Desde Chile, Ricardo Brodsky ofrece un análisis informado del escenario actual caracterizado por la superposición de la catástrofe sanitaria con la crisis política desatada por el estallido social desde fines de 2019 sobre un trasfondo de deuda social.

Sin Título, de la serie «Decir, mentir, callar», fotografía, Mónica Fessel

Este es un texto claramente ocasional para una situación en desarrollo. No sabemos -nadie sabe con certeza- cuál es la mejor estrategia para enfrentar un enemigo desconocido, el coronavirus; lo que sí sabemos es que nos recordó dramáticamente nuestra fragilidad.

La catástrofe sanitaria y social que se ha extendido sobre el mundo se acopló en Chile con una aguda crisis política evidenciada a partir del estallido social iniciado en el mes de octubre de 2019. Y si bien esta situación política mostraba algunos síntomas de mejoría, especialmente a través del acuerdo para iniciar un proceso constituyente en un plebiscito en abril de 2020, mantenía un fondo de descontento social mayoritario, un agudo cuestionamiento por reiteradas violaciones a los derechos humanos y una feroz crisis de credibilidad en las instituciones y en la jefatura del Estado.

La declarada búsqueda del término anticipado del gobierno de Sebastián Piñera a través de una Acusación Constitucional (que fracasó por escasos 4 votos en la Cámara de Diputados) o de una asonada insurreccional (que nunca tuvo la adhesión que pretendía) tuvo que guardarse bajo siete llaves con la llegada de la pandemia del coronavirus. Este modificó dramáticamente la agenda y repuso al gobierno como actor principal de la contingencia y poseedor de la iniciativa, cuestión que parecía haber perdido completamente con un presidente con aprobación ciudadana de menos del 5%, con un Senado que lo llamaba a aceptar un “parlamentarismo de hecho” y con un acuerdo político que desechaba la actual Constitución.

LA MODESTA PRETENSIÓN DE SOBREVIVIR

En cierta forma, el coronavirus salvó al gobierno: el calendario del proceso constituyente debió aplazarse, las violentas protestas se suspendieron, se acabaron las acusaciones constitucionales a los ministros, pan de cada semana; el miedo puso los ojos y la esperanza de la ciudadanía en la gestión de la crisis sanitaria en manos de quienes, por sus antecedentes, se suponía serían eficientes gestores de esta. De alguna manera, los discursos maximalistas, que prometían un futuro lleno de justicia y derechos sin sacrificios, pasaron a prometer la modesta pretensión de sobrevivir, de no retroceder demasiado, de no volver a la pobreza.

El eje de la estrategia gubernamental ha estado puesto en mejorar las capacidades del sistema de salud para atender a quienes se contagiaran y requirieran una atención de alta complejidad. Se puso bajo una misma dirección al sistema público y al privado, se cuadruplicaron las camas críticas con ventiladores y personal capacitado, se dispusieron cuarentenas “inteligentes (así se les llamó) con la esperanza de regular la intensidad del contagio de manera que no alcanzara a colapsar la capacidad hospitalaria. El modelo, sin embargo, no consideró que el país dispone de una gigantesca red de recintos de atención primaria, cercana a la población, que podría haber sido un actor fundamental para evitar que las personas lleguen a los hospitales.

Asimismo, para enfrentar la catástrofe social y económica de la crisis, el Banco Central dispuso a costo real cero 20 mil millones de dólares para inyectar liquidez al sistema financiero, y se implementaron iniciativas destinadas a respaldar el funcionamiento de la economía real, apoyando a las empresas pequeñas, grandes y medianas con créditos blandos respaldados por el Estado; se permitió suspender la relación laboral entre empresas y trabajadores por tres meses con cargo al seguro de cesantía, se aprobaron transferencias monetarias directas (aunque modestas) a las personas y familias más vulnerables y se empezó a repartir cajas con alimentos (aunque demasiado publicitadas) en barrios que mostraban mayor hacinamiento y precariedad.

Con todo, después de tres meses desde la aparición del primer contagiado en Chile, la cifra de contagios se eleva sobre las 110 mil personas, de las cuales un cuarto tiene el virus activo, y algo más de 1.100 fallecidos según los informes oficiales. El sistema hospitalario aún logra responder a la demanda, aunque sus capacidades se encuentran al límite, casi al 95% de las camas críticas ocupadas en la región Metropolitana y cerca del 85% en promedio en el resto del país. El dilema ético de la última cama parece haber llegado.

El saldo en lo económico y social es devastador. Cerca de 600 mil trabajadores se han acogido a la suspensión de sus contratos y se mantienen precariamente gracias al seguro de desempleo, el que les permite retirar un fondo decreciente los primeros tres meses. Por otra parte, se estima que en mayo ya hay un millón de cesantes a raíz del cierre de empresas, cuya inmensa mayoría no accede al seguro de cesantía por ser trabajadores informales o sin contrato fijo. La actividad económica se desplomó en la cifra inédita de 14% y se espera una caída del PIB superior al 8% para este año.

El aumento y la velocidad de contagios a partir de la segunda quincena de mayo en la Región Metropolitana obligó al gobierno a reconocer el fracaso del modelo seguido (se derrumbó como un castillo de naipes, reconoció el ministro de salud) y a salir de su estrategia de confinamientos parciales para decretar la cuarentena total de todo el Gran Santiago y otras ciudades de regiones. No obstante, se observa claramente en las calles que este confinamiento es apenas parcial en los sectores populares de la ciudad en donde cierta inconciencia y el hacinamiento y la precariedad obligan a las personas a salir a ganarse el pan de cada día o a responder como siempre lo hicieron: ollas comunes y solidaridad. En este contexto, empiezan a manifestarse pobladores en distintos barrios de Santiago exigiendo, a veces violentamente, una respuesta más efectiva frente a la ausencia de recursos económicos y, por primera vez desde el retorno a la democracia, se asoma nuevamente la palabra Hambre.

SALIR DE LAS SOMBRAS

La crisis en el país no es solo sanitaria y sus derivaciones sociales no son sólo atribuibles a la pandemia, así como la desconfianza en el gobierno y parlamento no se explica solo por el manejo del coronavirus. El coronavirus quitó el telón sobre la realidad de pobreza y hacinamiento en que viven miles de familias chilenas y de inmigrantes, una realidad que el relato exitista de los últimos años había dejado en la sombra.

Los déficits habitacionales, la precariedad del empleo, las malas pensiones, la violencia contra las mujeres, la fragilidad económica de la nueva clase media, las desigualdades territoriales se han hecho mucho más evidentes y han atraído las luces de los medios e inundado el discurso político de alcaldes de todos los colores. Cada día se evidencia con más fuerza que Chile no enfrenta solo un problema sanitario, sino que debe encaminarse hacia un nuevo modelo de desarrollo y superación de la desigualdad.

Con todo, Chile, gracias a los 20 años de gobiernos de la tan mal tratada Concertación por parte de las nuevas generaciones, es hoy un país de ingresos medianos o altos. Su deuda externa si bien ha crecido en los últimos años, solo alcanza al 30% del PIB y, por sus antecedentes de riesgo y manejo macroeconómico, puede acceder a créditos prácticamente sin intereses. Dispone también de fondos soberanos como el Fondo de Estabilización Económico y Social de alrededor de 10 mil 500 millones de dólares, o el Fondo de Reserva de Pensiones por 10 mil 400 millones de dólares, o el Fondo Solidario del Seguro de Cesantía de 12 mil 700 millones de dólares, o los ahorros previsionales acumulados en las AFP por más de 200 mil millones de dólares, que alcanzan al 70% del PIB.

El país, todos lo afirman, tiene las armas para responder. La pregunta difícil es si acaso estos ahorros no están también en la base de las miserias que se han hecho evidentes. El debate entonces no es solo por la estrategia sanitaria sino también sobre cuál debe ser el volumen y la oportunidad de la respuesta económica-social a la pandemia, de qué manera esta afecta o influye en el curso de la enfermedad, cuál será la estrategia para la reactivación económica y cuál la política fiscal para recuperar estos gastos extraordinarios y salir del inevitable déficit que dejará el Covid-19. Pero más allá de ello, se asoma un debate a fondo sobre el tipo de sociedad que queremos construir, proceso que tendrá en la recuperación del proceso constituyente y en las próximas elecciones presidenciales su momento.