“El Perú del 2021 será, sin duda, un hito en la memoria de los futuros peruanos, un pozo hondo en la línea de tiempo de varias generaciones. Quizá ahora no se aprecia con claridad, pero estamos afrontando una tragedia que, aparentemente, nos llevará al borde de la disolución como comunidad” dice José Carlos Agüero en la Introducción a Cómo votan los muertos, un ensayo en el que indaga y reflexiona en torno a la encrucijada a la que se enfrenta la sociedad peruana ante la trágica opción de tener que elegir entre dos candidatos -Keiko Fujimori y Pedro Castillo- ubicados, cada uno de ellos, en los extremos ideológicos y que representan y reivindican visiones y proyectos para el Perú de carácter claramente irreconciliable.

José Carlos Agüero, autor del célebre ensayo Los rendidos, sobre el don de perdonar, narra y analiza este dilema exponiéndolo de manera aguda y desgarrada.

 

¿Quién ha matado este hombre que su voz no está enterrada?

Manuel del Cabral

Las elecciones en el Perú suelen tener algo de trage­dia planificada. En las últimas décadas, pocas veces se han vivido como un gran momento cívico; han sido más bien modos en que algunas crisis de fondo han encontrado cómo posponer una resolución; o han funcionado como canales para aliviar la tensión social. Con el paso de los años, han perdido en calidad y ha crecido su carácter dramático. Votar por el mal menor ha dejado de ser un dicho para ser pueril realidad. Casi una costumbre. La adaptación a esta pobreza política nos ha traído graves costos, a la larga. La pandemia de COVID-19 es un problema mundial, pero el modo en que se ha vivido en nuestro país, en la práctica como si no hubiese Estado, solo ha pasado en muy pocos lugares[1].

Las elecciones entre Pedro Castillo, un profesor y dirigente sindical de izquierda, y Keiko Fujimori, excongresista, hija del dictador Alberto Fujimori, de derecha, para muchos, ha llevado lo del mal menor a nuevos abismos. Las elecciones en primera vuelta ya habían mantenido a la población muy indiferente. No sería exagerado decir que se veían todas las opciones como ajenas, lejanas, de escasa calidad. Y más que eso, fuera de lugar, sin vínculo con la crisis sanitaria, el caos, la pobreza. Elegir entre estas opciones no parecía entusiasmar a un cansado y literalmente enfermo jura­do ciudadano. Los resultados, donde ni los ganadores obtuvieron una votación comparable a cualquiera de las anteriores producidas este siglo, reflejaron este desáni­mo[2].

Conforme han corrido las semanas, sin embargo, se ha pasado del predominio de un enfoque de mal me­nor, que parecía llevar al desánimo y la parálisis, a otro donde sí ha prendido la contienda. Esta no deja de ser entre dos candidatos considerados malos; finalmente, no pueden haber cambiado de la primera a la segunda vuelta. Lo que ha cambiado es lo que los electores y los grupos de poder han agregado, han puesto en el escenario. Unos, los de a pie, parecen haber dejado de lado los sofismas sobre la calidad de los candidatos, y han ido en busca de ellos, los han construido para que representen, por lo menos, fugazmente, sus necesida­des de identificación. Los otros, los grupos de poder, han decidido intervenir en la elección agresivamente y evitar que sus intereses corran cualquier riesgo[3].

Que estemos en un escenario donde las identida­des y aspiraciones se hayan puesto en acción es lo que le agrega la vitalidad que no tuvo en los meses anterio­res y que no tuvieron las elecciones de años pasados. Una vitalidad enervante que no necesariamente pro­duce virtudes. Quizá, por el contrario, más fácilmente tiñe todo el espectro de violencia o de su promesa.

Pero creo que hay algo más. La pandemia ha co­rrido el límite a la imaginación de la catástrofe. En un mar de muerte, enfermedad y desidia de la autoridad, entregada a ser testigo del colapso, lo peor que puede pasar ya ha pasado, o se está viviendo ahora mismo. Desde este moridero, votar tiene connotaciones mu­cho más relevantes que solo escoger un presidente. La primera quizá sea la más simple pero, a la vez, funda­mental: votar será pasar lista y decir «¡presente!, sigo vivo». Y ese voto será una afirmación, una prueba de que aún habitamos este mundo. Ya sea para recons­truirlo, para acabar de destruirlo, para decir basta, para reventar, para cobrar revancha o para defenderlo de uno o todos los males, que parecen haber confluido este otoño de 2021 en nuestro cansado país, el Perú del año del Bicentenario.

«La taza y las cinco flores», Pablo Flaiszman (2020, barniz blando – aguatinta)

Una guerra de salvación

Quizá una de las razones para esta vivencia tan ansiosa es que se ha planteado en términos de una cruzada. Los involucrados la han abordado como una tarea de salvación, donde el ganar una elección no es un medio para hacerse cargo de la administración estatal, sino de salvar algo o todo, a uno mismo, a los seres queridos, a la patria, a la democracia, a la economía, a la propia existencia del país, que parece se juega su viabilidad. Por lo tanto, el llamado hacia los ciudadanos comunes y corrientes es a sumarse a la causa y cumplir con el deber.

Ambos candidatos se han presentado como pro­puestas salvadoras. Por lo tanto, identifican al rival no como un adversario, sino como un peligro. Y no como cualquier peligro –a eso estamos más o menos acos­tumbrados–, sino un peligro extremo, uno que puede provocar la extinción de todo lo que estamos acostum­brados a ser o lo que soñamos llegar a ser.

Y una cruzada contra el mal no tiene medias tin­tas. El grupo de Pedro Castillo manda el mensaje a sus simpatizantes y al electorado de que su misión es res­catar al país del poder de los patrones, los empresarios avaros, los ricos desconectados del país, rescatar las riquezas nacionales de su expolio extranjero, defender el suelo y a la gente de abajo y de lejos de los limeños y las clases altas aliadas del imperialismo, y salvarla de Keiko Fujimori que, en esta coyuntura, personifica ese mal, el cual se expresa coyunturalmente, pero se lo en­tiende antiguo, centenario.

Explícitamente se usan imágenes como la del país milenario, la del pobre sentado en el banco de oro o variantes. No se trata, por lo menos en términos sim­bólicos, de una propuesta electoral de gobierno, sino de una propuesta de ajuste de cuentas con el tiem­po, con la justicia negada, con algo que suena a un ansiado proceso de reformas profundas, estructurales, que por nostalgia puede, además, traer algún eco a re­volución. Todo esto canaliza sentimientos, al apelar a dicotomías como los de abajo versus los de arriba. Las regiones versus la capital. Los pobres versus los ricos.

Se trata, pues, de un esquema muy viejo, muy simple, que se organiza de modo binario, estereotipa­do y, por momentos, pueril. Parece contener una mez­cla de discursos en constante montaje, efervescentes, improvisados, construidos con la mezcla de versiones del marxismo de manual, con sentidos comunes sobre los males del país, la herencia colonial, ejemplos poco trabajados de los gobiernos bolivarianos y con algo así como un sentimiento anticolonial.

Hay mucho de negativo en construir una imagen o una identidad desde estos elementos. Pero quizá lo peor es que, para salvar, se debe creer y sentir que se está en lo correcto indudablemente. Que representas el bien. En este caso, que eres capaz de identificarte plenamente con un sujeto histórico tan trascendente como abstracto, que eres el intérprete del pueblo. Y en nombre de él, todo se podría permitir. Porque el pue­blo hace la historia, no la explica. Lamentablemente, este tipo de identidad puede llevar como mínimo a una autosuficiencia y, en el peor de los casos, al dog­matismo, la intolerancia; posiblemente, al abuso de poder.

Si eso puede representar el mensaje del grupo de Castillo, Fujimori es su perfecto emparejamiento. De hecho, la identidad salvífica de Castillo le brinda la oportunidad a Fujimori de presentarse como la heroi­ca defensora de los valores auténticos del país; y lo que es más extravagante y ordinario, de la democracia. Sí, en ese lugar la ha colocado el destino, o ha sido colo­cada por la identidad de Castillo, o por los azares de la historia. Y posiblemente funcione como elemento de campaña, por insistencia y repetición.

Esta posición de defensora de la democracia no se sostiene en ninguna razón, reflexión, antecedente o verdad. Lo cierto es que el grupo de Keiko Fujimori es antidemocrático casi por definición. Se sostiene por el tipo de contexto de cruzada y por el miedo de los grupos que forman las élites económicas y mediáti­cas, quienes han decidido que juegue ese papel. Por loco que parezca y contra todo ejercicio de la razón. Tan absurdo como poner de adalid de las libertades a Mussolini.

La imagen o lo que puede estar significando o transmitiendo Fujimori, igual que Castillo, escapa a la disputa coyuntural. También parece encarnar una continuidad de defensa de la patria más antigua, una memoria que parece querer activarse. La lucha que dice encarnar la Fujimori sería un nuevo capítulo en la larga gesta de «la pacificación». Este discurso nos dice que, ante la amenaza terrorista de Sendero Luminoso en los 90, Alberto Fujimori y los militares salvaron a la patria y regresaron la democracia al país. Ante el nue­vo peligro –un retorno avieso y taimado del comunismo–, reemprenden la tarea. Como otrora héroe viejo y retirado, el fujimorismo vuelve a buscar sus armas para cumplir con su sagrado deber, porque es su destino salvarnos (queramos o no).

Acá no importa la verdad, sino un tipo de me­moria que ha permanecido latente en el país. Que los Fujimori no hayan derrotado a Sendero Luminoso y que, en vez de democracia, hayan instaurado una dictadura no es relevante porque los efectos sociales de esta verdad son escasos. La memoria salvadora, en cambio, sí tiene efectos movilizadores de corazones, mentes y nervios.

La patria, otra vez atacada por lo que ellos pre­sentan como el marxismo y el comunismo, y por el terrorismo implícito en esa línea de sensaciones, no puede sino merecer el retorno de su antiguo campeón. Fujimori ha abrazado ese regalo y se ha encargado de extremar el escenario de guerra del fin de mundo. O comunismo o democracia, plantea. Que, desde su discurso, es casi como plantear la vida o la muerte, la miseria o la riqueza, Venezuela o Estados Unidos, digamos.

Es una burla del destino que un grupo de poder antidemocrático, en este escenario, haya sido colocado –y se haya acomodado rápidamente, gustoso– en el lugar de paladín de la democracia. Es una clave que veremos luego: ¿hasta qué punto estamos viviendo un momento de disociación entre realidad social y llamé­mosles «consensos imaginarios sobre la realidad» que nos permiten seguir viviendo y que, incluso, podría­mos evitar llamarlos fantasía colectiva?

Fujimori se parece mucho, en esta estructura de identidad o de mensaje, a Castillo. También nos va a salvar del mal; y para hacerlo, nos pide varios precios: que no recordemos quién es; que miremos a otro lado para no constatar la enorme cantidad de gente corrup­ta de la que está rodeada; que incluso finjamos que no importa que acaba de salir de prisión. Más que olvido, nos pide pasmar la inteligencia.

Pero el precio de su propuesta es mayor. Para salvarnos, nos pide más. Nos pide mentir. Que com­partamos con ella y su grupo el gesto inmoral. Que usemos las armas de la desinformación, los psicoso­ciales, la estigmatización, el «terruqueo», el cinismo; que ejerzamos prácticas para instaurar y manipular el miedo, que abiertamente asumamos como válido, jus­to y necesario el juego sucio en la campaña electoral, como antes se pidió justificar la guerra sucia en el pe­riodo de violencia política. El costo que pide Fujimori para salvarnos del fantasma del comunismo es nuestra degradación.

(Este fragmento corresponde a las páginas 11 a la 19, el texto completo puede leerse aquí)

[1] Los datos sobre el impacto de la COVID-19 en el país son ca­tastróficos. Según el MINSA, los contagiados a mayo de 2021 son más de un millón ochocientas mil personas, con más de 66 mil muertes. Sin embargo, hay consenso en que se trata de un sub-registro y que la información que brinda el SINADEF se acerca más a lo que estaríamos viviendo. Esta institu­ción daba para fines de abril por lo menos 150 mil personas fallecidas por COVID-19. La comparación con otros países nos deja en un ranking penoso. Puede verse como ejemplo el cálculo que hace el Financial Times a inicios de abril de 2021, y que es recogido en una nota del diario Gestión con el título “Perú, el peor país del mundo en el manejo de la pandemia”: https://gestion.pe/peru/ft-peru-el-peor-pais-del-mundo-en-manejo-de-la-pandemia-noticia/?ref=gesr

[2] En las elecciones de primera vuelta, casi se podría decir que todos perdieron o que ganó al que le fue menos mal. El ausentismo fue muy grande, alrededor del 30% del total de ciudadanos hábiles, lo que revela el poco entusiasmo frente a la elección (de 24 millones, no votaron 7). Pero si además tomamos los votos emitidos, sumando los nulos más los viciados se tiene un 18%. El ganador, Pedro Castillo, obtuvo menos, solo 15%; la segunda, Keiko Fujimori, cerca de 11%. En las anteriores elecciones del 2016, en primera vuelta y también sobre votos emitidos, el primer lugar hizo 32%, el segundo 17% y, muy cerca, el tercero con 15%. Se pueden consultar los resultados históricos en la página de la ONPE. Para las actuales, aquí: ­https://www.resultados.eleccionesge­nerales2021.pe/EG2021/EleccionesPresidenciales/RePres/T Y para las del 2016, aquí: https://www.web.onpe.gob.pe/modElecciones/elecciones/elecciones2016/PRPCP2016/Resultados-Ubigeo-Presidencial.html#posicion

[3] Para una crónica informada y ágil de esta toma de posición de los grupos de poder, en este caso de los grandes medios de comunicación, ver el reciente artículo de Carlos Norie­ga, publicado en el medio argentino Página12: “Elecciones en Perú: disparan contra Pedro Castillo. Los grandes medios hacen campaña a favor de Keiko Fujimori” en: https://www.pagina12.com.ar/341850-elecciones-en-peru-disparan-con­tra-pedro-castillo