Esta sección reúne cinco intervenciones sobre temas de la actualidad argentina y latinoamericana escritas por integrantes de La Mesa, aparecidas en diferentes medios gráficos de nuestro país

«Hay que salir de la dicotomía Estado vs. mercado» es una entrevista realizada a Hilda Sábato en ocasión de la salida de su último libro “Repúblicas del nuevo mundo. El experimento político latinoamericano del siglo XIX” ( Taurus, 2021). [ir]

«No apoyar una condena a Nicaragua y Venezuela es desconocer nuestra historia o burlarse de ella» corresponde a una columna de opinión de Graciela Fernández Meijide aparecida en el Diario La Nación y en la que su autora reflexiona en torno a la significación del legado de los Derechos Humanos y las urgencias de este presente. [ir]

«La herencia de Perón» es una intervención de Sergio Bufano aparecida en el Diario Perfil en ocasión de conmemorarse un nuevo aniversario de la muerte de Juan Domingo Perón. Texto en el que el autor indaga en torno a la significación de esa muerte y la profundización del ciclo de violencia política en nuestro país. [ir]

«No intervención y derechos humanos» de Hugo Vezzetti, texto aparecido en el diario Clarín en el que, a partir de la grave situación política que hoy atraviesa Nicaragua el autor reflexiona, tomando como horizonte la experiencia argentina en los años de la dictadura, acerca de  la importancia de posicionarse de manera indeclinable a favor de las víctimas por sobre cualquier especulación política. [ir]

«Argentina ha dejado de existir» de Alejandro Katz es una columna publicada en el diario Clarín en la que el autor caracteriza la gravedad de nuestro presente visualizando a nuestra sociedad en medio de un proceso de des-ciudadanización, en el que ya no hay ciudadanía porque no hay posibilidades de elección autónoma de proyectos de vida.[ir]

Fotografía Jorge Pantoja Amengual


“Hay que salir de la dicotomía Estado vs. mercado”

Entrevista a Hilda Sabato

En los años 80 formó parte del Club de Cultura Socialista, aquel espacio de debate de ideas que reunió a intelectuales provenientes de la revista Punto de Vista y a los ArgenMex, un importante grupo de académicos que tras el final de la dictadura regresaban de su exilio en México. El Club –que reunía a figuras como Beatriz Sarlo, Carlos Altamirano, José Aricó, Juan Carlos Portantiero, Oscar Terán–, abandonó el debate en torno a la idea de revolución –la idea que había marcado el clima de los años precedentes– y la reemplazó por las nuevas ideas de democracia y democratización. Han pasado muchos años desde aquel entonces, pero Hilda Sabato mantiene el ímpetu de cambiar las palabras en torno a las cuales se discute la política en la Argentina. Afirma que, pese a los indudables efectos que tiene sobre la política del país, en realidad la grieta es retórica.

“Estamos empantanados”, afirma.

Sí reconoce que la Argentina actual es una sociedad mucho más plural en igualdad de derechos que la Argentina de su infancia. Pero le molesta que esa pluralidad haya sido tomada como el logro de determinado partido y no como la efectiva conquista de la sociedad en su conjunto y de las muchas organizaciones que durante años estuvieron detrás de ella: “Son derechos por los que se ha luchado durante décadas”, asegura.

Desde su casa en Villa Devoto, y atenta al devenir de la historia en el presente, accede al diálogo con Clarín a través de Internet: “Hay una imagen que me provoca particular rechazo: la de la existencia de un ‘campo nacional y popular’ unificado, que el peronismo –en particular en su versión kirchnerista– se adjudica como propio. Fuera de ese campo, queda el enemigo, el no-pueblo. En una sociedad plural y compleja como la nuestra, esa representación reduccionista atenta contra la construcción de una democracia pluralista”. Acaba de publicar Repúblicas del nuevo mundo. El experimento político latinoamericano del siglo XIX (Taurus, 2021).

–¿Por momentos en su libro pareciera que el siglo XIX es un siglo políticamente mucho más moderno que el siglo XXI?

–[Risas] El siglo XIX es un siglo de grandes transformaciones que se van ensayando para poner en marcha una nueva sociedad sobre la base de la idea de soberanía popular, que era una verdadera novedad para la época, experimentada hasta ese momento por contadas sociedades en el mundo. Y este camino del autogobierno fundado sobre la soberanía del pueblo generó procesos que los contemporáneos no sabían dónde iban a terminar.

–¿Qué diferencias hay con un momento político como el actual?

–Si hay algo que diferencia la situación actual de aquella del siglo XIX, es que hoy ya no hay horizontes de cambio. ¿Qué horizontes de cambio tiene hoy la Argentina? ¿Hacia dónde va la Argentina? Hace rato que no hay proyectos de futuro. Veo la realidad actual con enorme preocupación. No puedo vislumbrar horizontes de futuro y eso está creando en la sociedad grandes dosis de malestar. El futuro es una gran incógnita. Hay una continua desmejora de las condiciones sociales, económicas y políticas.

–¿Qué cosas en especial le preocupan?

–Muchas cosas me preocupan. Pero lo que me parece más dramático es haber llegado a una transformación de la estructura social del país, que fue paulatina pero que hoy se nos muestra con toda su crudeza. La mitad de la población está por debajo de la línea de pobreza. Esta situación es dramática ahora y a futuro. Y tiene un impacto irreversible sobre nuestras vidas, porque modifica los supuestos sobre los que funcionó esta sociedad. No porque antes no hubiera pobreza, no porque la Argentina fuera igualitaria, sino por la cancelación de ese horizonte de expectativas, el de una sociedad más igualitaria, que fue compartido por muchas generaciones de argentinos durante décadas. Ahora no hay nada que indique que el deterioro de la estructura social se vaya a detener en lo inmediato.

–¿Con qué otros momentos de la historia Argentina compararía el momento actual?

–Más que las continuidades, lo que me interesa del pasado son sus diferencias con el presente. Estamos en una situación muy difícil a nivel mundial. La Pandemia trastoca los principios básicos de la vida social. Y es una situación totalmente inesperada. Hay que pensar momentos de enorme excepcionalidad y no encuentro, en el pasado argentino, momentos tan drásticos. Porque uno podría decir: la Revolución de Mayo. Ese fue un proceso muy agitado de transformaciones y de cambios. Pero fue un proceso en el cual los actores tenían grados importantes de libertad para imaginar y proyectar a futuro. Si bien aquel fue un momento de transformación de los supuestos sobre los cuales había funcionado la sociedad colonial, al mismo tiempo, se abrió hacia lo nuevo con proyectos de futuros diversos en disputa. Una disputa que se da en la vida política, y genera dinamismo. La sensación que tengo ahora más bien es de que nos encontramos en una parálisis, en un pantano.

–¿Se canceló el discurso de la opulencia?

–Los argentinos siempre oscilamos entre los delirios de grandeza –“somos el mejor país del mundo”, “tenemos todo para alcanzar el éxito”–, pero creo que esa es una visión infundadamente idealizada, que tiene pocas bases lógicas. Oscilamos entre esa visión y el extremo contrario: “somos un desastre”, “el país no tiene destino”.

–El peronismo tiene esas mismas oscilaciones internas: cuando gobierna, la Argentina tiene futuro; cuando está la oposición, el país no tiene destino.

–El peronismo ha gobernado las tres cuartas partes del tiempo transcurrido desde la recuperación de la Democracia. Y también ha detentado el poder en una gran parte de las provincias. Muchos de mis amigos peronistas, cuando hablan del lugar histórico del peronismo en el país, suelen olvidar aquellos momentos que se distancian de sus preferencias ideológicas. Reniegan, por ejemplo, del menemismo, que fue el momento histórico de mayor unidad partidaria del peronismo. Sus partidarios tienen que hacerse cargo de que las transformaciones negativas de la Argentina reciente también están vinculadas a su larga permanencia en el poder. La situación dramática en la que se vive hoy a partir de la caída en la pobreza de millones de personas, también es responsabilidad del peronismo de los últimos 40 años. Y es una responsabilidad compartida con otros partidos que han estado en el poder aunque por mucho menos tiempo.

–¿A los dos lados de la grieta se encontrarían los espacios mayoritariamente responsables de los actuales males de la Argentina?

–El gobierno y la oposición comparten responsabilidades en la creación de este escenario. Estamos empantanados. Pero la grieta es retórica y en términos concretos, los resultados del gobierno de unos y otros no se diferencian demasiado. Estoy convencida, además, de que hay que salir del brete que plantea la dicotomía estado-mercado y recuperar la idea de lo público, construir un espacio de ciudadanía participativa, de solidaridad social, pluralista a la vez que igualitario. Hay muchos que piensan que la política es un terreno de negatividades, en el que sólo pueden producirse negociaciones espúreas. Yo en cambio considero que la política es el lugar donde deben crearse proyectos de futuro, para competir pero también para consensuar. Creo que acá no hay ningún proyecto. No lo plantea el gobierno, y no lo plantea tampoco la oposición. Estamos empantanados, sin alternativas a la vista. Hay una situación contraria a la que se abrió a comienzos de la Democracia y a principios del siglo XIX con la Revolución de Mayo.

–¿Pero más allá de su carácter retórico, no sería precisamente la grieta lo que imposibilita la creación de ese espacio de ciudadanía participativa?

–La clase política está tomada por la cerrazón, por la verdadera incapacidad para abrirse a otras posibilidades, y arroja a la sociedad a sus mismas imposibilidades. No sólo estamos quietos: ¡no se puede pensar nada! Lo único que podemos hacer hoy es quedarnos quietos en nuestras casas para no morir. Y esa parálisis sí es responsabilidad de la clase política.

–¿No se podría pensar hoy en un espacio intelectual semejante al que fuera en su momento el Club de Cultura Socialista?

–Era un momento radicalmente diferente al actual, tanto en la Argentina como en el resto del mundo. Estábamos convencidos de la posibilidad de cambio y aspirábamos a incidir en los debates de ideas a partir de una revisión crítica de la cultura de izquierda y de una reformulación en clave democrática y pluralista. Por entonces, no estaba de moda esa figura que hoy ha adquirido lamentable vigencia, la del “intelectual militante” –que es casi una contradicción–. Nos considerábamos intelectuales que manteníamos distancia crítica con el poder y los poderosos, no identificados incondicionalmente con ningún partido y ninguna ortodoxia doctrinaria, muy celosos de nuestra autonomía en ese sentido.

[Publicado en diario Clarín el 30 de mayo del 2021]

Fotografía Jorge Pantoja Amengual

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No apoyar una condena a Nicaragua y Venezuela es desconocer nuestra historia o burlarse de ella

Por Graciela Fernández Meijide

Con el Juicio a las Juntas, a partir de la recuperación de la democracia, la Argentina marcó un hito importante en la historia de los derechos humanos en todo el mundo. Más allá de que hemos avanzado en el reconocimiento de otros derechos, como los de las mujeres , la sanción de la ley del matrimonio igualitario, y otros, desde aquel momento no hemos vuelto a repetir en el país algo de similar significado internacional.

Lo que hace singular ese juicio es que se trata de derechos que solo pueden ser violados por el Estado y, estando todavía presente el riesgo de que las Fuerzas Armadas y de Seguridad seguían teniendo un poder amenazante, la decisión de someter a los responsables a la Justicia fue un acontecimiento sin precedentes en nuestra historia y en el resto de los países.

Por otro lado, las organizaciones de derechos humanos no hubiéramos podido subsistir de no haber tenido el apoyo internacional. No solo Amnistía Internacional, que envió observadores a la Argentina, sino la presencia de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA. que llegó al país en 1979. El informe que hicieron y la presencia de los enviados internacionales fueron una bocanada de aire para quienes estábamos resistiendo la dictadura y le demandábamos la aparición de nuestros seres queridos y se hiciera justicia.

Mirando lo que pasa en Venezuela y en Nicaragua, con regímenes autoritarios como el de Daniel Ortega, que encarcela a los dirigentes opositores, si a la gente que protesta no se le da apoyo se los deja muy solos.

Tanto en uno como en otro régimen los gobiernos recurren al argumento del principio de no injerencia en los asuntos internos de los países. Si el entonces presidente de Estados U nidos, James Carter, no hubiera decidido enviar a Patricia Derian, o no se hubiera referido al respeto por los derechos humanos cuando mantuvo una entrevista con el dictador Jorge Rafael Videla, nuestras organizaciones habrían tenido más dificultades. No respaldar hoy una condena a las violaciones de los derechos humanos en Nicaragua y Venezuela es desconocer nuestra propia historia o burlarse de ella. Y nuestro gobierno lo está haciendo cuando no reconoce el derecho de quienes hoy están denunciando persecuciones.

Es importante tener en cuenta que cuando un país acepta integrar un organismo internacional cede en parte cierto nivel de imperturbabilidad de las fronteras, frente a derechos que solo puede ser violentados por el Estado que tiene todo el poder para garantizarse impunidad.

Cuando hay violaciones a los derechos humanos siempre el Estado va a argumentar el principio de no injerencia. Es lo que decían los militares en la Argentina. Si hay pruebas suficientes y credibilidad en los organismos que hacen las denuncias, como son los casos del Alto Comisionado que conduce Michelle Bachelet y de Amnistia Internacional, corresponde darles crédito. Lo que hace la Argentina hoy es un zigzag que nadie entiende.

[Publicado en diario La Nación el 27 de junio del 2021]

Fotografía Jorge Pantoja Amengual

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La herencia de Perón

Por Sergio Bufano

El 17 de junio, dos semanas antes de su muerte, el presidente Juan Domingo Perón mantuvo la última reunión política pública, y fue con los dirigentes de la CGT, preocupados por las versiones que circulaban sobre su salud. Observaban con temor un desenlace que podía dejarlos en manos de una mujer a la que consideraban apenas como esposa de su líder. La posibilidad de una sucesión que dejara la responsabilidad del aparato estatal en Isabel Perón, los espantaba.

A todos espantaba. La sociedad vivía en la incertidumbre y se preguntaba qué consecuencias tendría una posible muerte del líder. Hasta el momento Perón había mantenido silencio sobre su posible sucesor. Pero en este discurso se refirió expresamente a ese delicado interrogante: “A todo ello se suma la fiebre de la sucesión, de los que no comprenden que el único sucesor de Perón será el pueblo argentino, que, en último análisis, será quien deba decidir” afirmó disgustado.

Planteó, además, su preocupación por el clima de violencia que existía en el país: “ahora ya no se sabe quiénes son los que asaltan, quiénes los que roban. Algunos dicen que son políticos, otros dicen que son delincuentes. Yo creo que son todos delincuentes. […] Pero ese proceso tenemos que encararlo y ya el gobierno lo va a encarar. Hasta ahora no hemos querido sumar a la violencia de ellos, la violencia nuestra. Pero, policialmente, se va a ir resolviendo ese problema, que es de la policía, dado que son delincuentes”.

Y finalmente dijo lo que quería decir, y que no debería haber dicho porque su palabra, él lo sabía perfectamente, alimentaba a los peores demonios: “Desgraciadamente, la descomposición del hombre argentino, practicada sin medida durante tantos años, nos ha llevado a esto […] Tenemos que erradicarlo de una o de otra manera. Intentamos hacerlo pacíficamente con la ley. Pero si eso no fuera suficiente, tendríamos que emplear una represión un poco más fuerte y más violenta también”. Ese fue su último mensaje.

Los sindicalistas obedecieron la orden y la represión de una o de otra manera, más fuerte y más violenta se lanzó a la calle a sangre y fuego. Si desde su llegada a Ezeiza las acciones ilegales se habían cobrado decenas de víctimas, a partir de ese momento, y con la ausencia del líder, las calles de la Argentina se convirtieron en campos de batalla. Con la policía actuando fuera de la ley y los matones sindicales que partían a la luz del día hacia violentas incursiones, el clima de muerte imperó hasta que se produjo el golpe de estado de 1976 y los militares decidieron incrementar hasta el paroxismo un sistema que les parecía muy eficiente.

Cuando el 1° de julio de 1974 murió el líder, su pueblo lo lloró amargamente. Con él se iba el hombre que durante treinta años había sido una figura decisiva en la política nacional. Ya fuera ejerciendo el poder o en el exilio, Juan Domingo Perón dejaba una impronta profunda en la Argentina. Impronta que perduró a lo largo de las siguientes décadas.

La muerte del líder extendió y agudizó la incertidumbre que atravesaba a toda la sociedad; ¿qué sucederá ahora? fue el interrogante ante el evidente vacío de poder. Las especulaciones acerca de las posibles sucesiones se expandieron entre políticos, sindicalistas, empresarios, todos inquietos por el devenir de la Argentina.

No obstante, hubo quienes se beneficiaron con la desaparición del hombre fuerte del peronismo; uno de ellos fue la organización Montoneros. A partir de ahora sus dirigentes ya no tendrían que soportar los escarnios dedicados a ellos ni las advertencias formuladas durante el año en el que habían sido los principales destinatarios de sus iras. Los había echado del Congreso, los había expulsado del movimiento, los había ubicado como enemigos de la Nación. Ahora ya no sufrirían las humillaciones y los insultos proferidos: gorilas, estúpidos, imberbes, imbéciles, microbios infiltrados o psicópatas a los que había que exterminar. Al no existir Perón ellos podrían interpretar libremente el pensamiento del líder y adjudicarse la presunta representación revolucionaria del peronismo. Se sintieron herederos. El Perón que ellos habían creado en su imaginario ya no podría desmentirlos; por lo tanto, lo investirían con el ropaje de un revolucionario que los volvía a respaldar, tal como había hecho durante su exilio. ¿Quién podía desautorizarlos ahora en su condición de verdaderos peronistas? ¿Acaso la burocracia sindical, el Consejo Superior del Movimiento? ¿Acaso el comisario Villar o su jefe López Rega? Esos no eran peronistas, eran residuos de un viejo peronismo fascistoide que Montoneros se ocuparía de depurar. Ya no haría falta ocultar su nombre cuando mataran a un dirigente sindical. Montoneros ingresó en el sendero de la metralleta, del que en verdad nunca se había retirado.

No fueron los únicos en sentirse aliviados por esa muerte; las organizaciones marxistas que levantaban las banderas del Che Guevara, también suspiraron. Por fin se acababa la conciliación de clases, los pactos sociales, el liderazgo de un bonapartista que impedía el avance de la auténtica Revolución. Ahora todo estaba claro, enfrente estaba el enemigo de clase que había que vencer a través de los fusiles, de cuyas bocas, como bien se sabe, nace el poder.

El velatorio duró varios días. Miles de hombres y mujeres de todas las edades fueron a rendirle su último tributo. Entre ellos estaba Eduardo Romero, de 25 años, un muchacho que había viajado desde la localidad de Dean Funes, en la provincia de Córdoba, para despedir a Perón. Al cabo de algunas horas, cansado y hambriento, se apartó de la fila y se acercó ingenuamente para pedir un sándwich a los miembros de la UOM que los distribuían gratuitamente frente al sindicato. Los matones lo obligaron a subir a un automóvil y se lo llevaron. Al día siguiente apareció su cadáver a nueve cuadras del lugar, con una bala en la cabeza. Ese muchacho podría ser contabilizado como la última víctima desde el día en que Perón llegó a la Argentina, o la primera del baño de sangre que continuaría, ahora sin la presencia del líder, pero con todos los instrumentos necesarios para proseguir con la matanza iniciada en Ezeiza.

Lo que había comenzado con una tragedia el 20 de junio de 1973, terminaba con otra tragedia: la muerte de Juan Domingo Perón, un hombre crucial en la historia argentina. Pero su heredero no era el pueblo, tal como conjeturó. Tampoco una democracia afianzada; ni instituciones sólidas, ni un Partido Justicialista organizado, ni una cultura política basada en el diálogo y la tolerancia. Nada de eso. Lo que legó al morir fue un país sumido en la violencia, con un Estado en manos de bandas armadas, con una presidenta torpe, incapaz y manipulable, con miles de extranjeros perseguidos que habían buscado refugio en un presunto oasis democrático.

No era esa la respuesta que podía calmar las tensiones y expectativas. La vicepresidenta Isabel Martínez de Perón, una mujer a la que la historia le había concedido el privilegio de ser la esposa del líder, era absolutamente incapaz desde el punto de vista político e intelectual. Ocupaba ese cargo por el capricho de Perón que no había querido poner a su lado a cualquiera de los experimentados y leales dirigentes peronistas que hubieran aceptado gustosos acompañarlo en la gestión.

Desconfiado con sus propios amigos, su preferencia por Isabelita, sometida intelectual y personalmente por López Rega, demostraba su decisión de no dejar a nadie en condiciones de gobernar después de su muerte. ¿Era consciente de que su fin estaba cercano? Cualquiera sea la respuesta, la cuestión central es que un presidente con su experiencia y líder indiscutido del peronismo, tenía la obligación política y ética de haber previsto cualquier contingencia que le impidiera seguir a cargo del Poder Ejecutivo. Pero no lo hizo y dejó al país en manos de una secta intolerante y violenta, precisamente la secta que desde la caída de Cámpora y su asunción como presidente, controlaba desde el poder la violencia indiscriminada contra todos los sectores progresistas, incluyendo sus aliados.

Su ceguera abrió las puertas a una violencia todavía más sangrienta que la inaugurada desde su arribo en 1973. No fue el pueblo el heredero, sino una pandilla que sumió aún más a la Argentina en un caos de muerte.

[Publicado en diario Perfil del 1 de julio del 2021]

Fotografía Jorge Pantoja Amengual

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No intervención y Derechos Humanos