido al conjunto de la sociedad, incluyendo en ese amplio universo a las víctimas de las acciones guerrilleras. El texto de Schmucler es, como casi toda su producción, provocativo, porque está escrito a “contrapelo” de muchas de las opiniones dominantes en ese momento y además por el interrogante que abre en torno al valor preciado de la vida humana cuando es arrebatada por la violencia: “… y es que en la Argentina hubo policías  sin especial identificación muertos a mansalva, militares asesinados solo por ser militares, dirigentes obreros  y políticos exterminados por grupos armados revolucionarios que reivindicaban su derecho a privar de la vida  a otros seres en función de la “justeza” de la lucha que desarrollaban (…) ¿existen formas discriminatorias de medir que le otorgan mayor valor a una vida y no a otra? ¿Los derechos humanos evocan valores ecuménicos y transhistóricos, o es necesario situarlos en una visión política donde esos valores se dirimen de acuerdo a la relación de fuerzas de los sectores en conflicto?” Eso escribe con la audacia que caracterizó siempre a su pensamiento.

Vale la pena releer en estos días esas breves páginas para reconocer que, como suele suceder en tiempos de oscuridad, siempre hay alguien que con lucidez logra formular las preguntas que acaso solo encontrarán respuesta años más tarde. En este caso, la pregunta por el necesario reconocimiento del daño que podemos infringirle al semejante, por el “valor” de su vida en relación a la nuestra, a la de “los nuestros”.

Debemos decirlo: la llamada violencia política es de naturaleza muy diferente a las otras violencias, posee rasgos específicos. A diferencia de los otros tipos de violencia, la que se ejerce políticamente y cuyo objetivo es la eliminación del adversario, produce tres tipos de daños, uno de carácter personal, que es el que sufre la persona que es asesinada, mutilada, torturada o desaparecida. El segundo, de carácter político: al sustraérsele la vida, al asesinado se le niega su derecho a la ciudadanía, algo que podría condensarse en la idea de que para quien ejerce la violencia, ese sujeto “no cuenta” para la sociedad por la que lucha o la que aspira instaurar. Finalmente, podríamos reconocer un tercer daño, que es de carácter social porque va más allá de la persona que ha sufrido la violencia: cuando ocurren hechos de esta naturaleza, la comunidad se fractura y se empobrece. Es decir, la violencia política deja marcas bajo la forma de un dolor que posee efectos expansivos y que se derraman sobre la sociedad en su conjunto, cancelando la idea de una comunidad política y la posibilidad de que aquellos que son diferentes puedan vivir juntos.

En cualquiera de los países del mundo donde pongamos nuestra mirada eso puede verificarse, en el País Vasco o en Irlanda del Norte, en Israel-Palestina, o en Guatemala, Colombia o en El Salvador por poner solo un puñado de ejemplos de sociedades que han sufrido o siguen sufriendo la clausura del debate de ideas y su reemplazo por el enfrentamiento bajo la modalidad de violencias extremas capaces de demoler la vida en común.

«Sestri Levante» de Raul Russo

Cada sociedad gestiona de forma singular su relación con sus pasados de violencia y también, por extensión, el lugar que le asigna a sus muertos. No hay modelos que puedan importarse, pero sí experiencias que se pueden observar con atención. La nuestra, la argentina por ejemplo, detenta como parte de su patrimonio moral el haber logrado enjuiciar a los responsables de graves crímenes de Estado, y a su vez el haber creado una de las primeras Comisiones de la Verdad y la elaboración de un Informe que sirvió, años más tarde, de modelo a muchas otras en el resto de América latina. Sería recomendable en estos días volver a leer las breves páginas con que se abre este célebre documento suscripto por los integrantes de una Comisión integrada por líderes religiosos cristianos, protestantes, judíos, miembros del mundo académico, políticos y luchadores por la causa de los derechos humanos, porque en ese prólogo se describe sin ambigüedad la brutalidad ejercida por los militares sobre nuestra sociedad civil, reconociendo a su vez que en el pasado inmediato al golpe de marzo de 1976 el dolor ya se enseñoreaba en las calles de nuestro país, y que la violencia política, tanto de derecha como de izquierda bajo la forma de atentados, secuestros y asesinatos, cubría de espanto y dolor a muchísimos argentinos, y que esa violencia, concluye ese Informe, no debería nunca más ser consentida entre nosotros. En este sentido el Nunca Más, ofició de guía, fundando las bases de un proyecto democrático para la reconstrucción de una comunidad de ciudadanos, proyecto que debía sostenerse, si aspiraba a ser perdurable, en la memoria de un pasado criminal signado por el ejercicio de una violencia que había ocupado el centro mismo de la escena pública.

Lo sabemos, dos décadas más tarde, en 2006, ese prólogo fue reemplazado por uno nuevo, redactado al calor de una nueva coyuntura en la que el pasado fue apropiado y reinterpretado para que fuera útil a los usos de ese presente. Sin embargo, para muchos de los que fuimos contemporáneos a la redacción de aquel documento inaugural de nuestra democracia, el eco de esas palabras sigue resonando en nuestra memoria, cifrado ese eco en la idea y el mandato de recordarnos que ninguna violencia de Estado puede volver a ser justificable y que toda violencia, de cualquier naturaleza y en especial la política, daña de manera irreparable a la sociedad donde ella se despliega.

Por eso, en estos días en que las posiciones vuelven a tensarse en torno al dolor de los ausentes, sería útil, diría necesario, volver a estas páginas  aquí evocadas, las de nuestro Nunca Más, y a las que acuñan el pensamiento, siempre actual e irreverente de Héctor Schmucler, a quien  la marca del dolor inscripto en su propia biografía,  por su exilio y por la desaparición de su hijo, no le impidió decir, en cada una de sus intervenciones, que debiéramos aspirar a vivir en una sociedad que sea capaz de cobijar hospitalariamente, con el inmenso esfuerzo que ello supone, la comprensión y la compasión por el dolor de todos sus miembros. Que es innegable que hay grados diversos de responsabilidad frente al crimen, y que su gravedad es extrema cuando lo cometen agentes del Estado, pero que no hay ni puede haber jerarquía de víctimas. Y que el pacto civilizatorio, ese que hace posible que vivamos juntos, exige reconocer que el derecho a que no se nos arrebate violentamente la vida posee un valor de carácter innegociable. Y que todo lo demás, aunque nos cueste aceptarlo, es mero comentario.