En este ensayo breve de Robert Jan van Pelt cuya traducción presentamos aquí, el autor narra su experiencia como guía en una visita de formación pedagógica a Auschwitz y otras localidades de referencia histórica de la Alemania nazi. La carga simbólica universal del nombre de Auschwitz puede sin embargo ser la propedéutica para una confirmación turística de algo ya sabido y una banalización en forma de espectáculo y descuido. R. Jan van Pelt pone de relieve la importancia de la narración y la necesidad de recobrar al menos en parte la experiencia de los campos y la conciencia de que es un lugar no conocido.

 

Y nosotros: ¡espectadores, siempre,

por doquier, vueltos al todo y jamás

hacia fuera! Nos colma. Lo ordenamos.

Se desintegra. Lo reordenamos

y nos desintegramos a la vez.[1]

 

Al menos una vez al año acostumbro llevar a un grupo de personas a una visita de varios días a Auschwitz. En ocasiones el grupo está conformado por universitarios o académicos; en otras, el grupo forma parte de  talleres anuales para maestros norteamericanos de escuelas secundarias que se preparan para enseñar el Holocausto.  Al comenzar la visita, antes de ingresar al sitio, llevo al grupo hasta la abertura en la cerca de doble alambre de púas, próxima al  Crematorio I. Ese espacio proporciona un conveniente atajo  entre las exhibiciones de los Bloques (cuarteles) 4, 5, 6, 7 y 11, ubicados dentro del recinto, y el crematorio, situado al otro lado de la valla; de ese modo, los visitantes no tienen que caminar por la larga ruta de regreso a la entrada donde está la puerta con la inscripción Arbeit Macht Frei. Durante el tiempo en que el campo de concentración estuvo activo, esta puerta era el único punto de comunicación entre el espacio interior y el afuera. No fue hasta 1947, cuando el sitio se convirtió en museo, que se creó el segundo ingreso.[2]

Al comenzar nuestra visita a las 9:00 de la mañana, generalmente estamos solos en este lugar; la mayoría de los visitantes que sigue la ruta prescrita, necesitarán al menos dos horas para llegar a este punto. Entonces, doy al grupo unas sencillas instrucciones. A la mitad de ellos les pido que formen una línea a lo largo del interior de la cerca, manteniendo una distancia de dos metros entre cada uno de ellos y que se sitúen a 1,5 metros del alambre de púas. A la otra mitad  le pido que salga y haga lo mismo, pero del lado exterior de la cerca, cada uno parándose frente a alguien que esté en el interior. Entonces suele haber algunas miradas de perplejidad e incomodidad. Pero habiendo recorrido una gran distancia para «experimentar» Auschwitz, rápidamente todos se ponen en posición, de frente a otra persona a través de las dos capas de alambre de púas. Luego les pido que simplemente miren a esa persona que tienen  frente a sus ojos y que no se detengan hasta que yo se los diga. Antes de empezar, aclaro: “Este no es un concurso de miradas. Pueden parpadear tanto como deseen. La pregunta no es saber quién es más fuerte, sino qué ven cuando observan a otra persona a través de una cerca de alambre de púas, y qué sucede dentro de ustedes cuando saben que son observados a través de una cerca de alambre de púas». Es allí cuando  comenzamos.

Por lo general, siempre tienen lugar las mismas reacciones: alguien, en el primer minuto o dos, rompe a llorar; una o dos personas interrumpen el contacto visual y se salen de la línea; y después de cinco minutos, los restantes muestran un estrés severo en sus rostros, incluso dolor. En este punto, pongo fin al ejercicio y le pido al grupo que explique lo que acaba de suceder. La conversación siempre gira en torno a la repentina sensación de estar en Auschwitz, de haber llegado, y algunos atribuyen sus lágrimas al estrés causado por ese motivo. Hablamos de ver a otro ser humano contenido por una herramienta inventada para controlar el ganado en las praderas americanas. En este punto, a menudo pido a los participantes que toquen las púas afiladas y les leo una cita del filósofo francés Olivier Razac:

«Ciudad nocturna», nro. 3, Félix Rodríguez (2020).

El simple hecho de colocar a los hombres detrás de un alambre de púas produce imágenes superpuestas de hombres y bestias. La polivalencia técnica del alambre de púas —su capacidad de repeler cualquier ser vivo, sea una vaca o un perro— produce una especie de conmoción cuando se usa para encerrar a las personas, sacudiendo su certeza de que son humanos. Esto confirma su suerte: como las bestias, deben servir para el trabajo o ser sacrificadas.[3]

La mayoría de los participantes asiente, pero pocos atribuyen su reacción emocional a la repentina percepción de sus colegas vistos como bestias. Normalmente, su principal preocupación es la contradicción que sienten entre la impenetrabilidad física del alambre de púas y su transparencia óptica. La sensación inicial de alguien criado en la relativa comodidad y seguridad de América del Norte, de alguien que nunca ha sufrido abusos o humillaciones profundas, es típicamente la de percibirse a sí mismo como un sujeto y al otro como un objeto. A esto le sigue una segunda sensación, la de ser visto por el otro, de ser el objeto percibido en la mirada de otra persona. Si la primera sensación engendra compasión, la segunda desencadena un sentimiento de exposición, vulnerabilidad e incluso vergüenza. Hasta aquí llegamos: la dialéctica del guardia y el preso, del preso y el guardia.

Hoy en día, visitar Auschwitz, Buchenwald o cualquier otro antiguo campo de concentración preservado gracias a fuertes subsidios gubernamentales y sofisticadas campañas internacionales de recaudación de fondos, es sinónimo de participar en la industria turística junto a millones de otras personas. El crítico literario Paul Fussell distinguió al turista del explorador o viajero por su búsqueda de «aquello que ha sido descubierto por el espíritu empresario y preparado para [ellos] por las artes de la publicidad de masas»[4]. Mientras que la exploración o el viaje pueden garantizar o al menos ofrecer la posibilidad de una aventura, una «buena historia» como recompensa por alguna incomodidad, el turismo promete tranquilidad y seguridad: todo estará contemplado, desde el transporte y el alojamiento hasta la comida y el entretenimiento, incluso las propinas.

Al igual que otros destinos turísticos, la mayoría de los sitios conmemorativos de los campos de concentración ofrecen grandes estacionamientos que dan cabida a docenas de autobuses con aire acondicionado, baños limpios que cumplen con las normas internacionales de higiene, servicios en muchos idiomas internacionales, un paisaje de ruinas bien cuidado, marcado por letreros discretos en varios idiomas, exhibición de buen gusto, espacios, tiendas que venden libros, DVD, carteles o postales, y cafeterías en el mismo sitio. Cerca, pero no más cerca de lo que lo permitiría el lugar, hay restaurantes un poco más exclusivos y, un poco más lejos, alojamientos que van desde dormitorios tipo albergue hasta hoteles cómodos que ofrecen camas tamaño “queen” y baños en suite. Los sitios conmemorativos de los campos de concentración se enumeran y clasifican en las principales guías turísticas de acuerdo con su calificada importancia histórica y la calidad de la infraestructura turística que ofrecen. En la edición 2013 de Lonely Planet’s Europe,  Auschwitz-Birkenau ocupa el puesto número 3 entre los seis «Highlights de Polonia», detrás de las estatuas de gnomos en Wroclaw, pero por delante de la ciudad de Gdańsk, pero también merece un «Imperdible”, que afirma (indiscutiblemente) que “pocos nombres de lugares tienen más impacto que Auschwitz ”. El libro proporciona además información práctica sobre lugares de interés, horarios de recorridos y conexiones fáciles de autobús por 12 zlotys desde Cracovia (centro de la infraestructura turística de Polonia, clasificado como la octava entre las veinticuatro mejores experiencias de Europa).[5]

Cuando los visitantes llegan a Auschwitz, la mayoría ve el lugar por primera vez (y probablemente también la última). Sin embargo, todos lo han visto antes, en libros, programas de televisión, películas, sitios web. Las vallas, torres de vigilancia, puertas, cuarteles, crematorios de Buchenwald, Auschwitz y Majdanek, y sus monumentos conmemorativos se han convertido en los iconos visuales de un bienintencionado pero vago «¡Nunca más!», consigna que comenzó a ser enunciada después del final de la guerra. La proliferación de imágenes y descripciones de destinos turísticos, según Fussell, produce inevitablemente un mundo de «pseudo-lugares» que responden a las fantasías de los turistas. Mientras que los lugares son «extraños y requieren interpretación», los pseudo-lugares «atraen por su familiaridad y predicen  un reconocimiento instantáneo, permitiéndoles exclamar: ‘hemos llegado'»[6]. Aquellos que estamos involucrados en la preservación y presentación de los sitios conmemorativos de los campos de concentración todavía mantenemos un sincero respeto por estos sitios que siguen siendo (afortunadamente) extraños y fuera de lugar en medio de un presente consumista sin lugar, sitios que continúan demandando responsabilidades de interpretación. Pero los esfuerzos más honorables por salvaguardar un sitio como un lugar genuino se ven abrumados por la presencia cada vez más evidente de su correspondiente pseudo lugar, algo que los visitantes ponen en escena a través de su lista de objetivos  preparada de antemano: cerca: ✓; torre de vigilancia: ✓; puerta: ✓ barraca: ✓; exhibición de maletas: ✓; exhibición de cabello: ✓; crematorio: ✓.

Si bien este enfoque es lamentable, no necesariamente afecta la capacidad de otros visitantes para experimentar el sitio a través de otros registros. Fussell, escribiendo en 1980, no logró prever el efecto transformador del teléfono celular  en manos  del turista, en su capacidad para distraer y ofender a los demás. En los últimos años, he visto a cientos de adolescentes tomando selfies en la puerta «Jedem das Seine» en Buchenwald e innumerables veinteañeros enviando mensajes de texto a sus amigos desde la cámara de gas del crematorio que aún existe en el Auschwitz Stammlager. En una ocasión, bajo el techo abovedado del mausoleo de Majdanek, observé a una mujer de mediana edad que estaba gratamente entretenida con una  llamada mientras fumaba protegiéndose de la lluvia. Mientras hablaba, golpeó distraídamente su cigarrillo contra el borde de la enorme urna circular en el centro del espacio, dejando caer las cenizas de su cigarrillo en las cenizas recolectadas pertenecientes a miles de personas asesinadas en el lugar. Este el tipo de comportamientos que puede esperarse cuando los turistas reciben el mensaje incondicional de «No te pierdas» estos sitios.

La primera vez que viajé a Auschwitz, poco después de la caída del Muro de Berlín, lo hice solo, en tren, sin mucho dinero, sin plan previo, sin boletos de regreso o una idea clara de lo que iba a encontrar, si es que iba a encontrar algo. Había visto fotografías del lugar y estaba buscando documentos relacionados con la construcción del sitio que no sabía que encontraría en el Museo Estatal de Oswiecim (como era conocida en aquel tiempo  la organización que administraba el sitio). Me sentía un explorador, y dentro del alcance limitado de mi carrera personal, estaba de hecho arriesgándome a desplazar el foco de mi investigación desde los territorios seguros explorados en mis estudios de posgrado hacia el futuro incierto al que me enfrentaría como historiador de la arquitectura especializado en los campos de exterminio. Si las respuestas que recibía a mis solicitudes para ocupar puestos de enseñanza en las escuelas de arquitectura eran un indicador, las señales para mí eran poco alentadoras. “Por supuesto, estamos intrigados por su tesis acerca de que  Auschwitz es importante para nuestra comprensión de la arquitectura contemporánea, pero lamentablemente nuestros planes actuales no se ajustan a sus intereses. Le deseamos valor y suerte en sus esfuerzos”, decía una de las cartas de rechazo que recibí.  Fuera de los archivos, sin embargo, yo era un viajero común y corriente: mi estancia de tres meses en Polonia solo se vio empañada por el tipo de desventura que surge cuando uno entra de repente en una sociedad en rápida y dolorosa transformación.

En estos últimos años, llego a Auschwitz como turista, o mejor, como guía al servicio de turistas. Quizás no sean  turistas promedio: se trata de profesores de secundaria que, por ejemplo, ya han completado un seminario de cuarenta horas sobre cómo enseñar el Holocausto a los adolescentes (la cuestión de si corresponde enseñar el Holocausto a adolescentes no se discute ), y que ya han comprometido dos semanas de su tiempo y gastado miles de dólares para volar desde América del Norte a Munich, donde emprenderán un recorrido en autobús siguiendo un largo itinerario  antes de llegar a Auschwitz[7]. Ayudé a concebir este tipo de viaje en 2002 y acompañé a cada grupo durante los catorce días como guía y como académico residente. El recorrido sigue una secuencia temporal (la historia del nazismo y el Holocausto de 1919 a 1945) dentro de un marco espacial (el camino de Munich a Auschwitz); cada lugar arroja luz sobre un tema diferente: en Munich, el ascenso del nazismo; en Dachau, el comienzo del terror patrocinado por el estado en 1933; en Nuremberg, el culto al Führer de mediados de la década de 1930; y en Weimar-Buchenwald, la facilidad con la que la sociedad civil se acomodó al terror. En Berlín y Sachsenhausen, se visitan lugares clave en el proceso de toma de las decisiones que condujeron al genocidio de los judíos y la búsqueda de métodos de asesinato eficientes; en Varsovia, el antiguo gueto donde se agrupaba a los judíos como una masa de subhumanos superfluos; en Tykocin, las fosas comunes dejadas por las unidades móviles de matanza que encabezaron la fase asesina del Holocausto; y en Treblinka, las huellas del campo de exterminio, la inevitable conclusión de los acontecimientos precedentes. Finalmente, viajamos, vía Majdanek y Cracovia, a Auschwitz, donde nos enfrentamos a los restos de la fábrica de muerte más grande e infame. Cada preparativo del viaje se hace con el objetivo de proporcionar una experiencia de calidad, que incluye horarios detallados, búsquedas guiadas de rastros históricos en rutas a pie y conferencias nocturnas ilustradas. Las necesidades logísticas de los visitantes se acuerdan con anticipación: se les garantiza el desayuno y la cena del hotel, un almuerzo para llevar en el autobús con aire acondicionado (con un baño que funciona) y una cama limpia en una habitación compartida por la noche. No se deja nada librado al azar. De hecho, es un viaje que se caracteriza por el deseo de brindar una experiencia de calidad, pero sigue siendo un viaje turístico. Me refiero a él, con cierta ironía, como el «HoloHop».

El ejercicio que dirijo en la cerca de alambre de púas es un intento por desestabilizar a los visitantes en su condición de turistas, de introducir, a través de esta circunstancia desconocida de compartir la mirada con otra persona, la posibilidad de sentir vergüenza, miedo o duda; una posibilidad inherente a ser viajero o explorador. Por supuesto, todos los que visitan Auschwitz esperan encontrarse con horribles registros históricos: fotos de personas desfallecientes, de cadáveres, la clase de material visual que comenzó a ser publicado después de la liberación de Bergen Belsen en abril de 1945. Pero, en realidad, esas imágenes son raras en la narrativa documental de Auschwitz[8]. Sin embargo, los visitantes preconciben Auschwitz como una sinécdoque del Holocausto, y recurren a su iconografía más amplia de imágenes mediáticas para desarrollar de antemano formas de lidiar con el espectro de la inhumanidad.

El paradigma turístico ofrece poca orientación o preparación para lidiar con el sentido de la vergüenza, de la propia desnudez. Como observó Friedrich Nietzsche en Morgenröthe (Aurora): “El sentimiento ‘¡Soy el punto medio del mundo!’ surge con mucha fuerza si uno se siente repentinamente abrumado por la vergüenza; entonces uno se queda allí como confundido en medio de un mar embravecido y se siente deslumbrado como por un gran ojo que nos mira desde todos los lados»[9]. La sensación de estar en el centro de atención o en el centro del mundo (aunque sea por un instante) induce a un reconocimiento de responsabilidad que perturba la experiencia turística, con su consumo pausado, sin esfuerzo y esencialmente irreflexivo del lugar. La misma dinámica se aplica a la sensación de estar solo y necesitado del otro que Jean-Paul Sartre atribuyó a la vergüenza de ser visto como nada más que un objeto: “La vergüenza es el sentimiento de una caída original, no por el hecho  de que pude haber cometido tal o cual falta en particular, sino simplemente que me ‘caí’ al mundo en medio de las cosas y necesito la mediación del Otro para ser lo que soy”[10]. La experiencia que propongo realizar frente a la alambrada busca alterar la dinámica del grupo, creando un vínculo intensificado que trasciende los placeres compartidos de hacer turismo, experimentados previamente en el viaje.

La dimensión de vergüenza, pero también el concomitante sentimiento de confusión, rabia e incluso el deseo de una medida de justicia interpersonal fueron explorados, quizás más que en ningún otro lugar, en los escritos de Primo Levi, quien fue deportado a Auschwitz a principios de 1944. En Los hundidos y los salvados, su último libro, Levi describe su llegada a Auschwitz esperando encontrar allí un espíritu de solidaridad y su sorpresa al descubrir que ese espíritu no existía dentro del campo. Levi esperaba encontrar «un mundo terrible pero descifrable, de conformidad con este modelo simple que llevamos atávicamente dentro de nosotros: ‘nosotros’ dentro y el enemigo fuera, separados por una frontera geográfica claramente definida». Sin embargo, esto no sucedió. “El mundo en el que me precipitaba era terrible, sí, pero también indescifrable: no se ajustaba a ningún modelo; el enemigo estaba por todas partes pero también adentro, el ‘nosotros’ había perdido sus límites «. En Auschwitz, Levi encontró a los prisioneros no como «compañeros en la desgracia» sino como oponentes: el vecino representaba una amenaza mayor para la seguridad o la supervivencia propia que un guardia: «la forma instantánea de una agresión concéntrica por parte de aquellos en quienes uno esperaba encontrar futuros aliados fue tan dura que provocó el colapso inmediato de la capacidad de resistir”.[11]

Gracias a sus habilidades profesionales y a su mucha suerte, Levi se salvó de la muerte durante su encarcelamiento en el campo satélite de Auschwitz cerca de Monowitz. En 1944, los alemanes seleccionaron a algunos Häftlinge (prisioneros) que habían estudiado química para trabajar en el laboratorio de la fábrica de caucho sintético adjunta al campo. Como se relata en Si esto es un hombre, la selección se realizó mediante un examen realizado por el Doktor Ingenieur Pannwitz.  Era, como dijo el Kapo Alex (capataz de los reclusos), “el sueño de un loco. Con estos rostros vacíos, con estos cráneos rapados, con estas ropas vergonzosas, dar un examen de química”. Alex lleva a Levi a la oficina de Pannwitz, donde se encuentra con la mirada del examinador, lo que desencadena un episodio de rabia, el único durante toda su estancia en Auschwitz:

Cuando terminó de escribir, levantó los ojos y me miró… esa mirada no era una mirada entre dos hombres; y si hubiera sabido explicar completamente la naturaleza de esa mirada, que venía como a través del cristal de un acuario entre dos seres que viven en mundos diferentes, habría logrado explicar la esencia de la gran locura del Tercer Reich.

Uno sentía en ese momento, de manera inmediata, lo que todos pensábamos y decíamos de los alemanes. El cerebro que gobernaba esos ojos y esas manos cuidadas dijo: “Este algo que tengo frente a mí pertenece a una especie que obviamente es oportuno reprimir. En este caso particular, primero hay que asegurarse de que no contenga algún elemento utilizable”.[12]

Las habilidades de Levi le brindaron cierta protección hasta enero de 1945, cuando cayó enfermo y fue ingresado en el hospital del campo, una sentencia de muerte en ese momento. Ante el avance del Ejército Rojo, las SS evacuaron los campos a principios de 1945, con la intención de matar a los prisioneros que no habían podido unirse a la marcha hacia el oeste. Pero un ataque aéreo y el miedo a la inminente llegada del Ejército Rojo hicieron que las SS entraran en pánico y huyeran, dejando a Levi y a 800 prisioneros enfermos y moribundos en Monowitz, sin comida ni agua. En los diez días transcurridos entre la salida de los alemanes y la llegada de los rusos, cientos de estos prisioneros murieron y el resto sobrevivió en condiciones terribles. En el noveno día, Levi recuerda:

“26 de enero. Estamos en un mundo de muerte y fantasmas. El último rastro de civilización se ha desvanecido alrededor y dentro nuestro. La obra de degradación bestial, iniciada por los alemanes victoriosos, ha sido llevada a su conclusión por los alemanes en la derrota.

Es el hombre quien mata, el hombre quien crea o sufre la injusticia; ya no es hombre quien, habiendo perdido todo control, comparte su lecho con un cadáver. Quien espera que su vecino muera para tomar su trozo de pan está, aunque sin culpa, más alejado del modelo del hombre pensante que el pigmeo más primitivo o el sádico más vicioso… Por eso la experiencia de quien ha vivido días durante los cuales el hombre era simplemente una cosa a los ojos del hombre no es humana”.[13]

Uno de los compañeros de prisión de Primo Levi, un químico judío húngaro de cincuenta años llamado Sómogyi, muere esa noche. A la mañana siguiente, mientras lleva el cuerpo a la fosa común, Levi escribe: “Los rusos llegaron mientras Charles y yo llevábamos a Sómogyi hacia un poco más afuera. Volcamos la camilla en la nieve gris.”[14] En el momento de la liberación no escribió nada más, una clara muestra de que el mundo que los alemanes habían creado en Auschwitz no podía deshacerse. Sin embargo en La tregua, las memorias en las que narra el viaje de retorno a casa, entra en más detalles:

“La primera patrulla rusa apareció en el campamento alrededor del mediodía del 27 de enero de 1945… Cuando llegaron al alambre de púas, se detuvieron a mirar, intercambiaron algunas palabras tímidas y lanzaron miradas extrañamente avergonzadas a los cuerpos desparramados, a los maltratadas chozas y a los pocos que aún permanecíamos vivos… No nos saludaron, ni sonrieron; parecían oprimidos no solo por la compasión sino por una confusa contención que les cerraba los labios y les ataba los ojos a la escena fúnebre. Era esa vergüenza que conocíamos tan bien, la vergüenza que nos ahogaba después de las selecciones, y cada vez que teníamos que mirar, o someternos a alguna atrocidad: la vergüenza que los alemanes no conocían, que el justo experimenta por el crimen del otro; el sentimiento de culpa de que exista tal crimen, de que el crimen se haya introducido irrevocablemente en el mundo de las cosas que existen, y de que la voluntad para el bien haya resultado demasiado débil o nula, y no haya servido como defensa”.[15]

En 1961, año en que se publicó en Alemania Si esto es un hombre, Levi trabajaba como director de una fábrica de pinturas y barnices. Mientras estaba allí, se encontró con el nombre de alguien que había trabajado en el laboratorio de Auschwitz-Monowitz: un químico alemán llamado Doktor Müller, que había sido asistente del Doktor Pannwitz y supervisor inmediato de Levi.  En sus memorias El sistema periódico, Levi recuerda que Müller le había hablado “solo tres veces, y las tres veces con una timidez poco común en ese lugar, como si se avergonzara de algo”. Desde su liberación de Auschwitz, Levi había deseado tener un momento de ajuste de cuentas con alguno de los alemanes que había encontrado en el campo:

El encuentro que esperaba con tanta intensidad como para soñarlo por la noche (en alemán), era un encuentro con uno de los de allá abajo, de los que se había deshecho de nosotros, que no nos habían mirado a los ojos, como si no tuviéramos ojos. No era para vengarme: no soy el Conde de Montecristo. Mi intención solo era restablecer las proporciones correctas y decir: «¿Y bien?»[16]

Levi le escribió a Müller, identificándose como aquel prisionero anónimo que había trabajado para él. Müller respondió confirmando su identidad, y así comenzó una correspondencia entre los dos, en la que Levi le formuló preguntas difíciles y Müller respondió con intentos de explicación y conciliación, con el ánimo de «superar ese terrible pasado». Levi trató de suspender el juicio[17]. Müller pedía con frecuencia un encuentro cara a cara y un día llamó a Levi, tenso y agitado, diciéndole que planeaba viajar a la Riviera italiana. Sorprendido, Levi accedió a una reunión, pero ocho días después, «recibí de la señora Müller el anuncio de la muerte inesperada del Doktor Lothar Müller en su sexagésimo año de vida».[18]

Mientras visito Auschwitz con estudiantes o profesores de secundaria, comparto la historia de la llegada de Levi al campo y sus encuentros con el Dr. Pannwitz, con los cuatro soldados rusos y luego lo del Dr. Müller, todo el mismo día en que hacemos el ejercicio de mirarnos a través de la cerca de doble alambre de púas. El relato de confusión, rabia, vergüenza y una venganza sutil por parte de Levi ofrece una oportunidad de brindar un lenguaje para la experiencia en ese sitio, de expandir la conversación más allá de la dialéctica demasiado obvia entre prisionero y guardia, guardia y prisionero. En la famosa frase de Hannah Arendt: «la narración revela el significado sin el error de definirlo»[19]. Una experiencia inesperada en la que nos vemos bajo una nueva luz y un puñado de historias sobre ver y ser visto: todo esto con el fin de ayudar a los estudiantes y profesores a imaginar el lugar como si nunca antes hubieran oído hablar de él, como si lo vieran por primera vez.

El tiempo que pasamos frente a la cerca de alambre de púas es, por lo tanto, un pequeño acto de resistencia realizado con la vana esperanza de que, incluso hoy, aunque solo sea por un momento, es posible transformar un pseudo-lugar en un lugar, o como dirían los alemanes, un auténtico Ort, palabra que originalmente significaba punta de lanza, en la que todo corre junto y que, cuando golpea a un ser vivo, crea una herida donde el ser se junta con el dolor y la conciencia[20]. Al mirarse a través de la cerca de alambre de púas, les pido a los miembros del grupo que transformen sus miradas en lanzas, las miradas en heridas. Y absorbiendo el sentido de las historias, descubran las palabras para compartir su experiencia. Si los comentarios que recibo al final son sinceros, quiere decir que ninguno de los que participaron en esta formalidad simplemente descartó la experiencia aun cuando ella no figurara en la lista de objetivos “imperdibles” (por supuesto, sí aparece en mi propia lista y todas las veces  hago una nota mental después de nuestra corta estancia frente a la cerca: las miradas regresaron: ✓). Ha demostrado ser suficiente para sacudir sus expectativas sobre el viaje y generar una sensación de que, tal vez, no llegaron a un lugar que ya habían visto.

 

 

___________________________________________

Robert Jan van Pelt es profesor de historia cultural en la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Waterloo. En 1997-1998, presidió el equipo que desarrolló el plan maestro para preservar el campo de concentración de Auschwitz. Es autor de numerosos libros, entre ellos Auschwitz: 1270 to the Present (1996), con Debórah Dwork, y The Case for Auschwitz: Evidence from the Irving Trial (2002), un relato de su experiencia como perito de la defensa en el caso por difamación Irving vs. Penguin y Lipstadt, relacionado con la negación del Holocausto. Es comisario jefe de la exposición itinerante Auschwitz: Not long ago. Not far away (2017) y co-curador de The Evidence Room en la Bienal de Arquitectura de Venecia 2016.

[Nota publicada originalmente en el sitio e-flux architecture el 2/10/2020, https://www.e-flux.com/architecture/monument/351167/auschwitz-and-the-architecture-of-the-reversed-gaze/. Traducción: Rubén Chababo e Hilda Sabato]

[1] Rainer Maria Rilke, Duino Elegies, trans. Edward Snow (New York: North Point Press, 2000), 51.

[2] El hueco en la cerca se ha ganado un lugar en las guías de viaje. De ahí la instrucción dada por Rick Steves en una de las mejores guías en inglés para esa región: “Antes de salir de Auschwitz, visite el crematorio (desde el Bloque 11, salga de frente y pase la primera fila de cuarteles, luego gire a la derecha y siga recto por la carretera entre las dos filas de barracones; pase a través del espacio en la cerca y busque la chimenea a su izquierda.” Rick Steves Eastern Europe, 7tha. edition, eds. Rick Steves and Cameron Hewitt (Berkeley: Avalon Travel, 2012), 372.

[3] Olivier Razac,  Barbed Wire: A Political History, trans, trans. Jonathan Kneight (New York: The New Press, 2002), 89.

[4] Paul Fussell, Abroad: British Literary Traveling Between the Wars (New York and Oxford: Oxford University Press, 1980), 39.

[5] Tom Masters et al., Europe on a Shoestring (Melbourne: Victoria, 2013), 14, 817, 825.

[6] Fussell, Abroad, 42–3.

[7] El programa está organizado por una fundación benéfica estadounidense: The Jewish      Foundation for the Righteous (JFR). Esta organización apoya a las personas no judías que arriesgaron sus vidas para salvar a judíos durante el Holocausto, con pensiones y asistencia médica y, a su muerte, con un funeral y una lápida. El JFR también lleva adelante un programa educativo destinado a formar  a los maestros de escuela secundaria y preparatoria para enseñar la historia del Holocausto.

[8] Cuando el Ejército Rojo liberó Auschwitz en enero de 1945, el campo  estaba casi vacío, mientras que cuando el Ejército británico abrió las puertas de Belsen, en abril de 1945, ese campo estaba repleto de prisioneros y cadáveres insepultos. Y mientras los soldados británicos que entraban en Belsen iban acompañados de un equipo de fotógrafos profesionales y un equipo de filmación, las unidades del Ejército Rojo estaban mal equipadas como para tomar fotografías durante sus operaciones.

[9] Friedrich Nietzsche, Daybreak: Thoughts on the Prejudices of Morality, trans. Reginald John Hollingdale (Cambridge: Cambridge University Press, 1997), 352.

[10] Jean-Paul Sartre. Being and Nothingness: An Essay on Phenomenological Ontology, trans.  Hazel E. Barnes (London and New York: Routledge, 2003), 312.

[11] Primo Levi, The Drowned and the Saved. Raymond Rosenthal (New York: Simon and Schuster, 1986), 37–38.

[12] Primo Levi, If this is a man, trans. Stuart Woolf (New York: The Orion Press, 1959), 122–123.

[13] Ibid., 204–5.

[14] Ibid., 206.

[15] Primo Levi, The Truce, trans. Stuart Woolf (London: The Bodley Head, 1965), 11–12.

[16] Primo Levi, The Periodic Table, trans. Raymond Rosenthal (New York: Schocken, 1984), 214–215.

[17] Al final, articuló la siguiente visión de la personalidad de Müller: “Ni infame ni héroe: después de filtrar la retórica y las mentiras de buena o mala fe, quedó un espécimen humano típicamente gris, uno de los no tan pocos hombres tuertos en el reino de los ciegos… No era cobarde, ni sordo, ni cínico, no se había conformado, estaba tratando de ajustar cuentas con su pasado y no lo lograba: trató de hacerlo, tal vez haciendo un poco de trampa. ¿Se le podría pedir mucho más a un ex SA?»

[18] Ibid., 223.

[19] Hannah Arendt, “Isak Dinesen 1885–1963,” in Men in Dark Times (New York: Harcourt, Brace & World, 1968), 105.

[20] Ver Martin Heidegger, “Language in the Poem”, in On the Way to Language, trans. Peter D. Herz (New York: Harper & Row, 1971), 159.