La desaparición de Facundo Astudillo Castro vuelve a poner sobre la mesa una historia de frustraciones y fracasos en los intentos por transformar, desde el regreso de la democracia, las instituciones policiales. Sergio Bufano pone en perspectiva histórica el hecho, releva los claroscuros de los distintos gobiernos y deja ver una fuerte incapacidad estatal redoblada por una corrupción eficaz y persistente.
El próximo lunes se cumplirán 27 años de la desaparición de Miguel Bru, un joven de 23 años, estudiante de Periodismo, músico, secuestrado en La Plata en 1993 por miembros de la Policía Bonaerense. Si bien dos de los presuntos asesinos fueron condenados, el cuerpo sigue sin aparecer. El gobernador de la provincia era Eduardo Duhalde, y el presidente de la Nación, Carlos Menem. Fueron numerosas las voces que reclamaron por el esclarecimiento del caso; todas fueron vanas. Desde la Comisión de Derechos Humanos del Senado provincial se pidieron informes al gobernador y al jefe de Policía, sin resultado alguno. El gobernador contestó con una frase que se hizo famosa: “La Policía de la Provincia de Buenos Aires es la mejor del mundo”.
Casos. El caso Bru se suma al de Andrés Núñez, desaparecido tres años antes, el 28 de septiembre de 1990, luego de que lo secuestrara una comisión policial. La única diferencia es que el cuerpo fue hallado cinco años después, mutilado y quemado. El gobernador era Antonio Cafiero.
Cuando le tocó el turno a Carlos Ruckauf, la policía recibió la orden de “meter bala”. Orden que fue cumplida. La Corte Suprema provincial lo denunció por la muerte de sesenta jóvenes en “supuestos enfrentamientos”. En 2001, mil menores de edad denunciaron haber sufrido torturas en comisarías bonaerenses.
Luciano Arruga fue detenido por la Bonaerense el 31 de enero de 2009. Su cadáver fue encontrado cinco años más tarde, el 17 de octubre de 2014, como NN en la fosa común del cementerio de la Chacarita. El gobernador Daniel Scioli no se esmeró en buscar una respuesta. Recién recibió a la familia de Arruga tres años después de la desaparición.
Julio López fue secuestrado el 18 de septiembre de 2006 y su cuerpo todavía no ha sido hallado. El gobernador era Felipe Solá y el presidente de la Nación, Néstor Kirchner. Si bien en este caso tanto uno como el otro trataron de esmerarse para intentar resolver el caso, aún nada se sabe de él. A la desaparición de López se suma que los llamados organismos de derechos humanos llegaron a poner en duda la idoneidad de la víctima, porque temían que el episodio dañara la imagen del gobierno de Néstor Kirchner. Desde Madres de Plaza de Mayo, su titular, Hebe de Bonafini, acusó a López de haber sido “un guardiacárcel” mientras estuvo secuestrado por la dictadura. No hay víctimas cuando se adhiere a un partido.
Hoy existe otro desaparecido: Facundo Astudillo Castro, un joven que intentó llegar a la casa de su novia, en Bahía Blanca, y lleva más de cien días desaparecido. Las dudas se han centrado nuevamente en la Policía Bonaerense, que por su trayectoria es la principal sospechosa, tenga o no responsabilidad en el episodio.
La Bonaerense. Más allá de la posible resolución de este caso, el problema que se plantea es qué hacer con la Policía de la Provincia de Buenos Aires. Antonio Cafiero encontró que casi 4 mil efectivos tenían prontuario por la comisión de distintos delitos. En 1997, Duhalde pasó a retiro a más de 200 comisarios; de 2008 a 2010, el gobernador Scioli expulsó de la fuerza a 872 policías, mientras otros 1.779 fueron desafectados del servicio por extorsiones, torturas, participación en delitos de otra índole. Desde diciembre de 2015, cuando asumió la gobernadora María Eugenia Vidal, se apartó a cerca de 12 mil policías, otros 2 mil fueron suspendidos y más de 700 detenidos. En total se iniciaron unos 27 mil sumarios, de los cuales 926 fueron por enriquecimiento ilícito.
Expulsar tal cantidad de efectivos tiene como objetivo sanear el cuerpo de seguridad de elementos dañinos. Pero a la vez tiene como correlato la creación de bandas vinculadas con la institución que actúan con armas oficiales, y –en muchos casos– la reincorporación de muchos de los expulsados.
Acuerdo. En un país donde la corrupción penetra a buena parte de los miembros de las instituciones (políticos, jueces, sindicalistas, dirigentes sociales, empresarios) es inútil pretender que la policía sea una comunidad honesta y límpida. Terminar con las prácticas corruptas exige años y rigurosidad en la aplicación de la ley. Por supuesto que no es fácil, pero en algún momento habrá que comenzar.
¿Por dónde? Inevitablemente, por arriba, por la cúspide. La clase política es la principal responsable de una situación que degrada las instituciones y afecta directamente la vida de las personas. ¿Entonces? ¿Es posible definir y acordar una política de Estado para transformar radicalmente a la policía? Solo si se ponen de acuerdo todos los partidos políticos sin especulaciones sectarias y se elabora un plan que trascienda los cambios de gobierno. De lo contrario, continuarán despidiendo y reincorporando indefinidamente a agentes de dudoso pasado.
Los cuerpos de Miguel Bru y Julio López siguen desaparecidos. No importa que hayan pasado muchos años. Sería imperdonable olvidarlos.
[El texto apareció originalmente en la edición del diario Perfil del 15 de agosto de 2020]
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