En esta entrevista Ileana Dieguez, investigadora de nacionalidad cubana, residente en México y docente de la UAM Cuajimalpa, responde a preguntas a raíz de la publicación de su último libro Cuerpos liminales. La performatividad de la búsqueda, texto en el que analiza la fuerza y la singularidad del movimiento conformado por familiares de personas desaparecidas en México, en especial luego del inicio de la llamada “Guerra contra el narco” impulsada por el gobierno de Felipe Calderón.
La voz desgarrada de Anna Ajmátova retumba en el inicio de Cuerpos liminales. Una voz desesperada que clama como un alarido, pidiendo conocer el destino de su hijo Liev arrebatado de su lado por un poder inmisericorde que no tiene piedad con las madres, con los hijos, con nadie. Es esa voz lejana, esa desgracia para muchos olvidada, la que elige Ileana Diéguez Caballero para iniciar una indagación fundamental centrada en el movimiento de buscadoras y buscadores que, en este preciso momento y desde hace ya muchos años, remueven la tierra en busca de los huesos, de los restos, de lo que queda o ha quedado de sus seres queridos desaparecidos, cuyo destino final es una incógnita que aturde por la magnitud de la cifra pero también por la inmensa impunidad que beneficia a los autores del crimen.
Sin embargo, en el corazón mismo de esa oscura tragedia que no cesa, cierta luminosidad asoma, encarnada en los familiares de los desaparecidos que con decisión, y ante la absoluta y cómplice impasibilidad del Estado se lanzan a los territorios en busca de aquellos lugares —fosas, barrancos, despeñaderos— donde alguien ha advertido que puede haber cadáveres y entonces allí doblar las espaldas para rebuscar, pero antes aguzar la mirada, los sentidos, para leer la tierra como un texto cifrado en busca de un indicio, de una señal que les asegure que “allí” alguien, algunos, quién sabe quién, ha sido abandonado como desecho.
La violencia en México asume dimensiones cercanas al horror, porque desde que en 2006 el gobierno de Felipe Calderón declaró la “guerra contra el narco”, la otrora región más transparente se ha ido convirtiendo en un inmenso cementerio abonado por decenas de miles de muertos. Colombia, Honduras, Guatemala o El Salvador, por distintas razones sociales y políticas vivieron —e incluso siguen viviendo— situaciones semejantes a las que narra el libro de Diéguez.
Pero Cuerpos liminales es mucho más que el relato descarnado de una tragedia; es la reflexión aguda y sensible de alguien que intenta pensar qué es el fenómeno de la desaparición, cómo impacta en las tramas sociales y afectivas, pero aún más: busca pensar en el modo en que los familiares se resisten a aceptar como “normal” el vacío de las ausencias, exhibiendo las estrategias que se dan para conjurarlo. Cuerpos liminales no es un frío tratado sociológico sobre necropolítica y el fenómeno de la desaparición forzada de personas en el que se suman citas y referencias del mundo académico, sino algo muy diferente, porque en el centro de esta indagación crítica la autora brinda hospitalidad a las voces de los que buscan, al temblor emocionado de los que con sus propias manos escarban la tierra sin descanso, y de ese modo son ellos quienes ocupan, junto a sus muertos y ausentes, el desgarrado centro de la escena.
Diéguez, de nacionalidad cubana y residente en México, viene pensando, desde hace tantos años, y en títulos fundamentales como Cuerpos sin duelo o Escenarios liminales, las relaciones que se tensan entre estética y violencia poniendo su atención en la dimensión performática, es decir, en los dispositivos teatrales que rodean el crimen, tanto por parte del perpetrador como en el modo en el que tantas veces las víctimas, sus restos, son dispuestos escenográficamente sobre el escenario de la matanza, también sobre las acciones y estrategias organizativas, las llamadas communitas que construyen quienes buscan a sus seres queridos, y más: sobre las formas que artistas y performers han elegido a la hora de transmitir la dimensión por momentos inenarrable que asume este fenómeno criminal. Lo dice Diéguez: “La performatividad de la falta genera irremediablemente la performatividad de la búsqueda”, es decir que esa ausencia, el modo en que ese vacío se instala en la vida de los seres queridos, permite diseñar un camino de búsqueda singular, único, que es el que la autora describe en estas páginas.
Para escribir este libro, Diéguez ha sabido construir un intenso diálogo con un universo apasionante de autores que, como ella, han pensado el tema del poder y la violencia: Pilar Calveiro, Achille Mbembé, María Victoria Uribe, Giorgio Agamben, Rita Segato, José Carlos Agüero, entre tantísimos nombres imprescindibles cuyos textos ahondan en el corazón de nuestros derrumbes contemporáneos.
Haciendo un alto en las actividades académicas que desde hace años desarrolla en las aulas de la Universidad Autónoma Metropolitana de México, Ileana Diéguez se hizo un lugar para esta entrevista.
—En 2013 salió a la luz Cuerpos sin duelo. Iconografías y teatralidades del dolor, un libro central para el estudio de las relaciones entre estética y violencia en América Latina. ¿Qué continuidades podrías encontrar con este libro?
—Si pienso en continuidades es en relación con la problemática de la violencia, al modo en que se han modificado nuestras vidas, unas mucho más que otras. Y sobre todo a la necesidad de reflexionar la manera en que nuestros cuerpos se han transformado en estos contextos, o específicamente la noción de corporalidad. Cuerpos sin duelos, entre otras cuestiones, reflexiona la manera en que las “pedagogías” del terror generadas por los necropoderes han modificado la vida y la anatomía post mortem para producir mensajes políticos. Y eso se planteó en diálogo con las prácticas que han tenido lugar en otras regiones de Latinoamérica, específicamente en Colombia. Y en diálogo con las lúcidas investigaciones de antropólogas y sociólogas como María Victoria Uribe y Elsa Blair. En Cuerpos sin duelo me interesaba poner en cuestión la problemática del duelo, empujar la reflexión crítica en torno a esa noción, que tal como fue planteada por Freud no es posible pensarla hoy en nuestros contextos latinoamericanos, en los que hay una inversión en las generaciones que despiden a sus muertos: ya no son los hijos quienes despiden a sus padres, sino las generaciones más maduras las que buscan a sus hijos. Pero, sobre todo, no es posible el duelo, porque ante las desapariciones forzadas no se puede hablar de muerte, no mientras no se encuentre un cuerpo que pueda dar fe de ello. Por esto en Cuerpos liminales planteo que, en lugar de duelo y muerte, me interesa hablar de dolor y pérdida. Y este es un punto de vista que debemos —que en particular debo— mayormente a las familias buscadoras. En Cuerpos liminales el problema no está en la muerte sino en la falta que generan las desapariciones forzadas y en la búsqueda emprendida por las familias, en las organizaciones colectivas creadas por ellas y en pensar las distintas maneras en que se configuran communitas y liminalidades. Por ejemplo, a partir de esa hermosa frase que han creado las madres y familiares organizados en FUNDENL, “la presencia de la ausencia”, me importa mucho pensar, incluso seguir pensando ese entrelazamiento de situaciones: presencia y ausencia forzada, esa corporalidad expandida de los cuerpos en búsqueda sosteniendo la presencia de las y los desaparecidos, cargándoles con y sin foto, como si fuesen pietades caminantes. En esta escritura el acento está en la vida arrebatada, en las vidas que nos faltan, que nos afectan y que empujan a buscar. Por eso el subtítulo es “La performatividad de la búsqueda”, o que podría también enunciarse como el accionar, la agencia de las familias en búsqueda.
—En Cuerpos liminales tu mirada está concentrada en la labor de búsqueda que impulsan los familiares de desaparecidos por la violencia en México. Lo sabemos, el fenómeno de la desaparición forzada de personas es común a muchos países latinoamericanos. ¿Qué es aquello que diferencia estos colectivos mexicanos de aquellos otros que han existido y que existen en diferentes países de nuestra región?
—Me atrevo a decir que algunas de las posibles diferencias están marcadas por experiencias situadas en cada lugar. Pienso que hay acentos distintos en la creación de organizaciones de familiares para realizar distintos tipos de demandas, y en la organización en colectivos destinados específicamente a buscar, a rastrear, en campo o en fosas clandestinas, como también en vida. La frase “organizaciones de familiares” está asociada al trabajo con Derechos Humanos y el enunciado “colectivos en búsqueda” enfatiza el tipo de práctica de tiempo completo que realizan quienes se han transformado en luchadores sociales o en agentes de cambio, como ellos mismos se han nombrado. Todas las organizaciones creadas en los distintos contextos de Latinoamérica han tenido y tienen como fin la búsqueda de sus seres queridos. Pero colocar la palabra “rastreadora”, como se les llama en México, quizás pueda dar mejor cuenta del tipo de búsqueda, ya directamente en campo. Las y los familiares que buscan, si bien son luchadores por los derechos humanos, están dedicados de tiempo completo y por autogestión a buscar en campos específicos. Realizan también el trabajo forense que no hacen o hacen terriblemente mal las instituciones. Se han transformado y se han autoformado como peritos, forenses, investigadores. No sólo toman las palas o transforman instrumentos como la varilla que se introduce en la tierra para indagar la textura y contaminación del terreno y los olores que guarda a cierta profundidad; sino que, además, demandan a las fiscalías el avance de las investigaciones, se entregan a la búsqueda de nuevas informaciones que deberían proveer los ministerios públicos, van a los SEMEFOS (Servicio Médico Forense) a exigir la identificación de cadáveres y gestionan que se abran fosas comunes para identificar restos; entran a penales y centros de adaptación social a buscar rastros de personas desaparecidas. Este tipo de trabajo lo realizan exponiendo también sus propias vidas.
En México son numerosas las madres, padres y familiares buscadores que han sido asesinados por lo que hacen; sabemos que esto también ha ocurrido en otros países. En Argentina, Chile, Uruguay, Perú, Guatemala, Colombia, también en Cuba, muy específicamente las mujeres se han organizado y han demandado a las autoridades la aparición de sus seres queridos. En México la demanda ha dado lugar a la necesidad de tomar las herramientas y organizarse por cuenta propia para buscar, como lo hicieron las primeras buscadoras en el desierto chileno de Atacama. Como en otros contextos y momentos, también hoy son mujeres las que mayormente integran los colectivos de búsqueda (que en México ya son más de setenta). Esos colectivos autogestionan las búsquedas con recursos propios, totalmente independientes del Estado, al punto de constituir sus propios equipos forenses; y no dejan de exigir protección y la debida participación de las autoridades, que es muy insuficiente y que, en la casi totalidad de los casos, es nula o contraproducente.
—Cuerpos liminales no fue elaborado en la soledad de un escritorio; se advierte que para escribirlo fue preciso salir al territorio, estar junto a los familiares que buscan, como si lo que ya sabías teóricamente no hubiera sido suficiente para elaborar una reflexión digamos sincera sobre el tema, y fuera necesario estar allí, junto a los protagonistas de la búsqueda, verlos, escucharlos, como si de otro modo algo se hubiera perdido. ¿Es así?
—Sí, es cierto que esta escritura devino de experiencias de encuentros, conversaciones, de escuchar y observar. Este libro no es resultado de ninguna investigación académica formal. No es el resultado de un trabajo de campo y tampoco de lo que podría nombrarse como un completo proceso de acompañamiento, que en todo caso tendría que decirse que fue absolutamente parcial e insuficiente. Escribir un libro, un artículo, una tesis, no es acompañar. Hace varios años voy a las marchas que se convocan en la Ciudad de México cada 10 de mayo, que es el Día de las Madres, un día en el que las mujeres que buscan a sus hijos e hijas desaparecidas salen a manifestar públicamente que no tienen nada que celebrar. O las marchas por los 43 estudiantes desaparecidos de la Escuela Normal de Ayotzinapa, desde el 2014. Esas experiencias marcaron y siguen marcando mi vida, como sucedió desde el 2014 cuando conocí a Lety Hidalgo, después a María Herrera, a Mirna Medina, Aracely Rodríguez, Lucía Baca, Silvia Ortiz, Mario Vergara, Juan Carlos Trujillo, Miguel Trujillo, Óscar Sánchez Viesca, Alfonso Moreno, Lukas Avendaño…
En el 2017 me acerqué a Familiares en Búsqueda María Herrera, un colectivo que trabaja desde la Ciudad de México liderado por Juan Carlos Trujillo y María Herrera, fundadores también de redes y brigadas de búsqueda. En enero de 2019 tuve una experiencia muy fuerte, inolvidable, cuando participé durante dos semanas en la IV Brigada Nacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas en Guerrero. Escribir fue una necesidad imperiosa. Tal vez es mi manera de testimoniar lo vivido, pero sobre todo de devolver en palabras lo mucho que he recibido de cada una de esas personas. El aprendizaje ha sido más que nada humano, pero también afectivo e intelectual. Estas personas han transmitido recursos afectivos importantes para no dejarnos caer en momentos difíciles y constituyen hoy vínculos afectivos fundamentales para mí. Pero muy especialmente me han movilizado a reflexionar y revisar críticamente la noción de “conocimiento” que se maneja en la llamada academia. La necesidad de reconocer que la información y la llamada «teoría» no pueden validarse en un sentido universal, como bien han criticado Donna Haraway y varias pensadoras afronorteamericanas y latinoamericanas. Escuchando a las y los buscadores en terreno, en conversaciones y charlas, se ha impuesto la necesidad de reconocer sus saberes situados que nacen de su experticia. Ellas y ellos son quienes realmente saben de los procesos de búsqueda, de los procesos de violencia más allá de las supuestas categorías que no pueden ser fijas ni eternas. En mis reflexiones parto de enunciados por ellos, como, por ejemplo: “la presencia de la ausencia”, “cuerpo político”, “ahora los muertos buscan a los vivos”. Entonces esta escritura nació y fue posible desde esas experiencias, como también del acercamiento a las prácticas estéticas realizadas por creadoras y creadores que trabajan con y no sobre las familias. Aunque he tejido pensamientos y tecleado las palabras, mayormente los testimonios, experiencias y saberes de esas personas son el mayor sustento de este libro.
—Hacia el final del ya icónico documental del chileno Patricio Guzmán, Nostalgias de la luz, aparecen dando su testimonio el grupo de mujeres buscadoras del desierto de Atacama al que recién hacías referencia. Una búsqueda que desarrollan, al igual que las mujeres mexicanas, en grupo, nunca en soledad. Tu libro dedica varios momentos a pensar el carácter comunitario de la búsqueda, esa forma de asociacionismo, de communitas que allí se genera y despliega.
—Sí, es así. El carácter colectivo de la búsqueda está directamente vinculado al hecho de reconocer que el dolor y la pérdida generadas por las violencias de Estado son experiencias colectivas, que no sólo le suceden a una persona sino, lamentablemente, a muchas. Veena Das habla de las comunidades del dolor para reflexionar la fuerza que moviliza a las personas a actuar. Este es un tema muy retomado en nuestro presente. Las circunstancias en que se hacen las búsquedas, a contrapelo del actuar de las instituciones y de los necropoderes, diría que impone el trabajo en colectivos. Buscar implica estar en conexión con muchas personas que se ayudan mutuamente, implica muchas colaboraciones para hacer posible la búsqueda intentando la contención y la protección mínima necesaria que da trabajar en colectivo. El dolor y la necesidad imperiosa de recuperar a las personas que se han llevado a la fuerza genera solidaridades, complicidades muy potentes. De allí que utilice la noción de communitas para referirme a estas colectividades como formas de autoorganización que interpelan a las autoridades y que generan en ellas no sólo respeto, sino cierta preocupación porque saben que están dispuestas a llegar a donde sea necesario por encontrar a sus seres queridos. Según las informaciones existentes, las mujeres de Calama fueron las primeras en tomar las palas para cavar en el desierto de Atacama buscando por cuenta propia a sus familiares presos políticos asesinados en octubre de 1973 por la Caravana de la muerte, cumpliendo órdenes de Pinochet. Considero que hay un arco que se tiende desde entonces hasta estos años recientes, cuando las familias, también por cuenta propia, toman picos y palas para buscar en distintas regiones de México. Pero en México estos colectivos de buscadores in situ se multiplicaron casi por cien.
Nostalgias de la luz, de Patricio Guzmán. Película completa.
—Quisiera que nos cuentes de lo liminal, qué entendés por cuerpos liminales y por qué crees que es importante centrar la atención en esta figura a la hora de entender el proceso de búsqueda de los desaparecidos.
—La liminalidad es una noción que he tomado del antropólogo Víctor Turner para trasladarla y repensarla en otros contextos. Él la estudió asociada a procesos rituales de transición, pero también a las crisis que tienen lugar en los dramas sociales. A mí me ha interesado la liminalidad que se produce no sólo en una situación intermedia, de ambigüedad, o dualidad. Me interesa sobre todo la potencia de esa figura o situación, y su dimensión relacional. Es decir: me interesa su potencia política y en ese sentido he pensado siempre la liminalidad vinculada a la emergencia de communitas, a las asociaciones espontáneas antiestructurales, a vínculos afectivos. Como digo en el texto, siempre he imaginado la liminalidad desde una dimensión no manejable, no manipulable, desde un posicionamiento que subvierte cualquier autoridad y jerarquía. No como una verdad teórica, sino como una situación que se constituye según las circunstancias; por eso la planteo como una espectralidad situacional.
La expresión «cuerpos liminales» es central en esta escritura, porque a través de ella busco dar cuenta de la expansión afectiva en quienes buscan a sus seres queridos como una especie, también, de corporalidad expandida que se constituye en la búsqueda. Pienso el cuerpo liminal como un portador, un tejido de presencias y ausencias. Es el cuerpo expandido de una madre que sostiene la ausencia forzada del hijo, de la hija, como los cuerpos dobles de las pietàs . Un cuerpo liminal es un cuerpo que cobija y sostiene otros cuerpos. Es una expresión que reconoce la potencia enunciativa y teórica de los y las buscadoras. Es sin duda un cuerpo político cuya corporalidad está redimensionada desde un limen o frontera: más allá de la individualidad, porque la desaparición forzada de una persona modifica y determina el estar en la vida también para sus familiares.
El cuerpo es una encrucijada de afecciones, relaciones y vínculos con otros cuerpos. Los cuerpos liminales son cuerpos afectados, habitados por la ausencia-presencia de otros cuerpos que han sido forzadamente desparecidos.
—Siguiendo esta idea, al leer tu ensayo, uno no puede dejar de sentir que tu escritura puede ser entendida como un esfuerzo por nombrar algo que tantas veces parece escabullirse al lenguaje, me refiero a lo que supone la violencia de la desaparición forzada, a lo que ella produce y desencadena no sólo en la víctima directa sino, también, en la trama social. Y también es evidente que te rebelás frente al dictamen de que hay cosas que son innombrables, o que no deberían representarse. Digo esto porque hay un esfuerzo notable en éste y en otros ensayos tuyos por enfatizar que el horror debe ser dicho, exhibido, es decir, en no acatar la célebre cita de Adorno.
—Esta es una problemática que fue un reto para mí, muy acentuadamente desde el proceso de escritura de Cuerpos sin duelos. Durante los años que estuve reuniendo información visual y textual, escribiendo y exponiendo mis puntos de vista en conversaciones públicas, fue necesario tener mucha claridad respecto de qué y por qué quería contar o problematizar. Recibí muchos reclamos: que si yo no había perdido “a nadie” por qué escribía sobre “eso”; que si era voyeur frente al dolor de los demás. Me impresionaba mucho que la gente, y muy particularmente la academia y algunas personas del mundo del arte, consideraran que en esta barbarie en que hemos vivido (y seguimos viviendo) sólo pierden los que son directamente afectados en sus familias, como si nosotros no perdiéramos también afectos, modos de vida; como si la violencia no nos afectara. Me indignó mucho que se diera por sentada la frase de la “distancia correcta” —cómoda— ante “el dolor de los demás”, como si el dolor pudiera sernos ajeno. Me molestaba mucho la actitud iconoclasta de quienes se posicionaban “refinadamente” ante el horror, y años después esos mismos artistas convocaban a eventos para pensar las imágenes de la violencia, cuando ya el asunto estaba digerido y hablar de la violencia no era censurado moralmente. No tengo la menor duda de que es necesario mirar para que el interdicto punitivo no impere, para que la mirada sea también apotrópaion, para que seamos algo más que obstupefactus: los aturdidos o paralizados por el terror. Didi-Huberman lo ha dicho de manera muy lúcida: para reflexionar y desmontar la violencia hay que ser capaz de mirar.
—Y es allí donde tantas veces se instala de manera paralizante el dictum adorniano.
—Exacto. Y por otro lado, quiero decir algo, para descargar una responsabilidad que se le ha dado en demasía a Adorno. La doctrina de “lo irrepresentable” ha sido interpelada por autores como Giorgio Agamben, Georges Didi-Huberman, Jacques Rancière y Jean-Luc Nancy, entre otros. Como han dicho, la “reducción aforística”, la repetición supersticiosa de las palabras de Adorno escritas en 1949 generó una salida de contexto y un uso inflacionista, como dijo Ranciére, de “lo irrepresentable”. Veinte años después, en el gran texto publicado post mortem, Adorno cuestionó que el arte se planteara una “falsa relación con los horrores sucedidos o amenazantes” y dijo incluso que un arte así se condenaba a un cinismo del que sólo podía escapar cuando enfrentara la realidad. Cuando alguien invoca la doctrina moral de “lo irrepresentable”, pienso mucho en Agamben, en su profundo cuestionamiento de “lo indecible” y en su clara condena a todo silencio que mitifique el horror y que conlleve a ser solidario con el arcanum imperio. La palabra, el testimonio, como la acción, son instrumentos poderosos para luchar por la vida. Pienso mucho en ese llamado del chamán yanomami Davi Kopenawa: cuando tengan rabia luchen también con palabras. En eso me esfuerzo, en utilizar la palabra para insistir en lo que molesta al poder, a cualquier tipo de poder y en especial a los necropoderes.
—Hay en las páginas de tu libro una extensa reflexión no sólo sobre lo que implica buscar sino, también, sobre el saber requerido para leer las huellas dejadas por la ausencia. Y dedicás un espacio importante a describir la llamada estética forense, noción acuñada por Eyal Weizmann y Thomas Keenan, ese modo singular de interpretar el territorio donde tuvo lugar la masacre, leyendo de la tierra las marcas que ella exhibe; y en algún momento decís que las fosas comunes pueden ser vistas como “sensores políticos”.
—La estética forense, conceptualizada por Weizmann y Keenan, toma forma de manera situada. Cuando es posible constatar que el terreno, que la tierra y las cosas registran la violencia que se ha ejercido sobre ellas, podríamos decir que lo expresan sensiblemente. Las personas que buscan a sus seres queridos, forzadamente desaparecidos, y que por la persistencia de la búsqueda han devenido expertos y expertas, utilizan la frase “la tierra habla”. La recuerdo muy especialmente en la voz de Mario Vergara, un maestro buscador muy respetado y reconocido en México. Los cambios de coloración de la tierra, las alteraciones de la superficie, las alteraciones en las capas que se encuentran cuando se cavan fosas clandestinas, son enunciaciones de un territorio que ha sido violentado. Si es posible considerar que de alguna manera la materia térrea habla, es porque ella percibe y representa la violencia que se ejerce en los territorios como en las personas.
Decir que las fosas clandestinas pueden ser sensores políticos es insistir en las operaciones sensibles, perceptibles, legibles, que la violencia necropolítica produce en las materialidades y, particularmente, en los territorios donde se mal entierran los cuerpos de personas que son buscadas por sus familiares. La estética forense puede dar cuenta de las relaciones entre los sujetos —intérpretes y lectores— y la dimensión estética que emana de la materia, su capacidad de expresión y habla.
Pero me interesa mucho, también, insistir en la complejidad de la palabra “forensis”, su condición pública y relacional. De allí que con la frase “escenarios forenses” busco dar cuenta de las luchas, litigios y agencias que activan las y los familiares en los procesos de búsqueda.
—Tu libro se sostiene en imágenes. Las imágenes “aparecen” en medio de las páginas, no como mero testimonio de lo que decís, sino porque te sirven, a la vez, para pensar aquello que podríamos calificar como una estética del dolor y de la resistencia. Un análisis que te lleva a estudiar su lugar nada secundario, desde las icónicas piedades del arte antiguo hasta las fotografías de la guerra de Bosnia-Herzegovina. Hablemos de esas imágenes, de lo que esas imágenes dicen y revelan sobre el fenómeno de la violencia política en nuestro presente, del lugar que ellas ocupan como “vehículos de memoria”.
—La violencia y la afección que ella nos produce se concreta en formas, en representaciones perturbadoras. El acercamiento a esta problemática ha estado siempre asociado al modo en que nos perturban los recuerdos, las memorias de lo visto, las imágenes. No sólo las imágenes que se concretan ante nosotros, sino las que perviven en nosotros y nos afectan de distintas maneras. Algo que hemos visto y reaparece continuamente puede devenir una especie de pathosformel —tomando el término de Warburg—, un pathos cuya forma persiste y reaparece de distintas maneras. Esto expresa lo que me ha sucedido con las imágenes que, a la manera de visiones persistentes, regresan una y otra vez. No hablo sólo de imágenes fotográficas, hablo de lo que hemos visto y retorna como una imagen en nuestra memoria. La tierra horadada por las fosas, las mujeres, pala en mano, cavando, han sido imágenes persistentes en todo este proceso. Y de manera muy poderosa han actuado las memorias e imágenes de las madres, y de familiares en general, buscando a sus seres queridos. La imagen de una mujer portando la foto de aquel/aquella a quien busca es una imagen superviviente del pathos doloroso, pero también de la persistencia en estas tierras, como en todos los lugares arrasados por las violencias y las guerras.
Hay una arqueología y una memoria iconográfica del dolor en la cual las mujeres, particularmente las madres, ocupan un lugar central. Ernesto de Martino ha dedicado estudios maravillosos a las escenas e imágenes de lamentos en rituales del sur de Italia donde las mujeres son protagonistas, por decirlo de algún modo. También Didi-Huberman en distintos ensayos y libros se ha concentrado en escenas e imágenes centradas en el pathos doloroso representado por mujeres en distintas culturas y tiempos. La fotografía realizada por Georges Mérillon en Kosovo, previa a la guerra, que registra el ritual de lamento y duelo de las mujeres de la familia en torno al cuerpo del joven albanés asesinado por la policía serbia, me hizo pensar en varias escenas e imágenes de mujeres surcadas por el dolor ante la pérdida de sus seres queridos en distintas partes de Latinoamérica, como una especie de gesto que lamentablemente sigue regresando.
Esta imagen, con otros rostros, también se configura en México. Pero con especial acento me perturban las escenas ya no de lamento, sino de mujeres caminando y cargando las fotografías de sus hijas e hijos a quienes buscan; es una de las imágenes más antiguas que puedo reconocer en las luchas por las memorias y la justicia. Y esa imagen de una madre o una mujer sosteniendo la fotografía de su ser querido, al que busca, fui percibiéndola en una especie de superposición con las imágenes de las pietàs, como si las madres que buscan, con o sin foto, fuesen pietàs caminantes que sostienen los cuerpos de las y los hijos a quienes buscan. Pienso en la imagen de pietà incluso conformada por cuerpos masculinos, a la manera de la pietà romana —Eneas cargando a su padre—, y no sólo cristiana. Esta es la imagen que veo superpuesta en varias fotografías realizadas por fotógrafas y fotógrafos mexicanos que acompañan a las familias en las búsquedas. Me interesa mucho no sólo la configuración sedente, sino la figura erguida de quienes caminan y buscan como pietàs caminantes. Esta ha sido una imagen determinante para pensar los cuerpos liminales que se constituyen en los procesos de búsqueda. Como una especie de detonador o de metáfora conceptual. Y ha sido, puedo decir que sigue siendo, la manifestación de un pathos del cual no puedo desligarme, porque en él retornan muchos recuerdos y afecciones que inciden en lo que son hoy nuestras vidas, también mi propia vida.