Documental necesario que reúne y da voz a un conjunto de víctimas del franquismo y busca impactar sobre la indiferencia y el olvido en la conciencia pública española. Sin embargo, en este ejercicio de la memoria histórica caben señalar algunos vacíos. Por un parte, la omisión de la experiencia argentina encarnada en el papel del abogado Carlos Slepoy y de la jueza Servini de Cubria. Por otra, el marco histórico español y el pacto político que dio origen a la España democrática.

El silencio de otros (estrenado en 2019, disponible en Netflix) es un documental dirigido por Almudena Carracedo y Robert Bahar que acompaña  a un puñado de víctimas de la dictadura franquista en la búsqueda de justicia. Fue filmada a lo largo de varios años y pone el foco en las peripecias del proceso judicial presentado ante los tribunales argentinos, desde 2010, amparado en el principio de la justicia universal que se aplica a crímenes de lesa humanidad. Lo más importante es que reúne y da voz a un conjunto variado de víctimas de crímenes cometidos en momentos diferentes del régimen: están los que buscan identificar los restos de sus familiares enterrados en fosas comunes en los años de la guerra civil, las madres que denuncian la apropiación de sus hijos recién nacidos, y algunos militantes detenidos y torturados en años posteriores. Más allá de los resultados de la investigación penal (todavía inciertos), es la historia de una lucha que busca dar visibilidad pública a un problema relegado y que busca la solidaridad de una sociedad que por décadas ha sido formada en la indiferencia y la supresión de las aristas más lacerantes del pasado.

Las prácticas de esa memoria de crímenes y agravios son siempre morales, apuntan a tocar una fibra sensible, promueven una identificación directa con los padecimientos de esos seres humanos abnegados, perseverantes, en una acción que los hermana más allá de las diferencias de edad o de condición, comprometidos con una causa que da sentido a sus vidas. Y entre ellos resalta la figura entrañable del abogado argentino Carlos Slepoy, exiliado y militante inclaudicable de los derechos humanos. La sensibilidad hacia las víctimas y esa sintonía moral con su causa es lo que convierte al film en una narración potente, lograda, en un documento necesario para los debates de la memoria pública.

Pero en esa narración se cuela algo del marco histórico a través de escenas y testimonios que ya no provienen de las víctimas o del registro de una historia “desde abajo”. Es sobre eso que caben algunas observaciones. Porque esa lucha no es sólo contra el olvido sino también contra algunas consecuencias de los acuerdos políticos que forjaron la España posfranquista.

«Kindle», Dani Yako (2020).

Los directores eligen no incorporar voces “autorizadas” que aporten un marco de conocimiento histórico, un recurso muy común del género. Están en su derecho. Nada habría que objetar si el relato quedara solamente a cargo de esos testigos directos, absolutamente convincentes, que persiguen legítimamente sus fines, sin compromisos y a los que no tiene sentido pedirles que se hagan cargo de otra cosa. Sin embargo, en la medida en que los realizadores no renuncian a incorporar otras voces y otras escenas las preguntas históricas no dejan de emerger.

Se presentan las “comisiones de verdad” en América Latina y el mundo como una consecuencia de esas luchas, con escenas de movilizaciones en la calle: Argentina junto con Chile, Perú, Uruguay, Guatemala, Ruanda, Camboya… Todos igualados en luchas semejantes contra “pactos de olvido” y leyes de amnistía. Pero equiparar a la Argentina con Guatemala o Ruanda es un grosero error histórico que podrían haber evitado. No hay ni una imagen del Informe del Nunca más (que fue replicado en muchos informes similares en América Latina y el mundo) o del Juicio a las Juntas. Y no estoy defendiendo ninguna prioridad argentina; simplemente, sin esa experiencia argentina que reúne decisiones políticas y estatales, luchas sociales, aprendizajes jurídicos, no se entiende el papel de Slepoy en esta historia ni mucho menos el de la jueza Servini de Cubría.

¿Por qué el proceso que denuncia crímenes contra la humanidad, que recurre al principio de justicia universal para superar el obstáculo de la Ley de amnistía (que todavía sigue debatiéndose en los tribunales españoles),  presenta su demanda ante un tribunal argentino, a miles de km de distancia, y no ante tribunales europeos? Que yo sepa, Francia, Italia, Inglaterra, admiten la jurisdicción universal para esos crímenes.  Seguramente hubo razones políticas más que jurídicas, en las que no entro.  Pero es claro que los lazos que se establecen entre esa acción de las víctimas en España y la experiencia de la justicia argentina frente a  los crímenes de nuestra dictadura quedan exhibidos con la presencia destacada en el relato de Slepoy y Servini de Cubría. A la vez quedan borradas las condiciones, el Informe Nunca Más, el Juicio a las Juntas, y la experiencia política y jurídica desplegada a lo largo de más de treinta años, que como es sabido se traspasó desde la Argentina a las acciones legales en España, Italia y Francia. No digo que el documental debía profundizar en esa dirección, pero la omisión de alguna escena o testimonio en ese sentido salta a la vista en la medida en que se elige mostrar sobre todo las luchas en la calle, como si las instituciones y los antecedentes jurídicos no hubieran cumplido ningún papel. ¿Podría algún jurista escandinavo haber cumplido el papel que en esta historia cumplió Slepoy? ¿Alguna jueza francesa o italiana podría haber reemplazado a Servini de Cubría?

También las preguntas históricas sobre el proceso español quedan por el camino. Se muestra la escena de la Ley de amnistía en el parlamento español, en 1977, como un hito del silencio y el “pacto de olvido”. Y se reiteran las imágenes de Franco y los franquistas. Ahora bien, esa ley fue votada por socialistas, comunistas, nacionalistas vascos y catalanes…, casi todos, salvo los franquistas ideológicos. Es claro que la ley ha constituido el obstáculo mayor para las demandas de una justicia retrospectiva y que su derogación sigue siendo un justo reclamo, avalado por el pronunciamiento de organismos internacionales, tal como se ve en el film. Pero, si hay lugar para las voces que siguen defendiendo el olvido (incluido el rey Felipe) y para los testimonios de franquistas recalcitrantes, incluso para mostrar un museo dedicado al dictador y darle voz al guardián de esa memoria, se extraña alguna intervención que exponga la palabra de socialistas o comunistas para que den cuenta de sus decisiones políticas y de lo que en su momento llamaban no olvido sino reconciliación.

¿Es lo mismo celebrar el franquismo que dar lugar a las razones que en su momento buscaron justificar un pacto fundamental, sancionar una nueva constitución y alumbrar un nuevo régimen? Allí más que “silencio” hubo una palabra política que merece ser restituida. No para juzgarla sino para procurar un marco de comprensión que no puede estar ausente del propósito de una memoria histórica. Borrados los problemas de la transición, convertido el silencio en la simple continuidad del franquismo, relegado el papel  jugado por los partidos de izquierda y los cambios en sus posiciones a lo largo de cuarenta años, el relato histórico queda reducido a una foto congelada de los crímenes de la guerra civil y la represión del régimen. De pronto, la narración salta a la escena del Ayuntamiento de Madrid (2017) que decide el cambio de los nombres de las calles que celebraban al franquismo y exhibe el voto favorable de socialistas y de otros sectores. Súbitamente, se descubre que existen los partidos (además  del franquismo, profusamente exhibido) y tienen algún papel en esta historia de olvidos, memorias y responsabilidades.

Es claro que los realizadores no se proponen un documental histórico, que el foco más potente de la narración está en las experiencias de esas víctimas y de quienes las sostienen y acompañan en ese viaje sin retorno y sin resultados asegurados. Pero el film deja traslucir sus propias ficciones, la de una epopeya solitaria que se traduce tanto en la omisión de las condiciones de la “pata argentina” como en los clisés sobre la situación española que relegan los procesos político, incluso estatales, capaces de traducir y hacer eficaces esas luchas. Sin duda, en esa historia hay buenos y malos; ¿qué duda cabe de la maldad del personaje del torturador nombrado con el apodo de un torero, Billy el Niño? Pero si se trata de ir más allá de la emoción, de las lágrimas y la identificación con el dolor ajeno, hay que admitir que en esta evocación juegan las ideas: no todo es solo memoria u olvido, silencio o palabra, blanco o negro, hay una gama de grises, condición para que esa historia cambie en el sentido de lo que se muestra en esta película  necesaria.

Agosto 2020