La experiencia simultánea del hecho inédito de una pandemia planetaria y de la dificultad para pensarlo inspiran el texto de Claudia Hilb que aquí ofrecemos. En él, la autora propone una constatación (la del acontecimiento que vivimos) y diez nudos problemáticos que atañen, entre otros, a lo global y lo local; lo público, lo privado y lo común; la precariedad, la desigualdad y el cuidado; y la oposición entre democracia y autoritarismo. Expuestos ante la banalidad de nuestro pensamiento, aunque obligados a reflexionar sobre lo que vivimos, Hilb sugiere que abordar esos temas hoy supone, antes que retomar posiciones binarias, reconocer sus tensiones, ambigüedades y paradojas.

 

Sin duda somos muchos, entre quienes tenemos por actividad principal el intentar pensar aquello que sucede, que nos encontramos en la dificultad de encontrar qué decir. Y sin duda somos muchos los que leemos lo que dicen otros, profusamente, y hallamos en aquello que dicen mucha banalidad. Pero en la banalidad reconocemos también, a la vez, el esfuerzo por encontrar qué decir. Por mi parte, lejos de creer que tengo el privilegio de escapar a las banalidades de otros, reconozco en lo que sigue el aporte mezclado de todo aquello que he leído, tal vez nada brillante ni nada genial, nada ante lo cual detenerse con la sensación, tan excitante de “¡esto sí que no lo había pensado!”, pero que en su multivocidad me permite organizar algunos puntos de inteligibilidad para tratar de interrogar qué es aquello a lo que esta crisis nos enfrenta. Trataré de organizar esos puntos bajo la forma de una enumeración asistemática, precedida por una constatación (que, en realidad, surge de la enumeración, pero que prefiero exponer de entrada).

La constatación: ante esta crisis, la multivocidad de la reflexión pone en evidencia –eso creo- que no estamos ante dicotomías extremas (esas dicotomías que aquí y allá aparecerán en la enumeración), sino antes bien ante la coexistencia de elementos contradictorios, o en tensión, o paradójicos. Y la pobreza de la reflexión –su banalidad- parece por su parte poner en evidencia el hecho no tanto de la impericia de quienes se esfuerzan por pensar, sino el hecho de que nos hallamos en una situación que nos sorprende por su carácter inédito e inesperado, y de la que hoy no sabemos cómo emergeremos… esto es, la pobreza de la reflexión, cierta banalidad o cierta previsibilidad de aquello que decimos y leemos, se corresponde no con nuestra estupidez, sino con la naturaleza misma de lo que estamos viviendo de manera continuada. Hoy, tiendo a creer que saber demasiado sería una señal de estupidez mayor que la de manifestar, en lo que decimos, nuestra dificultad por pensar.

«El silencio», foto, de Mónica Fessel.

  1. Acontecimiento I. El punto de partida es, entiendo, tomar la medida del acontecimiento que estamos viviendo. Hay quienes sostienen que lo que sucede rompe con todas las categorías de lo que conocemos, que no podemos pensarlo con las herramientas con que solemos pensar… para explicarnos, inmediatamente, por qué ha sucedido, y qué sucederá a continuación. Inútil detenernos en ellos, en su incoherencia evidente. Pero conocemos también la tentación contraria, la de creer que somos, cada uno de nosotros, Hannah Arendt escribiendo las primeras páginas de Los Orígenes del Totalitarismo… y entonces, de auto-complacernos en nuestro privilegio histórico de ser los testigos presenciales de un nuevo acontecimiento, y de repetir embelesados con nosotros mismos, y sin detenernos ni un segundo a reflexionar sobre ello, ni sobre los conceptos a los que nos estaríamos refiriendo, que “todos los conceptos con los que contábamos ya no sirven”. Y luego hay, por supuesto, los que sostienen que no hay nada realmente nuevo en esto… lo cual, a mi entender, desafía la experiencia que miles de millones de personas en el mundo estamos haciendo, simultáneamente, de una cuarentena inédita a nivel planetario.
  2. Acontecimiento II. Respecto de esa experiencia inédita: no se trata, ciertamente, de la experiencia del encierro en tanto tal (ha habido pestes en otras épocas, con metodologías similares; hay otras experiencias de encierro, colectivas o singulares: las carcelarias, o dramáticamente peor, los campos de concentración, o también la de enfermedades o de convalecencias que nos obligan a ello, que muchos podemos haber hecho. Y las guerras y los toques de queda, por supuesto). Lo inédito parece ser, inmediatamente, el carácter planetario del encierro –saber que somos miles de millones sometidos, en el mismo momento, a la percepción de un mismo peligro y a una misma reacción, el encierro, frente a ese peligro no-humano, pero del que podemos ser a la vez tanto víctimas como portadores. Un peligro frente al cual se nos dice que estaremos protegidos mientras nos mantengamos encerrados. Caminamos pocos metros por nuestras ciudades o pueblos fantasma, cada día con mayor recelo, y con la conciencia de que esa misma experiencia se repite, en este momento, en millones de personas, en cientos de miles de otras ciudades y otros pueblos. Extraña experiencia de la disolución del carácter singular de nuestra experiencia. Personalmente, aun perteneciendo a muchos lugares simultáneamente, nunca me he sentido a la vez tan fuera del mundo y tan “habitante de un mundo global”.
  3. El virus es el virus. El virus, por una vez, no es metáfora de nada, solo es virus. Asistimos, en cambio, a una inversión de una vieja metáfora política, o si se quiere, anti-política, de uso guerrero: el virus como el mal representado por un otro, que figura aquello que la sociedad sana debe eliminar; la diferencia política como enfermedad, como virus. Hoy, es el virus mismo –el virus-virus- el que se ve sumergido por metáforas bélicas: enemigo invisible, guerra contra el virus, combatientes en la primera línea (el personal de salud). ¿Qué impacto, si es que tiene alguno, habrá de tener sobre nuestra concepción de la alteridad, de la pluralidad, el traslado de la enemistad, de la enfermedad, del plano de la diferencia entre seres humanos al plano de un virus propiamente dicho?
  4. Privado y común. Desde nuestro encierro, nos preguntamos de qué modo esta experiencia inédita modificará nuestra vida en común, el mundo en que vivimos, nuestra percepción del mundo. Percibimos (en lo que leemos, en lo que pensamos, en lo que observamos) a la vez la posibilidad de un refuerzo del egoísmo, de la exacerbación de la preocupación de uno mismo (y de nuestros prójimos inmediatos), pero también una posibilidad para una mayor percepción del carácter compartido del mundo común. El virus nos recluye, pero a la vez, nos relaciona con nuestra vida en comunidad como aquello que nos falta, que extrañamos, aquello de lo cual descubrimos que la privatización nos priva. Nos descubrimos como seres sociales. Nos preguntamos si estaremos redescubriendo que la libertad es, antes que una propiedad individual, una relación con los otros. Y nos preguntamos cuanto de la privatización, y cuanto de la comunización, habrán de impactar, y de qué modo, sobre la vida en la post-crisis.
  5. Privado y público. La revalorización de la noción de lo público –de la salud pública, del rol del Estado como garante de la salud, pero también como aquel en quien depositamos la responsabilidad de evitar el colapso de los más débiles, y de sostener la posibilidad de la recuperación económica- parece recorrer el mundo como un fantasma. Esa parece ser una experiencia casi generalizada, por lo menos en los países occidentales. Los discursos sobre el déficit público, sobre la necesidad de achicar el gasto del Estado, sobre la ineficiencia de los servicios públicos frente a los privados, son sustituidos por la puesta en relevancia de aquello que hace al bien común, que escapa a las lógicas inmediatas del mercado, y por un sordo rumor que deja sentir la demanda de una reinvención de una forma de Estado de bienestar. ¿Qué pasará, con esta novedad, en la post-crisis? ¿Se olvidará, o abrirá la puerta a una re-interrogación de ciertas verdades público-políticas que parecían para muchos muy ancladas como evidencias? ¿Se torcerá el sentido que parecía por momentos irreversible del debilitamiento de lo público, en favor de un desarrollo económico en manos de grandes consorcios trasnacionales? ¿Cuál será, si eso sucede, el locus de lo público?
  6. Cuidado de sí, cuidado del otro. La noción de que cuidarme es cuidar a los demás tiene, seguramente, una resonancia distinta para quienes se sienten los más vulnerables –quienes forman parte de los “grupos de riesgo”- y para quienes saben que pueden ante todo ser peligrosos para los demás –los jóvenes sanos, sobre todo- aunque también sepan que ellos mismos no están totalmente exentos de estar en riesgo. ¿Es posible distinguir, aquí, lo que corresponde al miedo por mí mismo, esto es, al miedo egoísta de mera supervivencia, de la solidaridad, de la preocupación por los demás? ¿Están las cosas que leemos al respecto difractadas por la condición de quien escribe –por su edad, por sus enfermedades previas, por su acción? Y así como reflexionamos sobre esta coexistencia entre el reflejo egoísta y el gesto altruista, ¿cómo diferenciar las conductas de cuidado de los demás y de la responsabilidad cívica, de los reflejos autoritarios, cuando asistimos a la denuncia de quienes infringen las reglas de cuarentena? ¿Qué de esto, nuevamente, de la solidaridad, del egoísmo, cristalizará finalmente como legado más denso de la crisis?
  7. Vulnerabilidad. Si bien, sobre todo en los países más pobres e injustos, el virus amenaza de manera diferencial a las poblaciones más marginadas –porque viven en condiciones de hacinamiento, no disponen de agua potable, pierden sus ingresos ligados al mercado de trabajo informal- al mismo tiempo, tampoco los ricos y poderosos pueden sustraerse a la vulnerabilidad. Sin duda, habrá poderosos cuyos negocios saldrán reforzados de esta crisis, pero los habrá también afectados fuertemente por ella. Y unos y otros, como individuos, habrán percibido en sus cuerpos la sensación de vulnerabilidad general. Quiero pensar que esta experiencia de una precariedad universal quedará inscripta en los cuerpos de los poderosos, que no lo olvidarán tan rápidamente. ¿Será así? Y si fuera así, ¿qué consecuencias tendrá sobre la marcha del mundo común? ¿Pueden los poderosos simplemente blindarse contra ese peligro, en un mundo global?
  8. Local, global: se ha convertido rápidamente en un lugar común señalar la tensión entre el carácter global del problema, y el carácter local –nacional- de su tratamiento. Esta tensión suscita diversos interrogantes. Relevo algunos: ¿tendrá este fenómeno por efecto fortalecer las tendencias nacionalistas, chauvinistas, de cierre a lo foráneo? ¿tendrá por el contrario el efecto de hacernos comprender que, en un mundo ya ineluctablemente globalizado, no puede haber soluciones si no es a nivel global? ¿Qué hacer con la tensión, o la oposición, entre la pulsión por la defensa de lo propio –lo familiar, lo local, lo nacional- y la promoción de una solidaridad que trasciende las fronteras, cuando nos enfrentamos a la escasez de insumos imprescindibles, como respiradores, barbijos, camas de terapia intensiva? Observamos cómo, en distintos países, esa tensión se percibe fuertemente incluso dentro de las fronteras nacionales. ¿Es la respuesta esperable una respuesta ética o pragmática, y en uno y otro caso, es el principio que la guía compatible con la eficacia, si es ético, o compatible con nuestros principios éticos, si es pragmático? Aquí, como en todo el resto, la pregunta sigue abierta.
  9. Respuesta democrática, respuesta autoritaria. ¿Qué forma de régimen se ha mostrado más eficaz para hacer frente a la crisis sanitaria? De diferentes formas, este tópico atraviesa lo que leemos y quienes sostenemos a rajatabla la apuesta a las formas democráticas de convivencia buscamos todo tipo de argumentos para no ceder a la insidiosa duda respecto de una posible mayor eficacia, en el terreno, de los regímenes autoritarios o totalitarios. Pero ¿es este un debate en el que debemos entrar, de ese modo? ¿O debemos, en cambio, exigir a nuestros órdenes democráticos que amplíen su capacidad de atender al conjunto de la población de manera equitativa, que revigoricen su misión de velar por el interés público, esto es, comprometernos en hacer de nuestras democracias actuales, mejores democracias? Aun así, el riesgo de la tentación autoritaria, en condiciones de regímenes democráticos de pobre performance, que nos protejan verticalmente del miedo a la muerte, está presente. Tampoco aquí sabemos cuál será la ecuación después de la tormenta.
  10. Naturaleza y cultura. Para mi generación (soy nacida en 1955), el asunto no parecía ser el del cuidado del mundo, entendido como hábitat. Crecimos luchando por la igualdad, por la libertad, por la autodeterminación de los pueblos, contra dictaduras y regímenes autoritarios o totalitarios. La ecología fue, hasta ayer, para muchos de nosotros, un problema secundario y además, no nuestro sino de jóvenes urbanos de clase media. Como lo era también, hasta ayer, para muchos de los poderosos del mundo. Y de repente, resultó evidente que la globalización, tal como está sucediendo, puede amenazar en serio, y rápidamente, la vida en el planeta. Como respecto de la vulnerabilidad, me pregunto si esta pandemia estará teniendo, sobre los poderosos de la Tierra, el efecto radical que ha tenido sobre mi percepción del problema del cuidado del mundo que habitamos. Y si eso es así, y debería serlo, ¿qué otros rumbos podrá, deberá, tomar el desarrollo a partir de ahora?

Por fin, a modo de conclusión: ¿nada más que vida, o una vida que vale la pena ser vivida? Habrá quienes piensen que esta crisis nos privatiza, nos recluye en una vida que no es más que vida biológica, que profundiza la alienación del mundo propio de nuestra época. Por mi parte, no solo creo, sino que prefiero creer, que en ella hacemos la experiencia de que la vida que vale la pena ser vivida es la vida con los otros; que no se trata de nuestra mera vida biológica, ni siquiera la nuestra y la de nuestros seres más queridos. Que la vida que vale la pena ser vivida –la vida humana, propiamente- está hecha de aquello que existe entre nosotros –de lazos de solidaridad, de diferencias, de coexistencia en lugares de lo común, del sentido compartido de nuestras singularidades, de multiplicidad y pluralidad. Y que por lo tanto, aquello que esta crisis ha puesto al desnudo en tantos lugares, esto es, el poder destructor de la marcha automática de las formas actuales de desarrollo global y desigual, el poder destructor de la desatención de lo común, no nos conducirá a demandar, del mundo que surja de esta crisis, una mayor protección individual, una protección de nuestras condiciones de sobrevida privada y particular, que por otro lado habremos experimentado como notablemente vulnerables, aún en el aislamiento, sino una atención a la recreación de un entramado que haga posible las condiciones para una vida vivible, en comunidad, en la dimensión del planeta global. Pero nada de esto es seguro. También puede suceder que, en tres o cuatro meses, la marcha automática del desarrollo global y desigual retome su envión… hasta la próxima crisis planetaria. En mi recorrido frenético por internet, me quedo con esta frase del físico y escritor italiano Paolo Giordano: “No tengo miedo de caer enfermo. ¿Y de qué tengo miedo? De todo lo que el contagio puede cambiar. De descubrir que el andamiaje de la civilización que conozco es un castillo de naipes. De que todo se derrumbe, pero también de lo contrario: de que el miedo pase en vano, sin dejar ningún cambio tras de sí”.