En este texto, Hugo Vezzetti reflexiona en torno a los debates abiertos en estos días en el seno de la Convención Constituyente chilena y que hacen centro, entre otros temas, en las formas y los alcances de la inclusión de los derechos humanos en el texto de la ley fundamental que este órgano tiene el mandato de redactar. Tomando como referencia la columna del chileno Ricardo Brodsky publicada en esta misma plataforma, Vezzetti observa el peligro que supone el deslizamiento hacia una idea punitiva de los derechos que según su análisis busca no otra cosa que dictaminar ideológicamente las visiones del pasado y del presente
Hay más de una historia de los derechos humanos. La más conocida, contemporánea, arranca con los grandes crímenes masivos del siglo XX y se plasma en la Declaración Universal de la ONU de 1948. Resultado de una transacción entre estados, defensiva frente al horror de los genocidios y las masacres, lo determinante era una suerte de voluntad negativa que buscaba excluir esos crímenes hacia el futuro. Como es sabido, tal objetivo no se cumplió, pero aún así la Declaración permanece como un hito simbólico que ha sostenido denuncias y luchas a lo largo del planeta. El “Nunca más”, que emergió con fuerza en la Argentina y se extendió por América Latina, de algún modo recogía ese legado. Una historia más larga, otra raíz menos recordaba, proclamaba en 1789 (una fecha simbólica) derechos fundamentales como una matriz generadora de ciudadanía. Los “Derechos del hombre y del ciudadano” establecían, para nuestra modernidad política, esa asociación intrínseca, la promesa sustantiva o la utopía si se quiere, de una realización positiva de la libertad y la igualdad políticas. Un discurso o, mejor, una civilización de los derechos humanos se dibuja como un horizonte, incumplido, de esas promesas.
No quiero rebajar la importancia de la voluntad negativa frente a los crímenes contra la humanidad que en la Argentina y en el Cono Sur ha edificado un cimiento sólido de la reconstrucción democrática en las posdictaduras. En todo caso busco recuperar el otro fundamento positivo y propositivo que, hay que recordarlo, también ha formado parte de las promesas del nuevo ciclo político.
Los problemas de la ciudadanía y los derechos tienen una larga historia. La idea central no ha cambiado desde la democracia ateniense y establece, más o menos, que los ciudadanos libres participan en la gestión de los asuntos públicos. En la acepción más clásica, ideal si se quiere, ciudadanos son los que hacen la ley y participan de la posición alternada de gobernar y ser gobernados. Desde luego, esa condición básica de un sujeto político ha sido, desde esos comienzos, un privilegio que no estaba al alcance de todos. Una historia del ciudadano y sus derechos es ante todo una historia de desigualdades y discriminaciones, por razones de extranjería, raza, sexo, religión, clase o nacimiento. Y del despliegue de las resistencias y las diversas luchas que, hacia el mundo contemporáneo, han pugnado por ampliar esas restricciones, incluir a los sectores excluidos y ampliar el principio de la igualdad.
Es una problemática que desborda el derecho y concierne al lazo político, la acción y la palabra públicas, a la autonomía de los sujetos y los grupos que finalmente sostienen la realización de la ciudadanía. Una cultura de los derechos ha nacido allí, separada y a menudo enfrentada con las estructuras del poder en el Estado o la acción de grupos o facciones proclives a cancelar esa autonomía.
Lo anterior viene a cuento para abordar algunos debates abiertos en la Convención Constituyente chilena sobre las formas y los alcances de la inclusión de los derechos humanos en el texto de la ley fundamental. No soy constitucionalista ni voy a analizar o intervenir sobre la situación chilena. Me interesa abrir una discusión que va más allá del plano estricto del derecho y da cuenta de cierto estado de la cuestión que no se limita a Chile y puede ser extendido a la Argentina y América Latina.
Ricardo Brodsky discute la propuesta de crear, en la nueva Constitución chilena, figuras penales que sancionarían el “negacionismo” y chocan con libertades fundamentales, de expresión o pensamiento [ver nota]. No hace falta decirlo, no es un debate alejado de la discusión pública argentina donde algunos legisladores han presentado propuestas similares en el plano de la legislación penal; (que no es lo mismo, obviamente, que otorgarles un estatuto constitucional).
Más que en entrar en ese debate, me interesa tocar una cuestión de fondo: los fundamentos que se ponen en juego al otorgar a los derechos humanos un rango constitucional o, más en general, que los erigen en un fundamento de la ley. Una primera cuestión tiene que ver con la distinción, ya expuesta, entre la visión negativa (lo que debe ser evitado o prohibido) y una visión sustantiva de que esos derechos promueven. Seguramente, cuando hay conflictos entre derechos en pugna la ley puede afectar libertades: la libertad de expresión, por ejemplo, no ampara la apología del delito o el llamado al exterminio de cierta categoría de personas. Pero en este caso la voluntad de sancionar el “negacionismo” parece aplicarse a juicios y opiniones más difíciles de caracterizar penalmente. Más allá de los temas (los crímenes de la dictadura de Pinochet, contra los pueblos originarios, en la conquista europea o en el estallido social en Santiago) lo destacable es que los derechos humanos se esgrimen como fundamento de una verdad que arriesga cancelar la discusión en la sociedad.
El problema es el deslizamiento hacia una idea punitiva de los derechos que pretende dictaminar y sancionar verdades que ordenan ideológicamente las visiones del pasado y del presente. Brodsky expone su visión crítica y afirma, como principio, que el debate público, interminable, es el que sanciona y discrimina en el terreno de los juicios históricos. Yo querría destacar algo más: la intervención censora desde el Estado, que se pretende consagrar en los fundamentos constitucionales de la ley, termina aplastando la deliberación en la sociedad, asimilada a una masa infantilizada incapaz de pensar y hablar por sí misma. La idea no es nueva y también se remonta a nuestra modernidad; y desemboca en una suerte de “dictadura del bien” o, en la versión jacobina, más radicalizada, en la justificación del terror en nombre de la virtud.
No pretendo remontarme a esos orígenes, pero vale la pena recordar, ya que finalmente el “negacionismo” abarca juicios sobre el pasado reciente, que ese cuerpo de ideas estaba bien arraigado en diversos proyectos de las izquierdas revolucionarias en el Cono Sur. Surge allí un problema, que merece una discusión más extensa, sobre ese sentido común “izquierdista” (en el sentido que Lenin le daba al término) implantado en cierta configuración ideológica que busca autorizarse en la causa de los derechos humanos. Las consecuencias son visibles en un discurso público (aquí hablo de la Argentina, porque no conozco tanto la situación chilena) atrincherado en la repetición de las consignas y de cierto lenguaje ritualizado que aplasta los debates o, peor, degrada cualquier discusión en una guerra de posiciones.
Todo esto obliga, creo, a indagar más profundamente en los fundamentos éticos y políticos del proyecto moderno de los derechos humanos, en una dirección que retome las viejas promesas que lo anudaban a un horizonte de ampliación de la ciudadanía. Es obvio decirlo, es lo contrario de una propuesta ordenadora que, desde la cúspide del Estado, se arroja sobre una comunidad que se pretende tutelar. Exige poner esa indagación en línea con el problema de la democracia: derechos fundamentales- ampliación de derechos – construcción de ciudadanía – proyecto democrático, son cuestiones que se anudan necesariamente en esta discusión.
Más allá de las distinciones conocidas (derechos civiles, políticos, sociales…), lo determinante en los derechos humanos es el movimiento histórico que instituye la libertad política como matriz del “derecho a tener derechos”. La función eminente de una Convención Constituyente debería situarse en ese horizonte simbólico. Los derechos no tienen simplemente una existencia real, no se agotan en la enumeración establecida y están llamados a reformularse y a sostener derechos nuevos. En ese sentido, Claude Lefort puede afirmar que los derechos humanos son el fundamento sobre el cual se erige la democracia.
Por una parte, de la libertad de expresión, de pensamiento y asociación nace una esfera pública política autónoma en la que el poder debe legitimarse ante la ley. Por otra, los derechos desbordan la esfera del interés del individuo o el grupo. Fundan la trama de la ciudadanía en el ejercicio de libertades o garantías (de seguridad, por ejemplo) que son siempre relacionales y dependen de las libertades de otros. En ese sentido todos los derechos son plenamente políticos: sostienen y amplían la sociedad política, vigente o proyectada; y pueden cimentarse en la legitimidad de la ley para denunciar un poder sostenido en una pura condición de fuerza.
Rebajada esa dimensión simbólica, en la izquierda tanto como en la derecha del espectro ideológico se confunden derechos con intereses de un sujeto o un grupo que se resuelven habitualmente en una relación de fuerzas. La ley se rebaja en coacción y la política es la continuación de la guerra. La realización de la ciudadanía es otra cosa. Más allá de su interés particular, alguien que no es miembro de un pueblo originario, o que no es discriminado por su condición sexual, puede asumir la violación de derechos de otros como una herida contra el cuerpo social que agravia su común condición ciudadana. Es la prueba de la alteridad que se pone a prueba cuando se trata de defender derechos de todos, de los otros, de los que no pertenecen al propio grupo, incluso de los enemigos. Esa es la cuestión de fondo en una concepción que quiera poner a los derechos humanos en un lugar fundante del orden democrático. Que es algo muy distinto de querer arrastrarlos al campo de las batallas ideológicas
[Imagen de Nota: Jorge Pantoja Amengual]
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