La política educativa ante la pandemia ha clausurado por un largo período la asistencia de niños y jóvenes a las escuelas. Los efectos son desiguales y afectan en mayor medida a los más vulnerables. A la vez, la situación ha puesto de manifiesto la ausencia de voz pública de los menores, expresada por padres y madres organizados. Cecilia Veleda reflexiona sobre estos temas y sobre la urgente necesidad de desarrollar nuevas políticas acordes y participativas.

 

El encierro de la cuarentena por el COVID 19 está causando estragos en los niños, niñas y jóvenes. Horas y horas de sedentarismo, aburrimiento, pantallas y desconexión de los amigos están generando todo tipo de trastornos emocionales y físicos. En los peores casos, hay niños que están a cargo de las tareas de cuidado en sus hogares o sufriendo maltratos nunca denunciados, que suelen incrementarse en estas situaciones… Más de un millón de chicos ya están desvinculados de la escuela y los que continúan están aprendiendo mucho menos.

Esta situación afecta con mayor virulencia a los casi 6 de cada 10 chicos que viven en hogares bajo la línea de pobreza, cuya situación ha empeorado a raíz de la caída de la actividad económica. Las condiciones de las viviendas, las dificultades de acompañamiento de los padres en las tareas escolares, o la falta de acceso a internet y de dispositivos son algunas de las circunstancias que los perjudican en mucha mayor medida.

En suma, se están profundizando vertiginosamente las desigualdades educativas. Chile hizo una estimación que sugiere que un escenario de 10 meses de suspensión de clases podría significar una caída del 95% de los aprendizajes esperados en un año para estudiantes del quintil más pobre, frente a una caída del 64% entre los más ricos. La no asistencia a la escuela implica un riesgo particular para los chicos con un vínculo frágil con la secundaria, los que tienen algún tipo de discapacidad y los más pequeños (por la menor autonomía en el aprendizaje y la importancia de esta etapa para el desarrollo posterior).

Sin dudas, los docentes han puesto mucho de sí para virtualizar las clases sin contar siempre con las herramientas necesarias, responder consultas a toda hora y dar clases con sus propios hijos en sus casas. Por su parte, los padres han hecho lo posible por apoyar la escolaridad de sus hijos y contenerlos emocionalmente, mientras resolvían todo tipo de urgencias y sostenían el encierro familiar prolongado.

Pero más allá de estos esfuerzos, la educación a distancia tiene sus limitaciones tanto por el escaso acceso a la conectividad y la computadora, como por la formación de los docentes, las posibilidades de acompañamiento de los padres, o la motivación de los chicos. Más aún si se considera que el principal medio para intentar la continuidad de las clases (en el 78% de los casos) ha sido el mensaje de texto vía celular, como lo revela una encuesta nacional del Ministerio de Educación de la Nación.

Pero aún en los casos donde se ha podido sostener cierto ritmo de clases remotas, esta modalidad ha demostrado ser muy compleja para los chicos de nivel inicial y el primer ciclo de primaria, aunque en buena medida también para el resto. Por lo menos por ahora, la enseñanza en la educación básica requiere del encuentro presencial, el cara a cara, las emociones visibles, el intercambio entre pares.

Como es sabido, la escuela cumple además con una esencial función de cuidado. La permanencia de los chicos en las casas complejiza la reinserción laboral de los adultos, particularmente de las madres. Estas son muchas veces jefas de hogar en los sectores de más bajos recursos y tienden a estar a cargo de las tareas domésticas y del cuidado de los hijos en todos los sectores sociales.

Frente al costo social, educativo y económico de mantener las escuelas cerradas, el regreso parcial y paulatino no parece acarrear serios impactos negativos para la salud pública. Según UNESCO a fines de octubre 2020 un 73% de los países del mundo había reabierto las escuelas de forma total o parcial al menos en un nivel educativo. Los estudios incipientes de distintas experiencias de reapertura revelaron el bajo impacto en las tasas de contagio. De hecho, pese al rebrote de la enfermedad en Europa las escuelas permanecen por el momento abiertas.

Frente a estas experiencias en el extranjero, en el país, el Consejo Federal de Educación acordó en julio un protocolo nacional para el regreso a las aulas, que incluye el mantenimiento de la distancia social de 1,5 metros entre personas, la limpieza y desinfección frecuente de los establecimientos, la obligatoriedad del uso de tapabocas y la suspensión de actos, reuniones y eventos. Sin embargo, a la fecha ha regresado el 1,1% de los alumnos de las provincias de Buenos Aires, Formosa, Chaco, Santa Fe, Entre Ríos, San Luis, La Pampa y Ciudad de Buenos Aires.

En este contexto, diversas voces se fueron sumando para reclamar algún tipo de presencialidad. Una publicación reciente de la Sociedad Argentina de Pediatría señala el impacto negativo del aislamiento social en niños, niñas y adolescentes, y plantea como imprescindible el regreso a clases en la modalidad presencial.

«Ciudad nocturna nro. 14», Félix Rodríguez (2020)

Desde esta óptica, han nacido distintos colectivos de padres y madres enfocados en reclamar que la educación sea priorizada, que se concrete el regreso a clases presenciales y que se garantice un mayor acceso a la conectividad y los dispositivos. A través de diversas manifestaciones en las redes, los medios y las calles, la creación de nuevos colectivos como Padres Organizados, e incluso la organización de un Encuentro Nacional de Familias por la Educación de 5 días con 4000 inscriptos de todo el país, la pandemia parece haber despertado a la sociedad con la intención de compartir experiencias, identificar desafíos y proponer soluciones.

Este activismo es esperanzador en un país donde se sostiene que la educación no ocupa un lugar central para la sociedad. Es cierto, esto es lo que muestran las encuestas. La educación no ocupa un lugar prioritario frente a otros temas como la violencia, el desempleo, la inflación, la pobreza o la corrupción. Sin dudas, en un país con tantas urgencias es natural que la subsistencia ocupe los primeros lugares.

El tema es cómo estructurar una voz social audible, de peso, en las definiciones de política educativa, que se sostenga más allá de la pandemia. Porque en las décadas recientes millones de chicos se han quedado sin clases de manera prolongada en varias provincias. Un análisis sistemático revela que entre 1983 y 2019 todas las provincias han perdido entre 1 y 3 años escolares por paros docentes. Y sin embargo, salvo excepciones estas interrupciones no provocaron ninguna rebelión social.

Hasta el momento las formas de participación de las familias se han dado principalmente a través de las cooperadoras o de los Consejos Escolares. Pero mientras que la participación en las primeras se restringe al apoyo material a las escuelas, en los segundos suele estar cooptada por las lógicas político-partidarias.

En comparación con los casi inexistentes espacios de representación sistemática y plural de las familias ante el Estado, los sindicatos han construido una poderosa voz para defender los derechos de los docentes. Hoy la posición mayoritaria de los sindicatos es la negativa de volver a las aulas. ¿Quién defiende entonces los derechos de los niños, niñas y jóvenes, que muchas veces quedan subsumidos a los derechos de los adultos cuando debería ser exactamente al revés?

Los dilemas a los que nos enfrentamos con la suspensión de las clases presenciales pueden abrir la puerta para concebir nuevas modalidades de concertación permanente de las políticas educativas. Pensar en una mesa ampliada, donde además de los sindicatos participen representantes de diversos sectores sociales, incluyendo a los padres, puede ser una salida viable para que todos los intereses puedan contemplarse.

¿Cómo hacer audible la voz de los padres y estudiantes? ¿Qué instancias de participación podrían pensarse aprendiendo de las dificultades de las existentes hasta el momento? ¿Cómo resolver los problemas de representación y pluralismo que suscita esta participación? ¿Cómo dirimir los dilemas entre el derecho de los docentes y de los estudiantes? Estas y otras preguntas deberían plantearse con mayor fuerza y encontrar respuestas concretas comprometidas con el interés superior de los niños, niñas y jóvenes.

Dado que nos encontramos ya próximos al cierre del ciclo lectivo 2020, las evidencias que surjan de los distintos modelos de retorno en la Argentina y otros países de aquí a marzo deberían ser consideradas con seriedad y más allá de los posicionamientos político-partidarios. Será crucial también ir recogiendo las buenas prácticas docentes en los nuevos modelos híbridos, la experiencia de los estudiantes y las voces de los padres.

Todo indica que la pandemia continuará durante 2021: es crucial iniciar el próximo ciclo lectivo con una planificación más precisa para garantizar la mejor modalidad posible de clases que combinen instancias presenciales y en los hogares. La salud emocional, el aprendizaje y el futuro de los chicos está en juego, en particular de los más vulnerados.