Brodsky ofrece una visión crítica del proceso y del texto propuesto para la nueva Constitución. Reconoce los avances significativos en la sanción de derechos, la paridad de género, la admisión de los pueblos originarios como sujetos con derechos colectivos, la regionalización, entre otros. Al mismo tiempo, cuestiona cierto ánimo intolerante y refundacional que conspira contra el necesario consenso. La definición de un Estado plurinacional, la eliminación del Senado y su reemplazo por una “Cámara de las Regiones”, la concentración excesiva del poder en los diputados, el riesgo de politización del poder judicial, no favorecen la gobernabilidad ni construyen un sistema institucional coherente. El rechazo, concluye, permitiría reformar los excesos de la Convención y abrir un camino más amplio para los cambios propuestos.

El proceso constituyente en Chile se encuentra en un punto de inflexión. Después de un año de trabajo de la Convención Constitucional paritaria y con representantes de los pueblos originarios, la ciudadanía está llamada a Aprobar o Rechazar el texto constitucional propuesto en un plebiscito el 4 de septiembre 2022.

Las diferentes encuestas y estudios de opinión otorgan al Rechazo una clara ventaja, pero sobre todo muestran la insatisfacción de los chilenos y chilenas con la propuesta de la Convención. De hecho, en el plebiscito de entrada al proceso, en octubre 2020, el 78% se pronunció a favor de que una convención sin parlamentarios, redacte una nueva constitución, dando así por muerta la constitución de 1980 incluidas sus reformas de 1989 y 2005. Sin embargo, hoy todos reconocen que ese 78% se esfumó y que el plebiscito mostrará un país más dividido de cuando se inició el proceso.

Por esa razón, muchos hablan del fracaso de la Convención, mientras otros sostienen que no existe la llamada “casa de todos”.

Interpretando el sentir mayoritario, Ricardo Lagos, negándose a inclinarse por el apruebo, sostuvo en una carta pública que “una constitución no puede ser partisana” y que Chile “necesita y merece una constitución que genere consenso” y que por tanto “el desafío consistirá en construir una buena constitución, que nos una”.

La crítica que está dominando el escenario se refiere tanto al proceso como al texto propuesto.

El proceso fue llevado a cabo por una Convención Constitucional de 155 miembros elegidos en un sistema electoral ad hoc que favorecía las listas de independientes. Desde el primer día se hizo patente el ánimo identitario de los colectivos presentes y su pulsión por disolver las instituciones y provocar las tradiciones republicanas del país. Se hablaron y se hicieron muchas excentricidades. Desde el patético caso del convencional que impostó un cáncer inexistente para obtener protagonismo, las pifias a la canción nacional, hasta convencionales disfrazados, votando desde la ducha o proponiendo “eliminar los tres poderes del estado”; la verdad es que un gran número de los integrantes de la convención hicieron todo lo posible para desprestigiar a ojos de la opinión pública la instancia de la que eran parte. Ciertamente hubo también convencionales que trabajaron en serio y buscaron moderar en el plenario las ideas más extrañas o radicales que se proponían desde las comisiones. Pero a la larga, hay un consenso generalizado en que la Convención terminó desprestigiada, al punto que los partidarios del apruebo llaman a no fijar la atención en los convencionales y su conducta, sino en el texto propuesto.

Desde luego, es difícil separar el texto de sus autores. Está impregnado del ánimo intolerante y del espíritu refundacional que inspiró a la Convención. Sin embargo, es necesario valorar su contenido en aspectos que venían reivindicándose desde hace años por la sociedad chilena.

En primer término, pone término al exagerado carácter subsidiario del Estado, reemplazándolo por el concepto del Estado Social y Democrático de Derecho, reconociendo explícitamente un listado enorme de derechos -incluidos los derechos de los animales y de la naturaleza-, instalando la paridad de género con rango constitucional, reconociendo a los pueblos originarios como sujetos con derechos colectivos, entre los cuales el derecho a la tierra y el derecho al pluralismo jurídico, esto es, a ejercer una justicia propia. Es también muy positivo el avance en materia de regionalización, otorgando reales facultades a gobiernos locales y regionales, así como la consideración del medioambiente y los equilibrios ecológicos como aspectos principales en el desarrollo del país.

Estas son las cuestiones relevantes que llevan a muchos, y en particular a la izquierda y centroizquierda a aprobar el texto, pero también estos últimos dicen que quieren reformarlo. Veamos entonces cuáles son los problemas.

La definición del país como Estado plurinacional y la propia definición de las naciones que constituirían al pueblo chileno, ha sido uno de los temas más controvertidos del texto constitucional. En el texto se reconoce una pluralidad de pueblos, en circunstancias que los que realmente existen como tales son sólo los Mapuche, Aymará y Rapanui. Esta definición es relevante porque se considera en el proyecto establecer cupos reservados para los pueblos originarios en diversas instancias institucionales (Congreso, Consejo de justicia, asambleas regionales y locales, entre otros), lo que podría afectar seriamente la igualdad del voto en la composición de los órganos de representación política.

Habría un acuerdo amplio en definir a Chile como una sociedad multicultural, pero la plurinacionalidad y la definición de territorios autónomos para los pueblos originarios, puede entrañar o provocar diversos conflictos, especialmente en el contexto actual en que existe una activa política, por parte de grupos armados, de sabotaje y expulsión de los no mapuches de los territorios que reclaman como propios. Asimismo, existe una dimensión de política internacional que hace compleja la idea de nación mapuche, que abarca un territorio (el Walmapu) que en parte es chileno y en parte argentino. Lo mismo ocurre con los pueblos aymará que se reparten entre Bolivia, Perú y Chile. No son pocos los que consideran que estas definiciones desmiembran al estado unitario y estimulan conflictos graves a corto plazo.

Otro aspecto crítico de la propuesta se refiere al sistema político. Se discutió inicialmente si acaso el país debía avanzar hacia un régimen parlamentario o semi presidencial, pero terminó imponiéndose un régimen experimental de dudosa eficacia. La eliminación del Senado y su reemplazo por una “Cámara de las Regiones”, así como el fortalecimiento de las facultades de la cámara de diputados, que de acuerdo al texto podrá tener iniciativa en el gasto público y en los sistemas previsionales, aspectos que en Chile están desde hace décadas consagrados como facultades exclusivas del poder ejecutivo, así como el debilitamiento de la institución presidencial que ello implica genera muchas reacciones en contrario. La propuesta constitucional improvisa un sistema político que no favorece la gobernabilidad, no propone un sistema electoral que promueva partidos políticos empoderados, rebaja las facultades y carácter del  Senado, concentra excesivamente el poder en los diputados instalando el peligro de derivas autoritarias ante la ausencia de equilibrios, como de hecho ha ocurrido en la región cuando convergen gobiernos y mayorías parlamentarias y el sistema no provee los equilibrios imprescindibles.

También la propuesta en el ámbito de la justicia es muy discutible, no solo por la definición del pluralismo jurídico que es un tema debatible, sino también porque abre las puertas para la politización del sistema. En efecto, se crea un Consejo de la Justicia que no sólo se limita a la administración del sistema -cosa que es ampliamente aceptada-, sino que se le otorga a dicho organismo integrado por una minoría de jueces, representantes del Parlamento y de los pueblos originarios, facultades para nombrar a los miembros del Tribunal Calificador de Elecciones, evaluar a los jueces (¿qué se podría evaluar sino sus fallos?) periódicamente y sancionarlos, todo lo cual pone en serio riesgo la autonomía del  poder judicial (cuya denominación, al igual que el Senado, desaparece).

El proyecto escapa de lo que corresponde a una constitución propiamente tal, esto es definir los marcos de convivencia y la organización del estado, para entrar en un sinnúmero de detalles que corresponden a la legislación común de un país. A modo de ejemplo, se constitucionaliza el aborto libre y se establece que América Latina y el Caribe son prioridades para la política exterior de Chile. También incluye 57 disposiciones transitorias que le fijan plazos al gobierno y al parlamento para constituir las nuevas instituciones creadas y ajustar la legislación a las disposiciones de la constitución.

En resumen, el texto no construye un sistema institucional coherente, declara múltiples derechos pero instala la incertidumbre sobre aspectos claves para el desarrollo económico (que es lo único que permite hacer realidad los derechos declarados), presenta una verdadera balcanización del país entre diversas naciones y territorios autónomos, desconoce el carácter mestizo de la población chilena, instala una gigantesca burocracia estatal que elevará exponencialmente el costo de la administración y expondrá a la ciudadanía a abusos de autoridades sin contrapesos reales, instala una suerte de corporativismo afectando la igualdad del voto, abrirá las puertas a la politización de la justicia y otorgará a los diputados el poder de intervenir en la institucionalidad electoral. Todo ello además, con candados inéditos que impiden la reforma de la constitución en los próximos años.

Lo evidente de la situación en el país es que constitución vigente está políticamente muerta. Así lo reconocen hasta sus más acérrimos defensores.

De aprobarse esta nueva constitución seguirá un intenso proceso legislativo de ajuste legal y una enorme movilización de activistas para ocupar los espacios creados por la nueva carta, mientras que los esfuerzos por reformarla se estrellarán con la legitimidad de un texto aprobado por un plebiscito y construido por primera vez en la historia de Chile con participación del pueblo.

En cambio, si gana el rechazo, será un ajuste de cuentas con los excesos de la Convención y los ánimos sectarios que animaron su desarrollo. El desafío mayor será enfrentar la frustración de la “nueva izquierda” y abrir un nuevo camino más amplio para los cambios. Esto quedará en manos del presidente Boric, quien sin embargo enfrenta difíciles desafíos derivados de la situación de inseguridad pública, de la inflación que había sido olvidada por los chilenos, y de las dificultades políticas de su coalición demasiado exigida por una realidad que no habían imaginado.