El tamaño del daño sufrido en la educación bajo la pandemia es sólo comparable con la ausencia de debate público y de voces audibles en la esfera de las decisiones. La desigualdad en la educación, profundizada por la pandemia y por la respuesta política a ésta, la ausencia del desarrollo de la autonomía y de la experiencia del encuentro con la pluralidad de pares en la instituciones de enseñanza, la inequidad en el acceso a la tecnología y la privatización de la escolaridad, son algunos de los problemas que han redundado en gravísimas deudas en la formación de ciudadanos para una vida democrática. Claudia Romero analiza estos temas y ofrece propuestas para hallar soluciones.
La experiencia de escolaridad bajo confinamiento, que llevará al menos todo este año en Argentina, se da en un contexto de aislamiento social severo. La acelerada destrucción de la economía, la ausencia de deliberación pública sobre los asuntos centrales de la vida social, la suspensión de derechos esenciales y la politización de las decisiones a falta de competencia y bases racionales para actuar, son el marco para pensar y dimensionar los modos particulares en que la emergencia educativa tiene lugar entre nosotros. La pandemia es, por definición, un mal extendido pero las respuestas que los gobiernos y las sociedades producen, se apoyan generalmente en el repertorio de herramientas simbólicas, políticas y culturales disponibles, con las que, en cada sociedad, se tramita la cosa pública. El virus es el mismo, la enfermedad, en cambio, asume el rostro de quienes la padecen.
La escolarización remota de emergencia, surgida del Decreto presidencial que ordenó el cierre de los edificios escolares y la suspensión de las clases presenciales, definió una “continuidad pedagógica” basada fundamentalmente en la disponibilidad de recursos tecnológicos y conectividad de los alumnos y los docentes y la capacidad de organización de cada escuela. Sobre un escenario previo de desigualdades sociales y educativas se despliega, durante el confinamiento, una escolarización que las profundiza.
En una descripción inicial de esa escolarización, donde falta aún precisar los alcances, se encuentran tres circuitos diferenciados por su intensidad y segregados según los niveles socioeconómicos de la población. Las “Escuelas Zoom” con clases diarias “cara a cara” para el pequeño grupo que disponía de dispositivos y conectividad de alta calidad, las “Escuelas Whatsapp” para los que accedían de manera intermitente a datos en la telefonía celular y, finalmente, los desconectados, los sin escuela, los que quedaron fuera porque ya estaban afuera de todo. Se calcula que al menos un millón de chicos han perdido contacto con la escuela y preocupa no sólo la cifra sino algunas interpretaciones de pedagogos oficiales del pobrismo vernáculo que ven en esa desconexión una forma de preservación de la inocencia de los más pobres frente al “capitalismo de datos”. La “continuidad pedagógica” apeló también al capital cultural de las familias que debían estar disponibles y acompañar en las tareas escolares. Los supuestos sobre los que se apoya la escolarización en confinamiento son claramente regresivos y refuerzan el “efecto cuna”.
Se dirá que las desigualdades se profundizaron por inercia más que por una conspirada planificación. Pero la desigualdad educativa no se puede explicar por inercia sino, como señala el sociólogo Francoise Dubet[1], por una “preferencia por la desigualdad”, aunque declaremos lo contrario. El sostenimiento de las desigualdades y, sobre todo, su profundización provienen de una crisis de solidaridad, definida esta última como el apego a los lazos sociales que nos llevan a desear la igualdad de todos. Dado que no nos sentimos parte de un mismo territorio social es que se intensifican las desigualdades, afirma Dubet. El distanciamiento social, el encierro y el aislamiento aumentaron la segregación social y educativa que, en Argentina, ya es de las más altas del mundo.
Y aquí arribamos al punto sobre el que quisiera detenerme. Todas las formas escolares bajo confinamiento suspendieron el carácter colectivo de la educación escolar, la promesa escolar de habitar un territorio de igualdad de oportunidades que constituye la esencia del derecho a la educación. Esta es la naturaleza profunda de la “catástrofe educativa” que denuncia la ONU y que llama a revertir con celeridad.
La escuela es el lugar de lo común en el que se despliega la diversidad. Es de esta manera que se construye a la vez, lazo social y autonomía. El carácter público de lo escolar reside precisamente aquí y esa experiencia es vital para la vida democrática como lo señalara hace más de cien años John Dewey[2]. En este sentido, “la catástrofe educativa” está dada por la privación de esa experiencia, que el aislamiento social impuso y prolonga por falta de competencia, de imaginación y por seguir prefiriendo la desigualdad. La escuela es más que distribución de contenidos, es inclusión social, alimento y cuidado, producción de ciudadanía. Por eso no puede ser reducida a una plataforma y ha sido evidente que la utopía de la tecnoeducación no resultó feliz ni aún para los alumnos de escuelas de élite, sometidos a pesadillezcas jornadas frente a las pantallas con rudimentario software que no alcanzan a traducir la complejidad del aula real.
Conviene aquí abrir un paréntesis para mostrar brevemente cómo funciona el trabajo escolar y qué es lo que se sustrae con la privación. Lo propio de la experiencia escolar es que la construcción de lazo social y autonomía, que podría darse en otras instituciones, no se da en el vacío sino a través de la apropiación de conocimiento, de un curriculum específico cuya selección es intencional y consensuada. Y en el caso argentino hay un elemento adicional. Los enfoques didácticos que se utilizan mayoritariamente están inspirados en el constructivismo lógico y psicológico y tienen un fuerte componente de interacción social por lo cual el aprendizaje es un asunto que se tramita necesariamente en conversación con otros. Por ejemplo, en todas las escuelas enseñamos Matemática y lo hacemos porque desde el fondo de la historia sabemos que es esencial para operar y transformar materialmente el mundo. Pero, además, la Matemática conlleva enseñanzas implícitas: quien la aprende desarrolla un tipo de pensamiento lógico que requiere reglas compartidas y desecha los prejuicios. También aprende que existen diversos caminos para resolver un mismo problema, con lo cual reconoce distintos puntos de vista. Muchas de estas enseñanzas implícitas son finalmente las que quedan, como señala Philip Jackson[3], luego de haber olvidado qué era un logaritmo. De esta manera es como opera la escuela en la construcción de los saberes entre otras cosas para la vida democrática.
Volviendo al argumento central, al analizar las características de la privación de la experiencia escolar en el contexto argentino, podríamos ir un paso más allá y afirmar que se operó una dramática “privatización de facto de la educación”. La privatización educativa no supone exclusivamente el crecimiento de la matrícula en las escuelas privadas y el descenso en las de gestión estatal, aunque es una de las formas habituales, ni supone transferir la propiedad de las escuelas estatales a manos privadas. Sino que la privatización de la educación alude a la existencia de mayor participación de agentes privados en la provisión y financiamiento de servicios educativos. La “continuidad pedagógica” implicó que la provisión y el financiamiento del servicio quedara en manos de los recursos de cada familia y de cada docente, de la disponibilidad de dispositivos y conectividad que cada uno pudiera costear; del capital cultural y las habilidades personales de cada madre y padre. Sólo algunas instituciones escolares con gran capacidad organizativa y recursos pudieron apoyar a las familias y a sus docentes con recursos. En nuestros estudios, las plataformas oficiales y la producción de materiales en papel que encaró el Ministerio Nacional han tenido muy bajo impacto. La privatización operó “de facto” en el sentido de ser producto de las circunstancias, en ausencia de una inteligencia estatal eficaz para prevenir los efectos inequitativos. A diferencia de lo que ocurrió con el sistema de salud donde se fortalecieron los servicios para evitar el colapso, el sistema educativo se fragilizó aún más. En sociedades tan desiguales como las nuestras, esa privatización de la educación, es el mecanismo más reaccionario que pudimos activar.
El escenario futuro impone volver a la escuela, como territorio de lo común, como promesa de autonomía, de democracia y de justicia. La que viene no es la escuela de la “post pandemia” sino la escuela “con pandemia”. Hay que aprender a convivir con el virus y sacar la escuela del confinamiento, como, con cuidados, están haciendo todos los países. Abrir las escuelas tiene riesgos, pero mantenerlas cerradas produce daños.
La agenda de políticas públicas para reabrir las escuelas, reparar los daños e impulsar mayores niveles de equidad y efectividad escolar es amplia y combina decisiones de corto y mediano plazo. Entre los temas prioritarios de esa agenda se encuentran: a) infraestructura escolar adecuada y segura; b) piso tecnológico mínimo para todos los docentes y estudiantes; c) programas de reinserción escolar y aceleración de aprendizajes para los alumnos desconectados; d) actualización del curriculum y formación docente para el trabajo con nuevos modelos escolares híbridos.
A la vez, la política educativa argentina tiene al menos tres déficits que hay que reparar para ir hacia una toma de decisiones inteligente, basada en evidencias y apego a la ley en cada uno de los temas de la agenda:
- Débiles sistemas de información y evaluación que impiden gestionar con evidencias. El sistema educativo por su tamaño y complejidad tiende a la opacidad y para poder incidir eficazmente hay que hacerlo más transparente. Es imperioso contar con un sistema nominal (sólo un par de provincias lo tienen) sobre los alumnos, los docentes y las escuelas de todo el país, y con evaluaciones de la calidad de procesos y logros periódicas, sistemáticas y de calidad. Así lo establecen la Ley Nacional de Educación y la ley de Cédula Escolar Nacional.
- Insuficiente capacidad técnica en la elaboración de políticas. Como en otros ámbitos, en educación el poder no suele apoyarse en el conocimiento técnico. El Consejo Federal de Educación, que es el conjunto de ministros de las 24 jurisdicciones, define las líneas de política educativa, pero es un órgano político, no técnico. Independientemente de otras instituciones que podrían aportar conocimiento técnico, la ley Nacional de Educación prevé la conformación de tres Consejos Consultivos para que lo asistan: el Consejo Económico y Social, el de Actualización Curricular y el de Políticas Educativas. No están aún conformados y la ley tiene casi 14 años.
- Tendencia hacia la centralización y ausencia de incentivos para la mejora. Las escuelas son concebidas como meras ejecutoras de políticas instaladas jerárquicamente. La gestión de la educación es una gestión multinivel: la escuela, el municipio, la provincia y la nación que, en la práctica, tienen sus propias lógicas con escaso acoplamiento entre sí y carecen de incentivos para mejorar. Establecer metas a distintos niveles de gobierno y delinear un esquema de incentivos económicos y no económicos permitiría direccionar las prácticas y las decisiones, poniendo en juego políticas de reconocimiento de las autonomías relativas y generando motivaciones endógenas para la mejora.
Por último, uno de los fenómenos más alarmantes durante todo este tiempo ha sido la ausencia de voz de la ciudadanía para reclamar ante la suspensión del derecho a la educación y oponerse a la mencionada forma de privación “de facto” de la escuela. Padres, madres, estudiantes y la sociedad en su conjunto permanecieron aislados, en silencio, atados seguramente a resolver necesidades de supervivencia. El Congreso sin sesionar y la justicia en suspenso completaron el panorama de indefensión. Los sindicatos permanecen oponiéndose a la reapertura de las escuelas y tímidamente empiezan a organizarse puñados de padres en las capitales de las provincias que reclaman por volver a las escuelas. Hace varias décadas que la educación no forma parte del reclamo ciudadano, quizás porque no es tan directa la movilidad social que proporciona, ni tan clara la emancipación que promete. Pero sin escuelas es peor, lo aprendimos en pandemia. De allí que alentar el debate público sobre la educación en Argentina sea una de las tareas más urgentes e ineludibles para el futuro de la sociedad que necesitamos construir.
[Claudia Romero es Doctora en Educación, Profesora e Investigadora de tiempo completo en la Escuela de Gobierno – Universidad Di Tella]
[1] Dubet, F. ¿Por qué preferimos la desigualdad? Siglo Veintiuno, Buenos Aires, 2015.
[2] Dewey, J. “Democracia y educación”, Morata, Madrid, 2004
[3] Jackson, P. “Enseñanzas implícitas”, Amorrortu, Buenos Aires, 1999
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