Desnudada del movimiento público de sus ciudadanos, suspendida en el tiempo, la ciudad de la pandemia deja ver la posibilidad efectiva de un gobierno metropolitano, la extemporaneidad de las reacciones frente a las persistentes carestías y desigualdades urbanas, y el dilema de los valores de nuestra cultura. Adrián Gorelik se detiene a analizar cada uno de estos temas en los que descubre viejos problemas, nuevas potencialidades y debates que requerirán reflexiones no acostumbradas.
Es fácil coincidir en que las ciudades son una de las principales víctimas de esta pandemia, ya que la única medida eficaz que al parecer puede adoptarse para combatirla es anular la vida pública. ¿Y qué son las ciudades sin ella, sin los encuentros y los paseos, sin las muchedumbres en las calles, sin el torbellino de la fiesta y la protesta? Por obligaciones familiares, todo este tiempo de cuarentena he tenido que cruzar la ciudad en bicicleta un par de veces por semana, y especialmente en mis primeros viajes una sensación de euforia y extrañeza me remitió a un pasaje preciso de Una mujer en Berlín, ese libro estremecedor en el que una periodista (que decidió permanecer anónima) cuenta su experiencia de los bombardeos y la ocupación; el pasaje al que me refiero es el de su primera escapada en bicicleta, ese momento excitante y pavoroso cuando atraviesa a toda velocidad las calles “largas, desiertas, muertas” simplemente para conseguir un poco de carbón, pero en la medida que avanza va componiendo con dificultad los pedazos de su rompecabezas urbano y, con él, una zona fundamental de la memoria, individual y colectiva. No estoy comparando la guerra con la pandemia, desde ya. La primera diferencia, no menor, es que aquí no hay ruinas, sino todo lo contrario: la ciudad está intacta. Pero la euforia de salir por un rato del encierro y experimentar de nuevo la ciudad, y la extrañeza frente a ella, frente al escenario hasta hace tan poco cotidiano y hoy irreconocible, son muy similares. Quizás haya un análogo mejor para entender el tipo de perplejidad de la que hablo, esa suerte de vértigo ante lo que sigue estando ahí, aparentemente idéntico: Alphaville, la película de ciencia ficción de Godard que transcurre en una París completamente normal y actual (la actualidad de 1965 cuando se filmó, claro). Sin embargo, sabemos que es una distopía futurista y no sólo por el punto de vista del narrador, dado por los textos en off y los diálogos, sino por la presencia opaca de una ciudad nocturna, vacía, cruzada a toda velocidad por pocos automóviles y aún menos transeúntes: “¿Por qué todo el mundo parece triste, sombrío?”, pregunta en un momento el protagonista, que viene de afuera. Porque en Alphaville no hay ciudad, podría responderle yo ahora. Lo que falla no es el artefacto material, sino el soplo inasible de la vida pública: nunca como en estas semanas ha sido más claro que el espacio público debe ser entendido en el sentido de Hannah Arendt, no como el espacio abierto de las calles, las plazas y los parques, la ciudad desnuda, sino como la chispa que puede conectar de modo fulminante forma urbana y política. Por eso la Buenos Aires que recorro parece una fantasmagoría, porque sin la potencialidad activada del espacio público no hay ciudad.
Y sin ciudad no hay tiempo: de ahí la radical desorientación de todas estas semanas en que para saber en qué día estamos tenemos que ir haciendo marcas en la pared, como los presos. El tiempo es urbano, no sólo porque el reloj mecánico se inventó en la ciudad y para la ciudad. Hay una afirmación célebre de Simmel sobre la relación de necesidad entre la ciudad y el reloj: si todos los relojes de Berlín funcionaran mal, aunque sea por una hora, se desquiciaría por completo la vida económica y social. Sin relojes la ciudad no puede funcionar, es cierto, pero sin las actividades que regulan, los relojes dejan de tener sentido y el tiempo se detiene. Así estamos.
Lo que la pandemia revela
En una entrevista reciente, en la que mostró mantener intacta toda su rara y filosa inteligencia, Alexander Kluge dijo que la pandemia nos acerca a la realidad, porque “sentir que no tenemos nada asegurado está mucho más cerca de la realidad que el fatal sentimiento de seguridad que tenemos mirando televisión un sábado a la tarde”. Dijo algo más importante aún, que podría explicar mi apelación en los párrafos anteriores a la crónica, la literatura y el cine: dijo que en una catástrofe como esta, los poetas y los artistas tienen sus propias tareas, como los sanitaristas o los economistas las suyas, porque “una salida de emergencia no es una puerta con un cartel que dice ‘salida de emergencia’”; construirla como tal es también una tarea poética, porque implica “poder imaginarnos un mundo por fuera del nuestro”. Y no es secundario subrayar la fuerte similitud que este reclamo de Kluge tiene con el modo que eligió el antropólogo Frederick Keck –especialista en enfermedades producidas en las relaciones entre humanos y animales y en las catástrofes sanitarias y ecológicas que pueden producir– para llamar la atención sobre lo que ve como una de las principales limitaciones en el combate a la pandemia: “Nos falta un imaginario para comprender lo que está arribando”. Pero quedémonos con la idea de catástrofe como suspensión y, a la vez, puesta a prueba de la realidad, en el sentido de lo que supone todo “accidente”: aquello que en su puro presente pone en acción un momento de verdad, porque exhibe en un instante toda la incertidumbre que usualmente asordinamos para poder vivir nuestra vida “normal”, la que de repente asume su insondable fragilidad. Este es el sentido de “revelación” que me interesa invocar para pensar la pandemia en la ciudad, en tres cuestiones.
Una primera revelación es doméstica e institucional: la coordinación metropolitana (entre Capital y Gran Buenos Aires) es posible. Como señaló hace poco Artemio Pedro Abba, un especialista del tema que lleva adelante un seguimiento permanente desde el Observatorio de la Institucionalidad Metropolitana de Buenos Aires, la pandemia ha obligado a una coordinación de hecho, sin precedentes. Reclamo histórico de urbanistas y planificadores, la necesidad obvia de pensar una gestión integrada del área metropolitana, o al menos formas estables de coordinación en los temas más sensibles, chocó siempre con el muro infranqueable de la fragmentación y la competencia políticas, que no se verifican sólo entre las diversas circunscripciones involucradas (Nación, Provincia, Ciudad de Buenos Aires, municipios provinciales), sino también dentro de cada una de ellas, entre sus diversas áreas, que enfrentan un doble obstáculo para cualquier funcionamiento integrado interno: su organización no responde al tratamiento de problemas comunes, sino a una división de funciones esquemática y en muchos casos anacrónica, y más importante aún, el nombramiento de sus responsables no depende de la capacidad o la pertinencia, sino de los premios y castigos que se reparten entre los sectores políticos, muchas veces enfrentados, que respaldan cada gobierno. Y de hecho, y más allá de que siempre se la mencionara como ideal a alcanzar, la coordinación metropolitana se había demostrado imposible también con gobiernos del mismo signo en todas las jurisdicciones, incluso con dictaduras militares que supuestamente desplazaban toda competencia política a favor de gestiones tecnocráticas. No viene mal recordar aquí una vez más que Buenos Aires hace un uso completamente idiosincrático –me atrevo a decir único en el mundo– del calificativo “Gran”. Como se sabe, éste fue un invento del biólogo escocés Patrick Geddes, que a comienzos del siglo XX pensaba en las nuevas necesidades generadas por la expansión de Londres sobre pueblos y ciudades pequeñas de los alrededores, absorbidas en una “Gran Londres” que debía pensarse y gestionarse de conjunto. Pero en Buenos Aires, ese agregado que se venía postulando entre nosotros desde los años 1920 para nombrar, como en las otras ciudades, a toda la mancha metropolitana, se institucionalizó en 1948 para nombrar sólo a la fracción de ella que queda afuera del núcleo histórico que la generó. El “Gran Buenos Aires” es por ello una denominación en negativo: señala aquello que la Capital no es. En todas las ciudades del mundo, la gestión metropolitana es muy ardua, porque no es sencillo coordinar instituciones e intereses tan diversos como los que componen una gran ciudad expandida en el territorio, pero aquí la negamos ya en el modo mismo de nombrarla.
Pues bien, contradiciendo la idea de que las crisis sólo extreman lo que se encontraba ya disponible, en este caso nos encontramos con la agradable sorpresa de un cambio de dirección histórico: la asunción de que sin una rigurosa coordinación metropolitana cualquier intento de contención del virus sería impracticable. Y conviene aquí hacer un breve paréntesis para decir que esta sorpresa forma en rigor parte de una mayor: el consenso y la cohesión social en Argentina tras una buena y rápida decisión del gobierno nacional, que obtuvo el apoyo inicial de todo el espectro político. Debo confesar que si me hubiesen preguntado un mes antes de la llegada de la pandemia cómo creía que se iba a reaccionar en nuestro país, difícilmente podría haber supuesto el alentador panorama de lo que ocurrió: es como si, por una vez, los argentinos hubiésemos podido comportarnos casi como uruguayos. Claro, cinco semanas de cuarentena van desgastando buena parte de las mejores intenciones, y si al comienzo pareció que la política por una vez podía ponerse a la altura del desafío, el aplanamiento de la curva también va achatando los comportamientos y, aquí y allá, se ve cómo vuelven por sus fueros los habituales reflejos de competencia mezquina. Pero volvamos a la coordinación metropolitana, bastante parcial, por cierto, y en la que también se nota ese desgaste, con intendentes que quieren acuartelarse en sus distritos o discusiones sobre los diversos niveles de la apertura posible, que la tratan no como un problema difícil que debe ser debatido y consensuado, sino como un parti pris de barricada partidaria. Lo cierto es que, a la hora de las revelaciones, esta coordinación, por limitada que sea, muestra por contraste las incapacidades de la política “normal”, que la había colocado en el orden de lo impracticable. ¿Será posible, con el ejemplo de lo logrado, aplicarse a una reforma de los hábitos políticos y de gestión que permita no sólo mantener esta coordinación, sino además ampliarla a tantas otras funciones metropolitanas que la demandan con urgencia para la resolución de problemas básicos de la ciudad, considerada como un todo?
La segunda revelación tiene que ver con las enormes carencias en que vive un porcentaje abrumadoramente elevado de los habitantes de nuestras megalópolis; pero no son ellas mismas lo que la pandemia evidencia, desde ya, porque estaban a la vista de todo el que quisiera verlas, sino el modo en que la política y la sociedad las habían naturalizado. No me voy a referir aquí a los índices de hacinamiento, a la precariedad de las viviendas, a la escandalosa ausencia de los servicios básicos, a la pobreza y la violencia generalizadas en la vida de los asentamientos, las tomas, las villas, los barrios populares, los inquilinatos céntricos, porque en este tiempo esos datos han estado a la orden del día, como siempre que ocurre alguna emergencia, para luego volver a ocultarse en esos agujeros negros que, como los del universo, mantienen contenida una cantidad incalculable de masa y energía sin la cual sería imposible explicar la expansión. Más allá de algunas medidas acertadas de coyuntura (como la cuarentena comunitaria), o del esfuerzo siempre loable y, en estos tiempos de pandemia, heroico, de muchas organizaciones solidarias y agrupaciones de base que buscan paliar con lo que pueden las tantas necesidades en el terreno, más allá de todo eso, lo que sorprende es la sorpresa, la construcción pública del tema, por enésima vez, de lo incognito de nuestras periferias (también internas) urbanas.
Cuando se mira todo eso con un poco de perspectiva se hace notorio, como sostuvo Pancho Liernur en una entrevista reciente, que la solución “urbanizadora”, que ya lleva décadas de aplicación como receta universal para gestiones ubicadas en cualquier sitio del espectro ideológico, ha mostrado sus límites. Ante las históricas propuestas de erradicación y reemplazo, típicas de los años cincuenta y sesenta, que no sólo implicaban mucha violencia sino que no se hacían cargo, con ingenuidad o hipocresía, de que al ritmo de los presupuestos estatales para vivienda el problema no iba a dejar de multiplicarse –cuando no ocultaban iniciativas de puesta en valor de sectores urbanos apetecibles para el mercado o simples intentos de “limpieza social”–, ante todo eso, la solución “urbanizadora” supuso un avance doble: la puesta en primer plano de la cuestión de la integración urbana y la ciudadanía, más que la de la vivienda en sí; y la asunción del principio realista de que el reemplazo total podía o no ser deseable pero, ante todo, era imposible. Esto proviene en rigor de una larga tradición comunitarista, que había comenzado con las propuestas de ayuda mutua y autoconstrucción ensayadas en Puerto Rico a fines de los años cuarenta, y que luego de muchos experimentos de instituciones panamericanas y agrupaciones de base a lo largo de toda Latinoamérica (con momentos de gran creatividad ideológica, en los que por ejemplo se igualó autoconstrucción con autodeterminación), ya en los años setenta fue asumida como política prioritaria por el Banco Mundial para sus préstamos en el mundo subdesarrollado; es dentro de esa misma tradición que en los años ochenta y noventa, con los nuevos vientos democráticos, se produjeron experiencias en su momento muy innovadoras, como Favela Bairro en Rio de Janeiro o las políticas de integración urbana de Medellín, que pusieron el acento más que en la autoconstrucción, en la conformación de ciudad, instalando medios de transporte rápidos para sacar de su ensimismamiento esas periferias negadas y temidas, y produciendo espacio público e instituciones culturales (bibliotecas y escuelas de calidad) para dar infraestructura ciudadana a lo que siempre se había visto como simple amasijo de habitaciones.
Pero lo que enseña una comparación muy elemental entre diferentes casos es que el impacto de esas políticas ha sido proporcional a la capacidad de los gobiernos y la sociedad urbana de invertir el lugar de esas periferias y ponerlas, por primera vez, en el centro de las atenciones y las políticas públicas (eso es lo que ocurrió, por ejemplo, en los primeros años de la implementación en Medellín, con gran suceso); proporcional a la capacidad de aceptar que los asentamientos, villas y barrios populares no son una excrecencia pasajera de la ciudad moderna y avanzada sino parte esencial de su realidad social y urbana. Sin esa transformación fundamental de la cultura urbana, la política para las villas queda en el orden de lo asistencial, con mayor o menor intensidad, pero siempre afectando una parte muy marginal de los esfuerzos y los presupuestos públicos que no alcanza ni a rozar el corazón del problema. En esos casos, sin duda el de Buenos Aires entre ellos, la solución “urbanizadora” termina funcionando como uno más de los mecanismos de la naturalización: como se han puesto en marcha los procesos urbanizadores y éstos son lentos y microscópicos (lo que muchas veces es un eufemismo para no decir cosméticos), todos se quedan tranquilos como si el problema estuviera ya resuelto, de modo que los gobiernos y la sociedad se desresponsabilizan de buscar vías más efectivas (la opción “erradicadora” al menos creaba la percepción del desajuste, de que esas formas de vida eran indignas y que era necesario construir viviendas adecuadas, aunque nunca se llegara a hacerlo de modo apropiado).
Cuando digo vías más efectivas, pienso en dos planos. El más inmediato, el del mejoramiento de las condiciones materiales de vida urbana y doméstica en todos los asentamientos, que dista de ser mínimamente eficaz en las cuestiones más candentes en estos momentos, como las infraestructuras sanitarias: ha quedado grabada en todos nosotros la imagen de Ramona Medina, la vecina de la villa de Retiro, coordinadora de Salud de la Casa de la Mujer y dirigente de La Garganta Poderosa, víctima del coronavirus, mostrando muy pocos días antes de morir su canilla sin una gota de agua. El plano más mediato, y que no depende sólo de un gobierno, y menos que menos de los gobiernos locales, es el de la restructuración a fondo de los procesos de ocupación del territorio a nivel nacional para revertir las tendencias migratorias y favorecer una mejor distribución de la población y el trabajo. No hay ninguna posibilidad de resolver el problema de las villas miseria en Buenos Aires, Rosario o Córdoba, si no se crean alternativas serias y sostenibles en diferentes ciudades medianas y pequeñas del país que vayan disminuyendo la atracción de las áreas metropolitanas.
Esta última oración encierra una exigencia tradicional de la planificación, una disciplina cuyo objetivo, como sintetizó André Corboz, es alcanzar una organización racional del territorio en pos de una distribución ideal de los recursos, las personas, los bienes y los servicios, capaz de favorecer el equilibrio socio-espacial. Como observador de la realidad urbana de Buenos Aires, no puedo dejar de señalar que ese aspecto más estructural, digamos, debería ingresar en cualquier consideración seria del problema, para extender la conciencia, al menos, de que la marginalidad urbana remite a desfasajes de la economía y la sociedad nacionales que no se puede esperar que se resuelvan a través de políticas localizadas en los mismos asentamientos. Pero al mismo tiempo, como historiador de las ideas, no puedo dejar de reconocer que el reclamo histórico de la planificación por un estado capaz de ejecutar políticas socio-territoriales de ese nivel de ambición no sólo se ha demostrado difícil de concretar, sino que se respalda en concepciones tecnocráticas que presuponen márgenes amplios de ingeniería social, cuyas posibilidades y beneficios es muy difícil dar hoy por sentados con la naturalidad con que lo hacía la planificación.
Esto también lo sabíamos desde hace mucho, pero lo que la pandemia revela es una novísima actitud ante la acción estatal: junto con las bienvenidas reacciones en términos sanitarios y económicos de muchos gobiernos, que vuelven a mostrar la importancia de los roles del estado tan depreciados en Occidente en las últimas décadas, hemos visto también desplegarse sistemas centralizados de vigilancia y control que empequeñecen a las más osadas antiutopías del siglo XX. Y, lo más curioso, con un gran apoyo social: como escribió Hugo Vezzetti, después de décadas de foucaultismo silvestre que llevó a igualar toda intervención sanitaria con una medicalización sospechosa de la vida social, se ha producido un inocentamiento de la higiene pública, y las medidas más intrusivas de los estados más autoritarios (encabezados por China) encuentran una vía imprevista de legitimación social por su eficacia en el combate de la pandemia. Para volver a nuestro tema, podríamos decir que esa misma eficacia la ha tenido China para llevar adelante un acelerado proceso de industrialización y urbanización evitando las migraciones masivas campo-ciudad, que si en América Latina vienen produciendo desde mediados del siglo XX el fenómeno de los asentamientos marginales en las grandes ciudades, de producirse en China, por sus magnitudes poblacionales, directamente disolverían todo su sistema económico, que depende de dosis de control social seguramente inaceptables en cualquiera de nuestros países, incluso para sus planificadores.
Como sea, esta imprevista legitimidad de la ingeniería social-sanitaria presenta, para mí –y esta sería la tercera y última revelación–, la renovada actualidad de un conflicto mayor entre vida colectiva y libertad. Es un conflicto parcialmente diferente del que ocupó a la filosofía política moderna entre igualdad y libertad, y ha sido planteado muy temprano por la ciudad, ese sistema complejísimo de coexistencias multitudinarias, nada casualmente a partir de emergencias sanitarias análogas a esta que vivimos hoy. Me refiero a las grandes epidemias del siglo XIX que enseñaron, en pleno auge de las convicciones liberales, que el estado debía asumir una porción decisiva de la gestión de lo social para hacer posible la continuidad de la vida colectiva. Cloacas e infraestructuras en general, reglamentos de vivienda, todo lo que requería de una supervisión y una coordinación imposibles de esperar del mercado, fue tejiendo a la vez la trama material que sostiene el funcionamiento de la ciudad moderna y la trama institucional y jurídica que iría amojonando el camino hacia el estado de bienestar.
Conviene recordar la violencia que supuso para la ideología liberal el sistema público cloacal: el estado decidía meterse sin permiso en la zona más íntima del mundo privado, el baño, y por eso en muchas ciudades europeas se demoró la instalación de redes cloacales, mientras que en ciudades menos capturadas por tradiciones institucionales sólidas, como Buenos Aires, se adoptó como respuesta casi inmediata a las epidemias. No digo con esto que los comprensibles temores actuales por los rangos inauditos de vigilancia estatal que se despliegan o amenazan hacerlo en función de la pandemia del coronavirus se equiparen en conservadurismo al rechazo a las cloacas. Digo, simplemente, que ponen en juego el mismo conflicto, quizás en diferentes grados (pero el grado de una reacción ideológico-cultural como esa sólo se puede ponderar históricamente), un conflicto que la pandemia exacerba, obligándonos a tomar partido. Y digo, para terminar, que no deberíamos dejar de cuestionarnos esta suerte de división aparentemente natural que se ha establecido, de acuerdo a la cual la sensatez y el progresismo en el mundo vienen apoyando un confinamiento generalizado de escala global como nunca se ha dado, mientras que las posiciones más demenciales y reaccionarias (de Trump a Bolsonaro) se dan el lujo, aunque más no sea retórico, de quedar como custodios de la libertad. Si es cierto que este tipo de situaciones de emergencia van a repetirse, si nos adentramos, como tanto se viene diciendo, en una “nueva normalidad”, deberíamos esforzarnos en construir los imaginarios que nos permitan ingresar a ella dando mejor cuenta de (todos) nuestros valores.
(*) El texto surgió de la invitación realizada por Alejandro Katz para participar en el sexto “Webinar de la Pandemia” de La Usina Social, “Ciudades en revisión | Ciudades reimaginadas. Barcelona, Buenos Aires, México y París ante la crisis”, realizado el 13 de mayo de 2020. Agradezco a Alejandro que coordinó, y a los otros tres panelistas, Alicia Zuccardi, Pablo Katz y Joan Subirats, por el rico intercambio, que espero se vea traducido de alguna manera en esta versión escrita.
Referencias mencionadas
Artemio Pedro Abba, participación en el Foro “COVID 19 y Metrópolis”, Fundación Metropolitana, Buenos Aires, 6-5-2020.
André Corboz, “El urbanismo del siglo XX: un balance” [1992], en Orden disperso. Ensayos sobre arte, método, ciudad y territorio [1998], Bernal, Editorial de la Universidad Nacional de Quilmes, 2015.
Frederick Keck, “Nous n’avons pas l’imaginaire pour comprendre ce qui nous arrive”, entrevista en Philosophie Magazine, philomag.com, 21-3-2020.
Alexander Kluge, “Esta es la hora cero, como en 1945”, entrevista de Carla Imbrogno, Suplemento Ñ, Clarín, Buenos Aires, 2-5-2020.
Jorge Francisco Liernur, “La pandemia obliga a pensar otra relación entre el campo y la ciudad”, entrevista de Diana Fernández Irusta, Suplemento Ideas, La Nación, Buenos Aires, 25-4-2020.
Hugo Vezzetti, “Emergencia: la patología y la normalidad”, Dossier Pandemia, derechos y representación, La Mesa, Mesa de discusión sobre derechos humanos, democracia y sociedad, 11-5-2020.
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