En 2023, Javier Milei triunfó en los comicios nacionales con una fórmula presidencial integrada junto a Victoria Villarruel, reconocida impulsora de la llamada “memoria completa”. Luego del impacto político y social del Nunca más y del Juicio a las Juntas, de la reapertura de los procesos por crímenes de lesa humanidad que tuvo una amplia aprobación y de un discurso público que, aun con discusiones y diferencias, coincidía en condenar los crímenes de la dictadura, parecía consolidada la idea de que había temas y valores que ya no serían impugnados de ese modo. Además, era inimaginable que figuras como Villarruel llegaran alguna vez a ocupar un lugar destacado en la vida política nacional. A partir de esto, Claudia Hilb se pregunta cómo fue posible, no la llegada de Villarruel, sino que su irrupción “no haya inmutado a casi nadie”. Para responder a este interrogante, realiza un recorrido en el que se detiene en momentos clave de las políticas de memoria, verdad y justicia que tuvieron lugar en nuestro país desde 1983 hasta el presente.

El ensayo recorre los años del primer gobierno de Raúl Alfonsín, con el Juicio a las juntas de 1985 como momento significativo, un parteaguas en nuestra relación con el pasado criminal, para pasar luego a las leyes de Obediencia Debida y Punto final y finalmente, a comienzos de este siglo, detenerse en la llegada del kichenrismo al poder, un movimiento político que, al decir de Hilb, produjo una apropiación facciosa de la temática memorial al tiempo que generó una progresiva erosión de la idea de universalidad de los derechos humanos: “ lo que hasta entonces era un acervo común, el corte absoluto entre dictadura y democracia, y el acuerdo compartido sobre el Nunca Más, se fue esmerilando poco a poco” dice Hilb. El discurso de Néstor Kirchner en el acto de la ESMA, en 2004, la  reescritura del prólogo al Informe de la CONADEP en 2006 y la progresiva transformación de la cifra simbólica de 30.000 en número “real o material” son algunos de esos momentos de “avanzada” en el campo memorial.

Para poder entender el estado de “hartazgo” que hoy recorre a buena parte de la sociedad argentina en su relación con el llamado “pasado reciente” y tratar de “explicar” el discurso y las políticas que buscan cancelar la memoria y la ideas de justicia construidas a lo largo de cuarenta años, Claudia Hilb propone pensar en los efectos que algunas operaciones políticas, en especial desde 2003 en adelante, produjeron en nuestra sociedad.

El texto que aquí reproducimos fue leído por la autora en el marco de Ciampi Lectures que tuvo lugar en la Scuola Normale Superiore di Pisa en mayo de 2025.

 

Querría empezar diciendo que la preparación de esta conferencia supuso para mí un desafío bastante particular.[1] El tema de la conferencia se inscribe en una de las líneas de trabajo centrales de mi labor investigativa durante cuarenta años, esto es, la interrogación acerca del modo en que, en Argentina, se ha hecho frente al pasado traumático de la dictadura militar que asoló al país entre 1976 y 1983 y que alcanzó niveles de barbarie y crueldad inimaginados hasta entonces. Ahora bien, en esa interrogación me ha interesado sobre todo discutir, poner en cuestión, desafiar si uds quieren, los clichés que, progresivamente, se fueron instalando en los sectores progresistas de mi país cuando se trataba de evaluar ese pasado, y de abordar su enjuiciamiento.

Para poner este interés en contexto, quiero aclarar que me he situado siempre en lo que puede llamarse el campo progresista, o de izquierda, y sobre todo, que participé activamente, en los años ’70 del entusiasmo juvenil con la insurgencia armada. Pero también debo decir que muy tempranamente, al asaltar la dictadura militar el poder en marzo de 1976, y luego, en mi exilio francés, creí esencial tratar de entender en qué mi generación había podido contribuir, con su comprensión de la política y su ejercicio de la violencia, aún en democracia, a que adviniera el peor terror que jamás se vivió en Argentina. Porque la historia previa al aluvión del terror dictatorial es una historia compleja, de violencias cruzadas -la dictadura no irrumpe, según la imagen consagrada, como un rayo en un cielo sereno. Me parece importante advertir que entre mayo de 1973 y marzo de 1976, en los casi tres años de gobierno democrático,[2] murieron alrededor de 1600 personas en hechos de violencia política (atentados, enfrentamientos) protagonizados por la guerrilla, por bandas parapoliciales y por las fuerzas de seguridad; que se produjeron más de 8500 hechos armados de diverso tipo y signo -de los cuales más de la mitad sucedieron en el año 1975-, y de los cuales más de 5300 fueron producidos por la guerrilla; que en esos mismos años las diferentes guerrillas secuestraron a más de treinta personas, atacaron ocho instalaciones del ejército y un número mucho mayor de comisarías.[3] Y que durante ese periodo la guerrilla del PRT-ERP lanzó un foco de guerrilla rural en el noroeste, con la pretensión de ocupar una parte del terreno, y el ejército intervino -ya de manera brutal- en la represión en esa región. El golpe de estado de marzo de 1976 no sorprendió a nadie; pero nadie imaginaba el nivel de barbarie que alcanzaría la acción de las Fuerzas Armadas en el gobierno, el terror, los campos de concentración, la tortura sistemática, las desapariciones, el robo de niños nacidos en cautiverio, los vuelos de la muerte en que prisioneros eran arrojados vivos al mar desde aviones. Como decía, entonces, ya exiliada en Francia comencé a intentar comprender el Mal, absolutamente inédito, que se había desencadenado el 24 de marzo de 1976 en Argentina, pero también a preguntarme si, aún pretendiendo el Bien, quienes habíamos participado de una u otra manera de la insurgencia armada no habíamos contribuido a convocar el círculo de violencia que favoreció el advenimiento de la catástrofe. La frecuentación de los cursos de Claude Lefort en Paris, y también el acercamiento a la obra de Hannah Arendt y otros autores del Siglo XX, fue fundamental para que yo intentara pensar ese pasado, pero también luego, ya de regreso a la Argentina, para que intentara interrogar la mirada presente sobre el pasado, en ruptura con aquellas convicciones y los clichés que los adornaban.

La preparación de la conferencia, decía, supuso un desafío particular porque casi siempre mis intervenciones en estos temas han sido pensadas para poner en cuestión aquellos clichés entre mis lectores argentinos, sobre todo los de las generaciones más jóvenes. Mi preocupación ha sido intentar evitar que la interrogación sobre el pasado criminal de la dictadura, y sobre el modo de lidiar con él, se asentara sin más sobre la buena conciencia de quienes habían, o habíamos, pertenecido al campo de las víctimas de esa dictadura. Al preparar esta conferencia me he preguntado entonces de qué manera lo que yo diría podría interesar a un público no argentino, de qué manera podía ir articulando la presencia de información concreta, de hechos de ese pasado que uds ciertamente no tienen por qué conocer, con el análisis más conceptual e interpretativo de esos hechos. El riesgo siempre es decir demasiado, y aburrir, o decir demasiado poco y que el relato se torne incomprensible….

Bien. Comenzaré entonces esta conferencia por el final de la historia que quiero relatarles. El 10 de diciembre de 2023 llegó a la presidencia de la Argentina Javier Milei, acompañado como vicepresidente por Victoria Villarruel. Aclaro que no me detendré aquí en las particularidades de la figura presidencial de Javier Milei, que por sí solo podría ser objeto de otra conferencia. Solo diré que su giro a las posiciones más reaccionarias en temas de género o de respeto a la libertad de opinión es, en general, posterior a su llegada al gobierno. Hasta ese momento, era un economista bizarro, anarcolibertario, poco interesado en los temas societales, que declaraba que sus hijos eran sus cinco perros, cuatro de ellos clonados de su primer perro, muerto en 2017, y con nombres de economistas libertarios,[4] y que respondía a la pregunta sobre si creía o no en las bondades del régimen democrático refiriendo al teorema de Arrow… Pero, como decía, mi propósito no es detenerme en su figura, digamos inverosímil, sino en la presencia de Victoria Villarruel en la fórmula presidencial. Para quienes nos hemos interesado, por motivos académicos o políticos o ambos en los vaivenes de las políticas de memoria y de juzgamiento de los crímenes de la Dictadura criminal que asoló a la Argentina entre 1976 y 1983, la abogada Victoria Villarruel no era en 2023 un personaje desconocido. Hija de un teniente coronel del ejército que participó de un alzamiento contra el presidente Raúl Alfonsín en 1987, y sobrina de un procesado en una causa por delitos de lesa humanidad, Villarruel fue la fundadora y presidenta del Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas (Celtyv), cuyo propósito era propender al juzgamiento de los crímenes de la guerrilla, y al establecimiento de lo que llamó “la otra verdad”. Inteligente, de buena oratoria, su discurso se había ido sofisticando con los años, dejando de lado argumentos más típicamente negacionistas para poner el acento en lo que proclamaba debía ser una justicia equitativa, que juzgara todos los crímenes, los de los militares y los de la guerrilla, y que resarciera a todas las víctimas.

Primer rápido flashback: en la Argentina, bajo la recién recuperada democracia tras una dictadura atroz, se había realizado en 1985 un juicio histórico a los jerarcas militares que habían ejercido el más alto poder, en un juicio emblemático, como fue emblemático Nuremberg, o como sería emblemática, unos años después, la labor de la TRC en Sudáfrica. En ese juicio se había juzgado a los nueve comandantes en jefe que habían participado de las tres juntas de gobierno sucesivas entre 1976 y 1983, se había condenado a prisión perpetua y destitución a los dos más tristemente célebres, Jorge Videla y Emilio Massera, se había condenado a penas menores a tres más y se había absuelto a otros cuatro.[5] En Argentina también se habían retomado, a partir de 2005, o sea veinte años más tarde, los juicios de manera muy extendida bajo los gobiernos sucesivos de Néstor y Cristina Kirchner, que enarbolaban como su signo distintivo las políticas de memoria, verdad y justicia. ¿Cómo era posible que, en el contexto de esa historia reciente, la presencia de Villarruel en la fórmula presidencial pareciera no inmutar a casi nadie? Esa es la pregunta para la que intentaré esbozar una respuesta en esta conferencia.

No ocultaré que tengo una hipótesis al respecto; esta es, en síntesis, que el periodo de gobiernos kirchneristas que se abre en 2003 y se extiende hasta 2023, con una interrupción entre 2015 y 2019, estuvo signado por una apropiación crecientemente partisana de la temática de la memoria, que tuvo como consecuencia la erosión de la universalidad de la reivindicación de los derechos humanos. Cuando digo “gobiernos kirchneristas” estoy hablando de la presencia protagónica de Néstor y Cristina Kirchner en esos años -Néstor fue presidente de 2003 a 2007,Cristina por dos periodos de 2007 a 2011 y de 2011 a 2015, y luego vicepresidente de 2019 a 2023. Decía, entonces, que ese periodo estuvo signado por una apropiación partisana de la temática de la memoria, y una erosión de la universalidad del tópico de los derechos humanos, que contribuyó fuertemente -tal es mi hipótesis- a que cuando en las elecciones del año 2023 se evidenció de manera clara el hartazgo de buena parte de la población con las casi dos décadas de gobiernos kirchneristas, el tema de la memoria tendiera a aparecer casi exclusivamente como un tema partidario, o partisano.

Esta hipótesis, por supuesto, se encuentra en línea con mis trabajos anteriores, sobre la manera en que en Argentina se tramitó el pasado dictatorial. Como dije al comenzar, pertenezco, a grandes rasgos, a la generación setentista -la generación, por otra parte, de los propios Néstor y Cristina Kirchner-, que tuvo un papel preponderante en el impulso a la forma que tomó la política de memoria desde 2003. Pero contrariamente al entusiasmo de muchos con esas políticas impulsadas desde 2003 en el campo de la memoria y de la justicia, yo percibía que estas, de manera más o menos explícita o velada, parecían reponer de manera ininterrogada muchas de las certezas que nos habían acompañado durante nuestra militancia juvenil. Y percibía que esa reposición de certezas, de clichés, de autopercepción de una superioridad moral, se solidificaban en una apropiación facciosa de la memoria y en un abordaje equívoco del arreglo con el pasado, con la consiguiente erosión del carácter universal de ciertos consensos lentamente adquiridos.

¿En qué consiste esa apropiación partidaria de la memoria? ¿Cómo se manifestó, pero también, qué supone, como comprensión del pasado, de la violencia, de la acción política? En lo que sigue intentaré explicitar de qué manera, a mis ojos, diferentes momentos de la política de derechos humanos, y de la acción de algunos de sus principales actores, llevada adelante a partir de 2003 puso en escena un modo particular de caracterizar el advenimiento del régimen dictatorial, de interpretar la idea de justicia, de asumir la distinción entre bien y mal, como así también de entender las fronteras entre historia, memoria y verdad. En el entrelazamiento de estos asuntos, que suponen, cada uno, preguntas fundamentales que según creo se plantean siempre, ante la salida de regímenes de terror, pero también circunstancias concretas propias de una situación particular, intentaré mostrar en qué consistió aquella apropiación partidaria.

Comenzaré, para ello, con la caracterización del régimen dictatorial tal como esta caracterización se fue consolidando desde 2003 en adelante. Como sabemos, el modo en que nombremos aquello que sucede no es solo una cuestión lexical, sino que lleva ínsito un universo de significaciones. Me detendré para ello en la transformación progresiva del sintagma “dictadura militar” en dictadura cívico-militar, cuando no cívico-militar-empresarial-eclesiástica.[6] Esta transformación, que se inició hacia 2007 o 2008 y se expandió con gran fuerza, toma sentido en su relación con la transformación de la caracterización del régimen, que también evidencia cambios significativos para esa misma época. Intentaré mostrar que esa caracterización, a su vez, está enlazada con la decisión de ampliar las fronteras de lo punible. Y que tiene también efectos relevantes sobre la relación entre historia, memoria y verdad.

¿En qué consiste, esencialmente, la transformación de la caracterización del régimen que se pone en evidencia, entre otros, en el paso de la denominación de “dictadura militar” a “dictadura cívico-militar”? Como intentaré mostrar en lo que sigue, en esta modificación se pasa de una definición que esencialmente refiere a la usurpación de poder político, a una definición que reenvía a una idea de dominación social. A fin de ilustrar esta modificación del sentido que se atribuye al advenimiento de la dictadura me concentraré en la palabra de dos emisores clave durante el periodo kirchnerista: en primer lugar, en la modificación, en 2006, del prólogo al informe “Nunca Más”, producido originariamente por la Comisión Nacional de Desaparición de Personas (Conadep) en 1984; en segundo lugar, en la progresiva modificación del modo de referirse a la Dictadura que tiene lugar en los documentos leidos por las organizaciones de derechos humanos en la conmemoración de los actos en el aniversario del golpe de Estado, los días 24 de marzo, desde 2006 en adelante.

Antes de entrar en el detalle de esas modificaciones, me parece necesario explicitar que el informe Nunca Más fue elaborado por la Conadep, comisión integrada por personalidades de reconocido prestigio, creada por Alfonsín a los tres días de asumido el poder al final del periodo dictatorial -esto es, el 13 de diciembre de 1983- con el fin de documentar el mapa de la represión clandestina. Tras diez meses de labor intensísima, en septiembre de 1984, la Conadep entregó un informe que detalló con enorme rigor la existencia de 340 campos de concentración clandestinos y la desaparición de personas documentada en 8961 casos,[7] y que sería fundamental para el armado del Juicio a las Juntas Militares que tuvo lugar en 1985 en Argentina por un tribunal civil. En el prólogo de ese informe se exponía una mirada global sobre el pasado reciente, que comenzaba afirmando que en los años ’70 la Argentina había sido convulsionada por la violencia de extrema izquierda y de extrema derecha, pero que advertía inmediatamente que a esa violencia la Fuerzas Armadas había respondido con “un terrorismo infinitamente peor que el combatido, porque (…) contaron con el poderío y la impunidad de un Estado absoluto secuestrando, torturando y asesinando a miles de seres humanos”. El prólogo continuaba con una exposición descarnada del terror ejercido, de la política sistemática de tortura y desaparición y culminaba afirmando que solo la democracia podía impedir que un horror tal no se repitiera “nunca más”. En síntesis, si bien dicho prólogo exponía la existencia de una situación de violencia guerrillera durante el periodo democrático de 1973-1976, calificaba sin ambigüedad como “infinitamente peor” el terror desencadenado en marzo de 1976 por la dictadura militar, terror que además describía en todo su alcance horroroso. Y echaba una línea divisoria tajante entre régimen militar y democracia. Agrego, además, que el informe “Nunca más” se convertiría rápidamente en un hito fundamental, casi diría la piedra fundacional, de la denuncia del horror de la Dictadura, y de la democracia recuperada.

El prólogo modificado en 2006, comenzaba afirmando por su parte “que es inaceptable pretender justificar el terrorismo de Estado como una suerte de juego de violencias contrapuestas”, y que “la dictadura se propuso imponer un sistema económico de tipo neoliberal” para cuya aplicación “hizo desaparecer a 30 mil personas, conforme a la doctrina de seguridad nacional, al servicio del privilegio y de intereses extranacionales”. Y culminaba afirmando que el “nunca más” del Estado y de la sociedad argentina “debe dirigirse tanto a los crímenes del terrorismo de Estado (…) como a las injusticias sociales que son una afrenta a la dignidad humana”. Como puede observarse, ese nuevo prólogo echa la línea divisoria ya no entre democracia y dictadura, sino entre régimen de opresión y régimen de justicia social; la política criminal de la dictadura, se entiende, respondía al fin de garantizar los privilegios de algunos y los intereses extranacionales a través de un sistema de tipo neoliberal. Y sus víctimas fueron quienes con su acción podían poner obstáculos a un tal fin. En la única mención explícita a la guerrilla, el nuevo prólogo afirma que no existe relación alguna entre el golpe y la violencia guerrillera porque en 1976 “la guerrilla ya había sido derrotada militarmente”.[8] Sin decirlo con las palabras con las que por entonces se denostaba el prólogo original, se dejaba ver que toda puesta en relación de la violencia guerrillera con el advenimiento del golpe solo abonaba lo que se llamó por entonces la “teoría de los dos demonios”, esto es, la supuesta afirmación de que había habido dos fuerzas igualmente demoníacas en pugna.

Esta misma caracterización del golpe militar y la Dictadura en términos de un régimen de opresión socio-económica se va instalando, progresivamente, en el discurso de los organismos de derechos humanos pronunciados en los aniversarios del Golpe, en las masivas manifestaciones que tienen lugar a partir de 2006,[9] a medida que dichos organismos van adhiriendo de manera explícita, a partir de 2003, a los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner, abandonando una independencia respecto de los partidos de más de dos décadas. Así, a modo de ejemplo, el discurso leído por Estela de Carlotto, la presidente de Abuelas de Plaza de Mayo, en esa misma Plaza en 2011, hacía referencia explícita a la complicidad del Poder Judicial, las empresas que se beneficiaron con el plan económico, a los medios de comunicación que justificaron el golpe y a periodistas con nombre y apellido.[10] Ese mismo tono reaparece en todos los discursos sucesivos. Si saltamos hasta 2017, durante el breve interregno de un gobierno no kichnerista, del derechista Mauricio Macri, observamos que la identificación de la dictadura con un proyecto de dominación social y con el neoliberalismo es cada vez más explícita; así, el discurso comienza diciendo que “a 41 años del Golpe de Estado genocida de Videla, Agosti, Massera, de los grupos económicos, la cúpula de la Iglesia, de la corporación judicial, la Embajada de Estados Unidos, venimos nuevamente a esta Plaza a repudiar los crímenes de lesa humanidad”; más adelante, leemos que “el plan económico de este Gobierno democrático tiene los mismos objetivos que el de Martínez de Hoz” (ministro de economía de la dictadura), y que “41 años después del Golpe, han reinstalado un plan económico de exclusión”. En una exposición que hace más explícito que nunca no solo el diagnóstico del presente político bajo el gobierno de derecha o centroderecha de Macri, al que asimila en lo económico a la Dictadura, sino también la coincidencia con la mirada sobre el pasado, sobre las características del régimen militar sostenido por el kirchnerismo, el documento de los organismos de DDHH recuerda asimismo “las luchas en los ingenios azucareros, las Ligas Agrarias, el Cordobazo, el Rosariazo y las comisiones internas en las fábricas, el movimiento sindical, estudiantil y popular, la militancia en las organizaciones del Peronismo Revolucionario: UES, Montoneros, FAP, Sacerdotes por el Tercer Mundo y FAL; la tradición guevarista del PRT, Ejército Revolucionario del Pueblo; y las tradiciones socialistas y comunistas: Partido Comunista, Vanguardia Comunista, PCR y PST; y tantos espacios en los que miles de compañeras y compañeros lucharon por una Patria justa, libre y solidaria.” Esto es, resalta la lucha no solo de movimientos sociales y partidos legales de izquierda que actuaron en los años previos al golpe del 76, sino de todas las organizaciones guerrilleras (Montoneros, Fal, Fap, PRT-Erp) sin olvidar a ninguna, que ejercieron la violencia en democracia en aquellos mismos años. Y concluye reafirmando el “compromiso con el proyecto de país por el que lucharon los 30.000 y todos los compañeros y compañeras de nuestros países hermanos, organizados contra las dictaduras de la región”.[11]

Retomo entonces lo dicho anteriormente: la nueva línea divisoria que se establece a partir de 2003 en el discurso políticamente hegemónico se traza entre un régimen de opresión y su ejecutor militar, y un régimen que podemos entender es de justicia social. En la denominación de régimen cívico militar, o cívico militar empresarial eclesiástico, se condensa esa caracterización de la dictadura. Y en esa nueva línea divisoria, hay quienes con justicia han luchado, con las armas o no, contra la injusticia, por una patria libre, justa y solidaria, y han sido reprimidos ferozmente en pos de la instalación de un régimen de dominación neoliberal. De ese modo, la distinción entre quienes están del lado del bien (los luchadores, las organizaciones sociales, las organizaciones guerrilleras, el pueblo en general) y quienes están del lado del mal (los militares, la jerarquía de la iglesia, el neoliberalismo, los grandes empresarios trasnacionales, buena parte de la justicia, los Estados Unidos), distinción que coincide con la que hacían las organizaciones guerrilleras de los tempranos años ’70 en Argentina, encuentra nuevamente su expresión en las políticas de los gobiernos kirchneristas, y en quienes lo acompañan. Volveré sobre esto.

Antes señalé que esta transformación de la caracterización de la Dictadura debía asimismo ser puesta en relación con la búsqueda de la ampliación de la punibilidad. Mientras el régimen militar fuera enfrentado en los términos de un asalto ilegítimo al poder político por parte de las Fuerzas Armadas, y del ejercicio del terror sustentado en “el poderío y la impunidad de un Estado absoluto” que había secuestrado, torturado y asesinado a miles de seres humanos, los responsables a juzgar debían ser las Fuerzas Armadas, y en particular sus altos mandos. Cuando, veinte años después, el diagnóstico mutó en que se había tratado de ejecutar un plan neoliberal, que había contado con la participación de sectores civiles, empresariales y de la iglesia, para lo cual había que eliminar a quienes se oponían a la realización de un tal plan, la extensión de la culpabilidad criminal a civiles pareció para muchos ir de suyo. Como intentaré mostrar, esta mutación implicaba también una inversión en la tensión entre normalidad y excepcionalidad en el tratamiento del pasado criminal y en la proyección de una democracia consolidada.

Para poder ahondar un poco en esta cuestión, debo nuevamente volver hacia atrás y aburrirlos con algunos datos históricos. La limitación de la punibilidad, entre los años 1983 y 1987, había acarreado no pocas preguntas y conflictos. Muy sintéticamente: como ya señalé, la propuesta del gobierno de Alfonsín que asumió la presidencia a la salida del periodo dictatorial había sido la de llevar a juicio a los nueve comandantes integrantes de las tres juntas de gobierno que habían dirigido el país entre 1976 y 1983. En esa propuesta inicial, que fue llevada al parlamento para su aprobación, debía exonerarse a los rangos inferiores que habían cumplido órdenes, y eventualmente, podría luego llevarse a la justicia también a quienes se hubieran excedido en el cumplimiento de las órdenes recibidas. El objetivo era múltiple: por un lado dar un mensaje de institucionalidad, de no impunidad ante el horror de los crímenes dictatoriales, horror que se había vuelto de conocimiento público a partir del trabajo de la Conadep, y hacerlo llevando a los máximos criminales ante la justicia civil; para ello, se apelaba a la normatividad de la república democrática, evitando hasta donde fuera posible la excepcionalidad de algo así como “un nuevo Nuremberg”, esto es, un nuevo tribunal de vencedores. Y al  mismo tiempo se buscaba evitar la extensión de los juicios a toda la institución de las FFAA. Todos estos elementos, consideraba Alfonsín, eran imprescindibles para afianzar el objetivo principal, que era la consolidación de la democracia. Retomando lo dicho anteriormente, la línea de partición era dictadura y democracia, y la culpabilidad criminal debía acotarse a los máximos personeros del régimen militar.

No obstante, la limitación inicial propuesta desde el Poder Ejecutivo fue rebasada por distintos acontecimientos de los que me importa mencionar dos; el primero, una modificación introducida en la votación en el Parlamento de la ley de enjuiciamiento a las Juntas Militares negaba la exoneración de culpabilidad criminal a los subordinados que aún cumpliendo órdenes hubieran cometido “crímenes horrendos y aberrantes”; y como uds saben o pueden imaginar, la mayoría de los crímenes cometidos por esos subordinados podían catalogarse como horrendos y aberrantes. La segunda fue la ampliación, en el dictamen de los jueces del Juicio de 1985, de la posibilidad de persecución judicial a los comandantes y subcomandantes de zona. El resultado fue que, después del Juicio de 1985, comenzaron a instruirse juicios contra militares de rango subalterno, cosa que la propuesta del gobierno había querido evitar. Ante ello, en diciembre de 1986 el Parlamento aprobó una ley de Punto Final enviada por el Poder Ejecutivo, que ponía una fecha límite para abrir nuevos procesos. El resultado fue una avalancha de pedidos de procesamiento… ante lo cual, en 1987, una nueva ley, la Ley de Obediencia Debida, estableció de manera tajante la no punibilidad, sin prueba en contrario según decía la ley, de los integrantes de las FFAA por debajo de la categoría de comandante de zona o subzona, con excepción de crímenes de violación, de apropiación de menores o de robo de bienes.[12] Diversos juristas objetaron, en aquel momento, que una ley pudiera arrogarse facultades de tipo judicial, poniendo fin a procesos en curso.

Me interesa subrayar, de este recorrido, por un lado el esfuerzo del gobierno de Alfonsín por sostener el enjuiciamiento de los crímenes de la Dictadura sobre la apelación a la normalidad, la normatividad existente, y por evitar hasta donde fuera posible una retórica o una práctica excepcionalista, y de contener en límites precisos el alcance de la punibilidad. Pero me interesa destacar también la dificultad, ante crímenes a todos ojos excepcionales, sin precedentes, de poder llevar adelante ese propósito. El balance del periodo alfonsinista en el terreno del enjuiciamiento de los criminales de la dictadura terminaría por no conformar a casi nadie. Si bien lograba un hecho sin precedentes, que era llevar ante la justicia civil a los máximos responsables de la Dictadura criminal, el gobierno de Alfonsín terminaba realizando, bajo fuerte presión, al límite de la legalidad y con toda la apariencia de un retroceso, aquello que no obstante había planteado desde el principio -la limitación de la punibilidad a los máximos responsables militares-, y concitaba la indignación mayoritaria de los sectores ligados a la defensa de los derechos humanos, descontentos con el carácter limitado de la persecución penal de los perpetradores. Para completar el panorama, recordaré que en 1990, el nuevo presidente, Carlos Menem, pondría en libertad a todos los condenados y procesados por el Juicio de 1985 y los juicios posteriores a través de un indulto presidencial.

«Paisaje 4», Eduardo Stupía (2010), técnica mixta sobre tela (200×300 cm.)

Volvamos, entonces, tras esta puesta en contexto, al modo en que la transformación de la caracterización del régimen que gobernó a sangre y fuego la Argentina entre 1976 y 1983 se engarza con la voluntad por ampliar la punibilidad. Si como decía en 1983 el propósito había sido el de apelar a la normalidad, evitando la excepcionalidad, y el de acotar la punibilidad a los máximos responsables militares, a partir de 2003 asistimos a un discurso que exalta el excepcionalismo y promueve la ampliación sin límites prefijados de la culpabilidad penal no solo a todos los rangos militares, sino también a civiles. Nos encontramos ante la situación algo sorprendente de que en el momento excepcional de 1983, un gobierno busca evitar hasta donde sea posible todo atisbo de excepcionalismo; y que veinte años más tarde, ya consolidada la normalidad del régimen democrático con una duración mayor a la de cualquier periodo democrático anterior en el siglo XX en Argentina, un nuevo gobierno apela a la excepcionalidad para volver a abrir las causas por los delitos de la dictadura y ampliar el alcance de la punibilidad penal.

En el nuevo prólogo de 2006 a la edición del Informe Nunca Más, al que ya me referí, leemos en su primer párrafo: “Nuestro país está viviendo un momento histórico en el ámbito de los derechos humanos, treinta años después del golpe de Estado que instauró la más sangrienta dictadura militar de nuestra historia. Esta circunstancia excepcional es el resultado de la confluencia entre la decisión política del gobierno nacional, que ha hecho de los derechos humanos el pilar fundamental de las políticas públicas, y las inclaudicables exigencias de verdad, justicia y memoria mantenidas por nuestro pueblo a lo largo de las últimas tres décadas.”[13]

¿A qué alude la afirmación de dicho momento histórico, de esa circunstancia excepcional? Se trata de la anulación de las leyes de punto final y obediencia debida de 1986 y 1987 por el Congreso en 2003, y de sucesivas decisiones posteriores de la renovada Corte Suprema de Justicia, que han posibilitado la reapertura de los juicios por crímenes de lesa humanidad durante la Dictadura. Como ustedes seguramente saben, la anulación de una ley, la declaración de su nulidad, a diferencia de la derogación, supone que esa ley nunca ha existido, que por lo tanto un acusado no puede apelar, si fuere el caso, a la ley más benigna. El argumento que se esgrimió entonces fue que esas leyes habían sido votadas bajo presión militar y que por lo tanto debían ser declaradas nulas; no parecía importar que hubieran sido votadas legalmente por un Congreso electo democráticamente, ni tampoco que hubieran sido derogadas -sin declaración de nulidad- en 1998, lejos ya de cualquier presión militar; lo importante era declararlas nulas a fin de abrir a la posibilidad de recomenzar los juicios. En cuanto a las decisiones de la Suprema Corte, en sus sentencias apelaba entre otros a la incorporación de la imprescriptibilidad de los crímenes de lesa humanidad en la Constitución reformada en 1994 -esto es, con posterioridad a los hechos juzgados- o, en su defecto, al Derecho de Gentes. Algunas voces de juristas de indudable vocación democrática y antidictatorial se alzaron entonces para objetar el desconocimiento de pilares elementales del orden jurídico -la cosa juzgada, el beneficio de atenerse a la ley más benigna, la irretroactividad de la ley-, o enarbolaron el argumento del “tiempo prudencial” para la persecución de un delito. En ese clima, el Presidente de la Corte Suprema, Ricardo Lorenzetti, afín al gobierno, afirmaba por su parte la preeminencia de la Justicia por sobre la seguridad jurídica.[14] En consonancia con la opción por la excepcionalidad, y la nueva caracterización de la dictadura como cívico-militar a la que ya me he referido, se reabrían los juicios y se ampliaba la posibilidad de persecución penal por crímenes de lesa humanidad a un universo que no reconocía, a priori, ningún tipo de limitaciones.[15]

El momento histórico, la circunstancia excepcional, se condensó entonces en la convicción de que después de veinte años, en una democracia a la vez estabilizada en el tiempo pero que solía mostrarse frágil en sus capacidades institucionales -en particular, en lo que hacía a la lucha contra la corrupción y la igualdad ante la ley-, el bien a perseguir debía ser la reapertura de los juicios a los perpetradores militares y sus cómplices o mandatarios civiles, antes que la consolidación de algunas instituciones fundamentales del estado de derecho. Esa convicción se sostenía sobre la afirmación de que quienes ahora ocupaban el poder eran los representantes de la generación de las víctimas del terror estatal, que regresaban por fin para hacer reinar la justicia.[16] En tanto representantes de las víctimas, esto es, de los luchadores que se habían opuesto a la instalación por el terror de un proyecto neoliberal, quienes impulsaban esas políticas enarbolaban el carácter fundacional de sus propósitos y no dudaban de la justeza de su visión de las cosas, que reproducía en sus grandes líneas las convicciones de la militancia setentista. Excepcionalismo y punitivismo eran la expresión de que había llegado el momento de saldar cuentas definitivas con el pasado criminal. La convicción de que se estaba del lado de los “buenos” de la historia, sostenida en una reescritura maniquea y simplista del pasado reciente, contribuía a poder afirmar sin temor hasta donde se extendía y a quienes abarcaba el campo de los “malos” -sin temor, sobre todo, de ignorar las zonas grises entre complicidad criminal, colaboración, cobardía o miedo. Así, ante actitudes o acciones pasadas equivalentes de personajes alistados, veinte años después, a uno u otro lado de la línea divisoria, en particular jueces pero también, eventualmente militares, se atacaba sin miramientos a unos y se defendía con ímpetu a los propios.[17]

Excepcionalismo, punitivismo, afirmación de una superioridad epistemológica en lo que hace a la interpretación de la historia pasada, sostenida en la repetición de la convicción de representar al campo del bien que por fin podía imponer sus certezas, su verdad. Lo que llamé la apropiación partisana de la lectura del pasado reciente se fue imponiendo gradualmente desde 2003, con la consecuencia de que lo que era hasta entonces un acervo común, el corte absoluto entre dictadura y democracia, y el acuerdo compartido sobre el Nunca Más, se fue esmerilando poco a poco.

Algunos hechos puntuales permiten ilustrar más gráficamente esta apropiación. El 24 de marzo de 2004, frente a la Escuela de Mecánica de la Armada, un sitio emblemático de tortura durante la dictadura, el Presidente Kirchner pidió perdón, en nombre del Estado, por la inacción estatal ante los crímenes de la dictadura:  “como Presidente de la Nación Argentina”, declamó, “vengo a pedir perdón de parte del Estado nacional por la vergüenza de haber callado durante 20 años de democracia por tantas atrocidades.”[18] Sorprendentemente, en su alocución Kirchner parece ignorar el histórico Juicio de 1985. Es sabido que ante la indignación de muchos, esa misma tarde el Presidente Kirchner debió llamar a Raúl Alfonsín para disculparse. Pero el solo hecho de que lo hubiera olvidado es muy significativo de la autopercepción de quienes asumieron entonces el poder, y de su entusiasmo fundacionalista.

Este olvido del Juicio a las Juntas, en la refundación kirchnerista de la memoria, tiene un hecho anecdótico que me parece significativo en el éxito masivo que, a fines de 2022, conoció la película “Argentina 1985”, que con la presencia de algunos de los actores más populares del país, repone de manera ficcionalizada pero con mucho respeto de los hechos, el Juicio a los máximos jerarcas de la Dictadura llevado adelante en aquel año.[19] De repente, las generaciones más jóvenes parecían descubrir que la memoria de la dictadura, y el esfuerzo de justicia, no se circunscribían al relato que ellos conocían, que abarcaba las últimas dos décadas; descubrían que en un momento en que las FFAA aún podían representar una amenaza real, un jurado civil había juzgado, por iniciativa del gobierno democrático electo, a los nueve comandantes, y condenado a prisión perpetua a los más conspicuos entre ellos.[20]

Quisiera detenerme todavía en otro hecho, que ilustra también a mis ojos de manera señalada la apropiación partisana de la memoria, y que nos reenvía a la relación entre memoria e historia. Antes me detuve con cierta extensión en la transformación del modo de denominar al régimen militar, de dictadura militar en dictadura cívico-militar, que se fue imponiendo en el lenguaje a partir de 2008. En mayo de 2017 la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires promulgó una ley que constaba de un solo artículo (el segundo era de forma), y que decía así:  “Incorpórase de manera permanente en las publicaciones, ediciones gráficas y/o audiovisuales y en los actos públicos de gobierno, de los tres poderes de la provincia de Buenos Aires, el término Dictadura Cívico-Militar, y el número de 30.000 junto a la expresión Desaparecidos, cada vez que se haga referencia al accionar genocida en nuestro país, durante el 24 de marzo de 1976 al 9 de diciembre de 1983.”[21] En una frase, se establecía por ley de qué modo había que nombrar lo sucedido, cual era el número de víctimas y, de paso, se calificaba como genocida al régimen -cuando la discusión historiográfica y jurídica al respecto estaba lejos de sostener mayoritariamente esa calificación. Cualquier diferencia con estas formas de nombrar a la Dictadura, volcada en un documento o una alocución oficial, se convertía en delito. Solo un diputado se opuso, argumentando que se trataba de una ley estalinista o fascista; el resto de los legisladores, muchos de ellos sin duda opuestos a la ley, la votaron por no aparecer oponiéndose a una cristalización de la memoria que, bajo el kirchnerismo, había logrado que quien no se identificara con sus políticas y su lectura del pasado fuera tildado de negacionista -y en efecto, en los considerandos de quienes presentaron la ley, el objetivo de la misma era la lucha contra el negacionismo.

Del mismo modo en que la reducción a la “teoría de los dos demonios” había estigmatizado cualquier investigación seria de la violencia guerrillera en los años ´70, incluida por supuesto la realizada por historiadores conocidos por su oposición pública al régimen militar, el negacionismo sería el epíteto con el que, para entonces, se toparía cualquier intento serio de debate o de investigación histórica sobre el número de desaparecidos -y con el que incluso se atacó a Graciela Fernández Meijide, ex secretaria de la Conadep, madre de un desaparecido, y figura emblemática de la lucha por los derechos humanos.[22] Sin duda, la discusión de las cifras de desaparecidos es un asunto muy delicado, en el que la polémica puede ciertamente esconder la voluntad de minimizar los crímenes de la dictadura -los negacionistas son como las brujas, que los hay, los hay; pero entiendo por mi parte que si el tema tomó un cariz polémico ello no sucedió tanto porque surgieran de la nada, de repente, nuevas voces negacionistas, sino porque, a partir de los años 2000, lo que hasta entonces había sido un número simbólico -el de los 30 mil desaparecidos-, comenzó a ser enarbolado como un número real, material.[23] Las cifras elaboradas por el informe Nunca Más, como ya dije, habían llegado a contabilizar 8961 desaparecidos; se estimaba, ciertamente, que esa cifra era inferior a la real, ya que sin duda habría un número importante de desapariciones no declaradas entonces; pero ninguna investigación seria permitía llegar a la cifra de 30 mil desaparecidos.[24] Fue sobre todo esa solidificación en un número supuestamente real por parte de los organismos de derechos humanos y los sectores políticos que apoyaban sin matices las políticas de juicio del kirchnerismo, lo que a mi entender debilitó lo que había sido siempre un número simbólico, que nadie tenía interés en discutir en tanto tal, y lo que dio argumentos a los verdaderos negacionistas -entre ellos, Victoria Villarruel y otros voceros del régimen militar. Para quienes, considerándose firmemente democráticos y antidictatoriales, no querían enfrentarse al riesgo de ser tildados de negacionistas, la investigación histórica sobre los crímenes de la Dictadura quedó circunscripta a la aceptación de una verdad en la que, más que probablemente, no creían; del mismo modo en que la revisión de la acción y la comprensión de la política por parte de la violencia insurgente en los 70 debía constantemente quedar siempre, hiciera lo que hiciere y dijera lo que dijere, sospechada de estar subrepticiamente promocionando la “teoría de los dos demonios”.

Para ir concluyendo querría retomar algunas de las preguntas que atraviesan más o menos explícitamente mi recorrido anterior. En buena medida, esas preguntas pueden inscribirse en aquellas que encontramos en Hannah Arendt, repetidas, meditadas una y otra vez desde los años cuarenta en adelante: en uno de los prólogos a Los orígenes del Totalitarismo Arendt se preguntaba: “¿qué sucedió, porqué sucedió, como pudo suceder?”[25] A partir de su crónica del juicio a Eichmann, y de manera insistente en las conferencias reunidas en Responsibilty and Judgment la pregunta que vuelve siempre es cómo juzgar  crímenes inéditos, cometidos por criminales de un nuevo tipo, que desafían aquello a lo que pueden responder nuestras categorías habituales.[26] Ciertamente, la experiencia argentina no puede parangonarse con el totalitarismo nazi, o con los totalitarismos, con los que Arendt lidia entonces. La barbarie de la dictadura argentina no puede pensarse en los términos de un genocidio que se abate sobre una parte de la sociedad, a la imagen del genocidio nazi, o armenio, o de los tutsis; pero la obra de Arendt nos provee de reflexiones de gran riqueza cuando intentamos pensar el Mal, o la violencia, pero también la pretensión del Bien absoluto. De una u otra manera, en la Argentina posdictatorial, como cada vez que en el Siglo XX nos hemos visto confrontados a las preguntas acerca de cómo salir de regímenes de violencia y terror, el diagnóstico acerca de lo sucedido, “qué, por qué, cómo pudo suceder” nos ha confrontado a la necesidad de comprender. Y la pregunta acerca de cómo juzgar crímenes horrendos nos ha obligado no solo a la pregunta de si era posible juzgar con herramientas normales lo excepcional, lo excepcionalmente horroroso, cómo juzgar aquello que rebasaba nuestras categorías habituales, sino a interrogarnos también acerca de la finalidad que, al juzgar, estábamos persiguiendo.

En la historia reciente en Argentina, una de las preguntas, a mi entender cruciales, que hemos debido responder, fue la de cómo consolidar la democracia después del horror dictatorial. Ello suponía, así lo entendía y lo entiendo, atesorar aquello que había sido la piedra fundacional de nuestra recuperada institucionalidad -el Nunca Más, el juicio a las Juntas. Pero ello exigía también, así lo entendía y lo entiendo, que quienes habíamos participado, de la manera que fuese, de la insurgencia armada en los años previos al golpe estuviéramos dispuestos a revisar de qué modo habíamos contribuido a minar las instituciones democráticas, y a banalizar el uso de la violencia, enancados en nuestra convicción de representar los verdaderos intereses de la mayoría, en nuestra convicción de que el bien, la historia, el futuro, estaban de nuestro lado.

En el prefacio que recién citaba a Los Orígenes del Totalitarismo Arendt escribe que aquellas preguntas -qué, como, por qué pudo suceder- son “the questions with which my generation had been forced to live for the better part of its adult life”. He escrito en algún lado que son también las preguntas con las que mi generación ha debido vivir durante buena parte de su vida adulta. Y es a esas preguntas que he intentado enfrentarme, intentando comprender. No creo, ciertamente, que la comprensión pueda evitar la repetición; pero sí creo que comprender es un deber de mi generación. Comprender qué pasó, como fue posible que se desatara el terror criminal, como fue posible que ese terror fuera muchas veces tolerado, que hubiera gente que después de haber dicho, durante la dictadura y ante las desapariciones, “algo habrán hecho”, diría después no haber sabido. Y comprender también cómo la pretensión de representar el Bien puede ser mortífera para la vida política. Es nuestra responsabilidad legar ese esfuerzo de comprensión sobre qué sucedió y como pudo suceder a las generaciones siguientes; no conformarnos en nuestras viejas certezas, con la buena conciencia que da el haber pertenecido al campo de las víctimas.

En Argentina, y con esto concluyo, las respuestas a aquellas preguntas “qué, cómo, por qué sucedió”, y “como juzgar lo sucedido”, fueron enfrentadas de maneras muy disímiles desde la recuperación de la democracia en 1983. No creo que las respuestas urdidas entre 1983 y 1987 sean perfectas; pero sí me siento muy cerca de la preocupación que animó en 1983 a los filósofos del derecho que rodearon entonces a Alfonsín;[27] se trataba, como señalé antes, de dar, en un contexto de tremenda fragilidad, un mensaje de no impunidad y de respeto de la institucionalidad, en aras de la consolidación del régimen democrático. El hecho de que en 1985, con los militares aún acechando a la frágil democracia, dos de los más conspicuos representantes del régimen criminal hubieran sido condenados a cadena perpetua me parece un hecho extraordinario. Pero es cierto que si miramos el panorama desde los años ´90, esto es, tras las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, y los indultos decretados por el Presidente Menem, el balance puede parecer insatisfactorio.

Sin dudas ese balance insatisfactorio explica el entusiasmo con que gran parte de quienes estaban comprometidos con la defensa de los derechos humanos recibieron el proceso de reapertura de los juicios a partir de 2003. Si por mi parte yo he sido muy crítica de ese proceso es porque, como ya señalé, entiendo que el modo en que entonces procuró responderse a las preguntas sobre lo sucedido reponían de manera ininterrogada las convicciones de la vieja generación setentista. Esas respuestas acarreaban la negativa a examinar las propias concepciones de entonces; rehusaban enfrentar de manera compleja las preguntas sobre qué, como y porqué; y sobre las respuestas sencillas que reponían clichés sobre los buenos y los malos de nuestra historia reciente, se asentó el entusiasmo punitivo. Parecía más fácil sostener un discurso maximalista que interrogarse sobre los mejores caminos para consolidar la existencia de una comunidad democrática, con instituciones sólidas. Frente a quienes, sin por cierto ignorar el carácter del mal inédito, insoportable, introducido por la Dictadura en 1976, considerábamos que no puede haber verdades sencillas ni soluciones perfectas para pasados traumáticos y complejos, se alzaba la convicción contraria: había una verdad, que era la que se emitía a casi una sola voz desde los sectores ligados al poder kirchnerista; y había una solución perfecta acorde a esa verdad.

El excepcionalismo, el fundacionalismo, la convicción acerca de la posesión de la verdad sobre el pasado y sobre su solución en el presente, fueron algunas de las marcas profundas de las políticas de memoria, verdad y justicia llevadas adelante por los gobiernos kirchneristas, que rechazaron toda controversia histórica, jurídica o política, aún cuando esta proviniera de sectores claramente antidictatoriales y prodemocráticos. Así, lo que pretendía constituir un avance en la consolidación de la memoria a través de la intensificación de los juzgamientos resultó en su partidización, y en una erosión de los consensos que creíamos indestructibles, que podemos sintetizar como el consenso erigido sobre el Contrato Social del Nunca Más. La crisis del kirchnerismo, el hartazgo de una parte mayoritaria de la población con sus políticas y sus discursos, arrastró en buena medida con ella lo que quedaba de aquellos consensos.

El advenimiento, sin ruido ni escándalo, de Victoria Villarruel a la vicepresidencia de la Nación en diciembre de 2023 puede, entiendo, comenzar a comprenderse de ese modo.

 

[1] Claudia Hilb. Ciampi Lectures – Scuola Normale Superiore di Pisa (mayo 2025)

[2] Si bien los gobiernos sucesivos de Héctor Cámpora, Juan Perón y -a la muerte de Perón- de la vicepresidenta, su viuda María Estela Martínez de Perón, fueron el resultado de elecciones democráticas y de la sucesión presidencial, esos años estuvieron lejos de poner en escena una democracia estable; las profundas disensiones en el interior del peronismo gobernante, la acción de la guerrilla y la acción parapolicial de la Alianza Anticomunista Argentina (“las Tres A”) ligada al aparato estatal, sobre todo a partir de mediados de 1974, hacen que la expresión “gobiernos democráticos” merezca por lo menos una nota al pie.

[3] Para un estudio pormenorizado de los secuestros realizados por la guerrilla, véase Carnovale, Vera, “Las cárceles del pueblo. Los secuestros de la izquierda armada argentina (1970-1977)”, Revista PosData Vol. 25 Nº1 (2020). Tomo el resto de las cifras de Marín, Juan C., Los hechos armados. Un ejercicio posible, Buenos Aires, Cuadernos Cicso, 1984, p.110. Aclaro que en “hechos armados” Marín incluye a acciones de la guerrilla, y a acciones ilegales de las fuerzas parapoliciales tanto como a acciones legales de las fuerzas policiales. Si bien no comparto en nada el análisis de Marín, las cifras que presenta permiten vislumbrar el nivel de violencia de esos años. Agradezco a Vera Carnovale por su ayuda en la búsqueda de fuentes para documentar la violencia durante el periodo 1973-1976.

[4] Murray, Milton, Robert y Lucas, todos clones de Conan, llamados como los economistas Milton Friedman, Murray Rothbard y Robert Lucas.

[5] Jorge Rafael Videla y Emilio Massera fueron condenados a reclusión perpetua, Orlando Ramón Agosti a cuatro años y seis meses de prisión, Roberto Eduardo Viola a 17 años de prisión y Armando Lambruschini a la pena de ocho años de prisión. Omar Rubens Graffigna, Arturo LamiDozo, Leopoldo Galtieri y Jorge Anaya fueron absueltos. 

[6] Para un análisis exhaustivo de este punto, ver Montero, Sol, “El objeto discursivo “dictadura cívico-militar” en la Argentina reciente: narrativas históricas y sentidos contemporáneos”. en https://www.argentina.gob.ar/sites/default/files/2022/12/4._nombrar_la_dictadura_online_.pdf. En la nota 27, Montero destaca que “una búsqueda cronológica por palabra clave en el archivo del diario Página/12, por tomar solo un caso, muestra que el sintagma completo solo aparece once veces hasta fines del año 2007, mientras que desde el 2008 hasta la actualidad se encuentran más de mil notas que contienen esa fórmula.”

[7] Véase Conadep, Informe Nunca Más, Eudeba, 1984. En la advertencia al capítulo 2, “Víctimas”, el informe advierte que “la primera nómina, de la que resulta la cifra de 8.961 desaparecidos, es – inevitablemente- una lista abierta.” Véase también Crenzel, Emilio, La historia política del Nunca Más, Buenos Aires, Siglo XXI, 2008, especialmente pp. 113-124.

[8] Véanse ambos prólogos en https://www.cultura.gob.ar/media/uploads/lc_nuncamas_digital1.pdf . Para un análisis detenido de las diferencias entre ambos, véase Crenzel, Emilio. “Dos prólogos para un mismo informe: El Nunca Más y la memoria de las desapariciones.” Prohistoria [online]. 2007, vol.11. Disponible en:<https://www.scielo.org.ar/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S185195042007000100003&lng=es&nrm=iso>.

[9] El 24 de marzo se declara “fecha nacional” en 2002, y feriado nacional en 2006. Es interesante señalar que las abuelas de Plaza de Mayo, las Madres (Línea Fundadora), la agrupación H.I.J.O.S, el Serpaj y el Cels, entre otros, se distanciaron públicamente del discurso leído el 24 de marzo de 2006 en la Plaza, en la primera marcha masiva de conmemoración del golpe, a veinte años del mismo. Si bien no explicitaron los motivos, parece claro que no estaban de acuerdo con que el tenor fuertemente crítico del documento alcanzara también al gobierno de Kirchner. Cf. el artículo de Luis Bruschtein en Página 12, https://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/subnotas/64732-21320-2006-03-25.html Resultado de este desacuerdo, en 2007 y los años sucesivos se hicieron dos marchas, catalogadas de manera gral como “de los organismos” (que incluía a las organizaciones próximas al gobierno) y “marcha de la izquierda”. Cf. https://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-82185-2007-03-23.html

[10] https://www.youtube.com/watch?v=2GpAFPIzqko. Menciona, además de a los diarios Clarín y La Nación y sus propietarios y directores (Magnetto, familia Mitre, familia Noble) a los periodistas Mariano Grondona, Chiche Gelblung y Joaquín Morales Solá.

[11] Discurso disponible en  https://www.youtube.com/watch?v=K74WBydiyE4

[12] https://servicios.infoleg.gob.ar/infolegInternet/anexos/20000-24999/21746/norma.htm.

[13] cf. supra., nota 5.

[14] Lorenzetti, Ricardo y Alfredo Kraut, Derechos humanos, Justicia y reparación, Buenos Aires, Sudamericana, 2011, pp. 41-42

[15]Según la Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad (Procuración Gral de la Nación), desde la reapertura de los juicios hasta el 6 de diciembre de 2023 se investigaron 3744 personas por delitos de lesa humanidad; fueron condenadas 1173 y absueltas 184. Se encontraban procesadas otras 394 e imputadas 510. Se había dictado falta de mérito en 146 casos y se había sobreseído a 94 personas.

https://www.fiscales.gob.ar/wp-content/uploads/2023/12/Informe-estadistico-de-diciembre-2023-de-la-PCCH.pdf . Ciertamente, estas cifras son relevantes si nuestro objetivo es ver a todos, o a la mayor cantidad de criminales en prisión. Pero la pregunta es no solo hasta donde llega el “todos”, sino si creemos que ese es el objetivo primordial. Esto no es siempre así: en la labor de la TRC en Sudáfrica, se buscó obtener una verdad que pudiera dar satisfacción a las víctimas -y se ideó para ello un escenario en el que los criminales, para no ir a prisión, deberían declarar toda la verdad; en Colombia, la finalidad fue lograr una paz que -intsrumentada a través de jurisdicciones especiales- a la vez diera un mensaje de no impunidad y un lugar destacado a las víctimas, y lograra a la vez que las bandas armadas -guerrilleras y parapoliciales- se desarmaran, se integraran a la vida política y cesara la violencia estatal, paraestatal e insurgente. En Argentina, a partir de 2003, el único objetivo pareció ser el de poner presos a la mayor cantidad de perpetradores militares, o de civiles susceptibles de ser acusados de delitos de lesa humanidad.

[16] “Queridos Abuelas, Madres, Hijos: cuando recién veía las manos, cuando cantaban el himno, veía los brazos de mis compañeros, de la generación que creyó y que sigue creyendo en los que quedamos que este país se puede cambiar.” Discurso de Néstor Kirchner ante la ESMA, 24/3/2004.

[17] Esta actitud resulta especialmente notable en la defensa por parte del kirchnerismo en su casi totalidad de las acciones de César Milani, comandante en jefe del Ejército bajo el gobierno de Cristina Kirchner, durante la dictadura. Y no menos notable en la distinta valoración de actitudes de abogados, algunos luego muy cercanos al kirchnerismo, durante la dictadura, cuando se la compara con otros que hicieron las misma cosas -por ejemplo, jurar por los Estatutos del Proceso de Reorganización Nacional del régimen militar. Me permito reenviar a los capítulos 6, “Idoneidad moral, culpabilidad criminal, responsabilidad individual. Reflexiones sobre la ‘excepción’ Milani”, y 8 “Complicidad, adaptación, resistencia (o la complejidad de las zonas grises)”, en Hilb, Claudia, ¿Por qué no pasan los ’70?, Buenos Aires, Siglo XXI, 2018.

[18]Ver https://www.institutopatria.org.ar/wp-content/uploads/2020/11/Discursos-de-Nestor-Kirchner-vf.pdf, p.91.

[19] Entre otros detalles, es de destacar que, en la película, las declaraciones de los testigos y las víctimas durante el juicio reproducen textualmente las declaraciones reales, y que también el alegato del fiscal y las sentencias se reproducen literalmente.

[20] Intrigada por el éxito de la película, realicé en aquel momento varias entrevistas cortas a jóvenes que salían del cine en la Ciudad de Buenos Aires. Además de conmoverme su conmoción me sorprendió el desconocimiento previo que tenían de ese hecho fundante de la recuperación democrática. Como escribe Lucas Martín (mimeo), “tal vez pueda afirmarse que la imagen que el film Argentina, 1985 devuelve a la sociedad es la de una memoria perdida.”

[21] https://normas.gba.gob.ar/documentos/VmKqKclx.html

[22] Véase por ejemplo Feierstein, Daniel, “Argumentos principales de la teoría de los dos demonios original y de su versión recargada”, (fragmento), en Repertorios. Perspectivas y debates en clave de Derechos Humanos, 1. Negacionismo p. 58. Feirstein alinea las posturas de Fernández Meijide con las de personajes prodictatoriales, como si todos formaran parte de una misma mirada sobre el pasado.

https://www.argentina.gob.ar/sites/default/ files/2022/03/negacionismo_0322.pdf

[23] Para un estudio de la procedencia de la cifra de 30 mil, véase Crenzel, Emilio, “¿Cuántos son los desaparecidos y cuantas las víctimas de la desaparición forzada en la Argentina? Debates político-memoriales e investigación académica”, en Latin American Research Review (2024), 1–17

doi:10.1017/lar.2024.1. En dicho estudio, Crenzel realiza una muy interesante e informada reconstrucción de esta vapuleada cuestión de las cifras. Allí advierte que “las listas y cifras de desaparecidos se multiplicaron durante los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández ahora por iniciativa estatal. Como rasgo llamativo, divergieron entre sí e incorporaron, en esos mismos soportes, la cifra canónica de 30 mil desaparecidos.” (p. 10).

[24] En “¿Cuántos son los desaparecidos y cuantas las víctimas de la desaparición forzada en la Argentina?” (cf. supra) Emilio Crenzel escribe que se propone comprender “a estas cifras en su doble dimensión: como fruto de la elaboración de conocimiento sobre las desapariciones y como expresión de los combates por la memoria sobre las violaciones a los derechos humanos sucedidas en el país.” En ese registro, a la vez discute la existencia de 30 mil desaparecidos en su sentido habitual, es decir, nunca reaparecidos vivos, pero a la vez defiende la cifra canónica de 30 mil víctimas a la que podría arribarse incluyendo a quienes habrían pasado, aunque fuese brevemente, por campos clandestinos de detención, distinguiendo “detenidos-desaparecidos” de “víctimas de desaparición forzada”. Así, escribe, “es improbable que, además de los 7.018 casos obrantes en el RUVTE [Registro unificado de víctimas del terrorismo de Estado], existan 23 mil no denunciados, el 77 por ciento de los 30 mil desaparecidos enarbolados por el movimiento de derechos humanos. Si asumimos que la mayoría de los desaparecidos eran militantes es improbable que, además de sus familiares, no contaran con un compañero que testimoniara su desaparición. Sin embargo, las personas que permanecen desaparecidas no equivalen a las víctimas de desaparición forzada. Ese universo lo componen, además, los sobrevivientes de los centros clandestinos que, advertimos, alcanzaban más de 3 mil casos según el RUVTE en 2015 pero cuyo número se incrementó tras reanudarse los juicios penales.” Crenzel, cit., p. 12.

[25] Arendt, Hannah, The Origins of Totalitarianism, San Diego, New York and London, Harcourt Brace and Co., Preface to Part III, p. xxiv. En ese Prefacio de 1966 Arendt escribe que se trata de “the questions with which my generation had been forced to live for the better part of its adult life: What happened? Why did it happen? How could it have happened?”.

[26] Véase Arendt, Hannah, Eichmann in Jerusalem, NY, Penguin, 2006 (1ª edición ampliada de 1965), p. 274. Véase asimismo Arendt, Hannah, Responsibility and Judgment, NY, Schocken Books, 2003.

[27] Pienso, sobre todo, en Carlos Nino y Jaime Malamud Goti.Véase en particular Nino, Carlos, Juicio al Mal Absoluto, Buenos Aires, Siglo XXI, 2015.